viernes, 25 de octubre de 2019


César Suppini: la ciudad y su alquimia 
CELSO MEDINA
El poeta César Suppini

César Suppini publicó en 1987 Comenzar a morir, un poemario que traza los caminos esenciales de su poética, caracterizada por un uso mistérico de la imagen. Luego en 1988 edita Pozo de cuervos y en 1996, Hasta el cielo se cansa. De Varios condimentos están hechos los poemas que conforman esos libros: de memoria, de silencios, del embelezo por su ciudad, cuya imagen se corporiza  de la mano de su peculiar producción onírica.

Neurociencias, en el corazón de los neuromitos

Aurélien Chapelain


Introducción

En 1990, el presidente estadounidense George W. Bush Hijo declaró que "esta década será la del cerebro".  Barack Obama lanzó en 2013 el Programa de Investigación de la "Iniciativa Cerebral" destinado a acelerar el desarrollo y las aplicaciones de tecnologías innovadoras para mejorar la comprensión del cerebro humano. Para convertirse en un líder en investigación neurológica, Estados Unidos previó una inversión de  100 millones de dólares. La Unión Europea, por su parte, puso en marcha un proyecto titulado "Proyecto del cerebro humano", respaldado por 80 instituciones y dotado con una financiación de mil millones de euros durante 10 años.
En las últimas dos décadas, la investigación en neurociencia ha ganado popularidad, entre otras cosas, por el progreso tecnológico, la voluntad científica e incluso la política económica. Es fácil constatar un creciente interés por parte de los responsables de la toma de decisiones, los educadores y, en general, las profesiones de apoyo (psicólogos, entrenadores, recursos humanos, formadores, gestión...) sin olvidar el del público en general. Este fenómeno se refleja en la explosión del número de artículos de prensa sobre el tema, que a menudo declara "revoluciones" semanales bajo la etiqueta de neurociencia.
La virgen del mediodía
Paul Claudel

Paul Claudel

Poeta, cultivador de la poesía simbolista francesa de inspiración católica. Nació en 1868 y murió en 1955. 



Es mediodía. Veo la iglesia abierta. Hay que entrar.
Madre de Jesucristo, no vengo a rezar.

No tengo nada que ofrecer y nada que pedir.
Tan solo vengo, Madre, para mirarte.

Te miro, lloro de felicidad, al saber
que soy tu hijo y que estás aquí. 

Sólo por un momento, mientras todo se detiene.
¡Mediodía¡
Estar contigo, María, en este lugar donde estás. 

No decir nada, mirar vuestro rostro.
Dejar que el corazón cante su propio lenguaje.

Nada que decir, sino solo cantar porque se tiene
el corazón pleno,

como el mirlo que sigue su idea 
en estas coplas repentinas.

Porque eres bella, porque eres inmaculada,
la mujer en la Gracia finalmente restituida. 

La creatura en su honor primero y en su
cumplimiento final,
tal como ha salido de Dios en la mañana de su esplendor
original. 

Intacta inefablemente porque eres la Madre de
Jesucristo,
que es la verdad entre tus brazos, y la única esperanza
y el único fruto. 
.
Porque eres la mujer, el Edén de la antigua
ternura olvidada,
cuya mirada se consiguió con el corazón de repente e hizo brotar
las lágrimas acumuladas. 

Porque me salvaste, porque has
salvado a Francia
Porque ella también  para ti, como para mí, fue 
esta cosa que pensamos,

Porque en el momento en que todo crujía, fue cuando
tú interviniste,
porque has salvado a Francia una vez más, 

Porque es mediodía, porque estamos en este 
día hoy,

Por que estás aquí por siempre, simplemente
Porque eres María, simplemente porque tú
existes,
Madre de Jesucisto, estoy agradecido.

Traducción: Celso Medina



viernes, 4 de octubre de 2019


CALLES
Celso Medina



Solía recorrer calles solo
Solo sin más nadie que yo
Mis pies eran ligeros
pero no más que mis sueños
Eran calles verticales
y yo alardeaba de un equilibrio inusitado
Los árboles de estas calles eran morados
Y sus flores eran crespos furiosos
Yo recorría solo esas calles
Solo sin más nadie que yo
Mi recorrido era un laberinto de goce
No había prisa
Caminaba haciendo caminos
Hablaba solo
Soñaba solo
Gozaba solo
Mis pies eran alas rastreras
Yo solo yo
recorría estas calles
Yo solo yo
me adentraba en sus murmullos
en sus enigmas
Hoy
he perdido esa soledad
Ahora hablo mucho
y camino poco

Anna y el mar

Kettly Mars *



 Nació en Puerto Príncipe (Haití) en 1958. Poeta y narradora. Las novelas que ha publicado son Kasalé (2003), Vents d’ Ailleurs (Vientos de otras partes) (2007), L´heure hybride (La hora híbrida) (2005), Fado (2008), Saisons sauvage (Estación salvaje) (2010). Sus libros de poemas son Feu de miel (Fuego de miel) (1997) y Feulements et sanglots (Gruñidos y sollozos) (2001).      




Ilustración: Celso Medina


Lo va a matar. Tan cierto como que ella se llama Anna. Matarlo, para comenzar al fin su vida. Ése será su grito de guerra, su libertad, su primer orgasmo, ese placer que, parece estremecerla, de la cabeza a los pies.  Piensa en un veneno o en una sobredosis en su medicina. Un medio que no exija ningún esfuerzo físico para sus años. Ella está vieja y débil.  Lo ha dado todo, lo ha consagrado todo, sus años verdes, su savia, su esperanza, sus largas noches esperando su paso vacilante bajo los efectos del alcohol, trepando la escalera de madera. Toda su vida ha limpiado sus vómitos, cambiado sus sábanas, lavado sus oídos con jugo de limón. Todo eso para nada, para recibir a cambio indiferencia y humillación. Hoy ya no puede más. Ella lo va matar. Tan sólo al levantarse el sol, un último crepúsculo sin su tiránica presencia bien valdría la pena de ser experimentado. Por primera vez después de medio siglo, Anna osó dejar que esa idea atravesara el campo de su conciencia.  Esa cárcel largamente encerrada en las catacumbas de su ser veía su fin. Apenas se ponía el sol, la tomaba de la mano y comenzaba su calvario. Anna estaba deslumbrada.  Como una marejada levantándose de las trombas de las aguas tan altas como las montañas, su decisión provoca un inmenso remolino en todo su cuerpo. Ella zozobra. Tiene miedo pero sonríe. Debe  sentarse rápidamente  sobre una silla, tiemblan sus piernas.  Una marejada sube y desciende sobre su pecho a una velocidad acelerada. Anna abre enormemente su boca para respirar, para dejar que pase el viento de la libertad que busca su ruta a través de ella. El viento que viene del mar.

A los artilleros senegaleses 
que mueren por Francia



Léopold Sédar Senghor


Ilustración: Celso Medina


En vísperas de incorporarse Francia a la lucha contra la Alemania fascista, el poeta senegalés publica este poema, que refleja la visión de un africano que siente al referido país europeo como de él. Bien es cierto que el poeta fue líder de la independencia de su país, pero el antifascismo lo llevó a afiliarse al ejército francés para hacer de la lucha contra Hitler una sola. Y padeció prisiones, sintió la muerte respirándole en la espalda. Aquí invoca una epopeya de un famoso ejército senegalés que hacía más de cinco siglos había protagonizado duras batallas para cuidar el territorio africano.  Se trata, entonces, de metaforizar con los dos ejércitos, para fundirse en la gran tarea de salvar a la humanidad entera del oprobio del fascismo. Muchos negros africanos cayeron. Desafortunadamente esa Europa que ayer recibió la ayuda de África, hoy la mira con desdén, cobijándose en un manto de intolerante racismo. Los negros ahora no mueren en el ejército; se ahogan en las pateras del Mediterráneo.





He aquí el sol
Que acaricia los pechos de las vírgenes
Que sonríe a los ancianos sentados en los bancos verdes
Que despertará a los muertos que yacen bajo una tierra materna.
Escucho el ruido de los cañones- ¿Es Irun?
Florecen las tumbas, se calienta el Soldado Desconocido.
A ustedes, hermanos oscuros, nadie los nombra.
A sus niños les han prometido quinientas millas por la gloria de los futuros muertos,
Se les agradecen los futuros avances de muertos oscuros
Die Schwarze schande![1]

Escúchame, artillero senegalés, en la soledad de la tierra negra y de la
muerte
En vuestra soledad sin ojos sin oídos, más que en mi piel sombría en el fondo de la Provincia
Sin siquiera el  calor de vuestros camaradas acostados unos con otros, como en la antigüedad
en las zanjas antiguas y en las palabras del pueblo
Escúchame, artillero de piel negra, aunque sin orejas y sin ojos
en vuestra triple voz nocturna.
No hemos alquilado dolientes, ni mucho menos las lágrimas de vuestras mujeres ancianas
-Ellas no se acuerdan sino de vuestros golpes de cólera, prefieren el ardor de los vivos
Las penas de los llantos muy claros
se secan rápidamente de las mejillas de vuestras mujeres, como en la estación se secan los torrentes del Fouta
Las lágrimas más calientes más claras más rápidas borrachas en la esquina de los labios olvidadizos.

Os traemos, escúchanos, nosotros que apelamos a tus nombres en los meses que mueren
Nosotros, en estos días de miedo sin memoria, os traemos la amistad de vuestros compañeros de edad.
Ah! Ojalá un día de voz color brasa, pueda cantar
la amistad de los compañeros fervorosos entrañables y delicados, fuerte como los tendones.
Escúchanos, Muertos expandidos en el agua en lo profundo de las llanuras del Norte y del Este.
Recibe este sol rojo, bajo el sol de verano ese sol enrojecido de sangre de las blancas hostias
Recibe el saludo de tus camaradas negros, artilleros senegaleses.
QUE MURIERON POR LA REPÚBLICA.
Tours, 1938


[1] La vergüenza negra

Traducción del francés: Celso Medina