martes, 16 de marzo de 2021

 Para nombrar la poesía

Celso Medina

Ilustración: Celso Medina


En todo poeta vive un Dios, un osado constructor de mundos que provienen de la nada. Y el escritor cuenta con un poderoso y la vez precario recurso: el lenguaje. Con él acomete su función de Dios.
¿Qué crea el escritor? No el mundo, sino mundos, así en plural, porque cuando el parto cósmico nos puso en esta tierra, nos hizo precario, pero dotado de imaginación. El mundo legado se nos entregó para que lo multiplicáramos, no para hacer de él réplicas. El poeta no es un mono que hace muecas ante un espejo. El poeta-escritor está obligado a ir contra la consigna, porque esta reduce el ser humano a la más destructora de las simplicidades.
La poesía nació para atenuar nuestra precariedad congénita. Arrojados al mundo desnudos y sin movilidad, nuestra condición humana se fortalece viviendo la vida. Para dar cuenta de ella, está el poeta. Y su materia fundante es el lenguaje. Allí mora el ser (dice Heidegger). Lo que practica el poeta es una ontología; es decir, es él quien con más densidad se pregunta sobre quién es el hombre y cómo está compuesta su humanidad. El poeta no es un filósofo, ni un científico, ni un metafísico. No piensa el mundo, lo siente; no modeliza el saber, lo explaya mostrándolo sin ninguna cortapisa metódica. Tampoco hace de ese mundo un trasmundo artificial. La ontología del poeta no es sino una paradogía, lo que José Lezama Lima llamó la hipertelia; es decir, una búsqueda indetenible, que no tiene telos (fin). La sociedad necesita del poeta, para renovar permanentemente sus metas vitales.
A veces nos buscamos y no nos encontramos. Y desesperamos. Pero a veces, nos encontramos y lo que hallamos en nosotros es miseria. Y en ese hallazgo optamos por destruirnos, para rehacernos. La poesía tiene como misión la dialéctica de ese encuentro y desencuentro. Pero su dialéctica no aspira la síntesis, prefiere vivir en las paradojas.
No hay que engañarse con la realidad. No es generosa. Por ello, cero concesión a ella. La realidad vive por su cuenta, no previó al ser humano. Por ello siempre le crispa su existencia. La poesía es una aguafiesta de la realidad. Y en vez de dedicarse a replicar el mundo, se ocupa de construir sus verdades para que la vida sea vida y no sobrevivencia.
El poeta es un ser ávido de vida, que ha sabido construirse una pupila con todos sus sentidos. Por ello ve dónde nadie ve, ve como nadie ve. Los mundos llegan a él no solo por sus ojos; el poeta sueña con tragárselos en un solo sorbo. Marcel Proust duda de que las cosas por sí misma vengan a uno. Dice: “Acaso la inmovilidad de las cosas que nos rodean venga impuesta por nuestra certeza de que son ellas y no otras, por la inmovilidad de nuestros pensamientos frente a ellas”. La poesía es la verdadera movilizadora de las cosas, porque ella es la que les da nombre. La realidad no sabe hablar. Somos nosotros, los seres humanos, los que le damos elocuencia. Una cosa que no se nombre es la nada, el vacío. Y es la poesía la que nombra con más potencia las cosas. Gracias al poeta, las cosas toman lugar en la memoria.
¿Dónde vive la poesía? Generalmente vive en el poema. Pero su residencia es incómoda. Un poema es una ristra de versos que recuerdan las verdades del poeta. Intenta dar cuenta de la cruenta dialéctica entre la realidad y la verdad. Esa dialéctica no cabe en la página en blanco, su espacio se construye con paradojas. La letra quiere reportar ese drama, pero su hipertelia borra toda meta. De modo que el poema es una traición a la experiencia. Porque el poema no es sino un pálido trazo, por cuyas líneas huye la vida.
Entonces, ¿está condenado el poeta a ser un sempiterno traidor de su experiencia? Sí. Por eso su angustia. Solo tiene el papel o el computador donde anota vestigios de esa experiencia. Volviendo a Heidegger, el poema es lenguaje en flor, cuya aroma vive en la instantaneidad y en la brevedad. La vida es simultánea; pone en acción la diversidad de sentires. Y el poema sueña con esa simultaneidad, pero solo tiene la palabra, el sintagma ordenado; y aspira hacerle hendijas a esa formalidad para hacer patente que el poeta es un hombre que ha vivido.

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La función del poema no es hablar. Un poema que habla mucho no es sino una cháchara. A pesar de que esta hecho de palabra, esta no existe para comunicar. Su tarea es propiciar el sentir. El poema no habla del amor, ni de la tristeza... Hace del amor y de la tristeza un sentimiento. Un poema enmudece la palabra, para generar el silencio de lo sentido.

Un poema invita al retiro. Ni se escribe ni se lee entre la muchedumbre. Porque el silencio es el arma expresiva esencial.

El poema es un dispositivo textual concebido para albergar la poesía. Es en él donde se refugia con mayor comodidad la poesía. No existe la poesía sin el poema. La poesía existe por el poema, puesto que este es el que garantiza que la poesía no se sacrifique a la palabra. Un poema no tiene género; o es un género en si. Ningún poema es igual a otro; es un camaleón que cambia de piel constantemente. Un poema no es ni siquiera fiel a su origen, pues una vez nacido va al complejo río de la lectura. Es un río heraclitiano. Nunca es el mismo.