Las inteligencias de
la Universidad
El
escenario lógico de la intelectualidad es la Universidad, espacio escolar al
que se le ha asignado el rol de evaluar, hacer circular los saberes y producirlos.
A ella concurren diversos profesionales, apuntaladores de una inmensa gama de
disciplina, que le dispensa a la sociedad el bien de los saberes públicos.
Entonces, la Universidad es intelectual o no lo es, por cuanto es una
institución destinada a producir inteligibilidades, que sirvan para que las
sociedades se hagan sus propias verdades.
En
relación a la evaluación, el trabajo intelectual está obligado a “pensar el
pensamiento”. Es decir, tiene que interpelar el pensamiento circulante para la
práctica de una hermenéutica libre, que no solo comprenda el cosmos de las
ideas, sino que también las haga suya y las convierta en recursos para comprender
las realidades contextualizadas en el locus donde vive la Universidad. Para
este ejercicio la crítica es esencial. No podemos los universitarios
refugiarnos cómodamente en el supuesto carácter universal del conocimiento. Una
idea que no es capaz de hacerse idiosincrática tanto en ese “individuo
complejo”, que es el profesor, como en la institución inteligencial, que es la
Universidad, solo serviría para alimentar diletantes. La Universidad no puede
consumir conocimientos franquiciales, porque sino estaría traicionando su papel
de ser máquina compleja que ofrece inteligibilidades a las sociedades que
sirve.
Y de esa
función evaluadora, pasamos a la otra: la de hacer circular los saberes
existentes. Es allí donde entra a jugar
su rol importantísimo la pedagogía, ejercida en sus dos ámbitos: desde el aula
y desde la inteligencia colectiva de la Universidad. Ello implica una
permanente mirada al abanico de saberes que van apareciendo en el espectro de
todas las disciplinas. Es necesario asumir la perspectiva transdisciplinar,
pero que ella no se convierta en un burladero para que desdeñemos el carácter
particular de cada una de las disciplinas con la que trabaja la Universidad.
Sin disciplina no hay transdisciplina. Si seguimos a Nicolás Basarescu, esta es “aquello
que está a la vez entre las disciplinas, atraviesa las diferentes disciplinas y
va más allá de toda disciplina. Su finalidad es la comprensión del mundo
presente, uno de cuyos imperativos es la unidad del conocimiento.”
El maestro universitario no es el correo
de los diversos pensamientos que recorren las escenas de las ciencias. Quedarse
en ese papel de correo, es anular la
función intelectual de la Universidad. Por ello la docencia universitaria no
solo compromete al académico a saber lo que enseña, sino también obliga a
hacerlo un objeto enseñable, para que los alumnos puedan mirar ese saber. Pero ese
saber no puede reducirse a la mirada, también debe ideosincratizarse primero en
quien lo enseña y luego en quien lo que
aprende.
Un maestro universitario no es un
pedagogo formado para trabajar en las aulas universitarias; es un ser que
deviene docente. En pregrado se formó para
abogado, arquitecto, ingeniero, contador, pedagogo… Su vocación esencial
era la del profesionismo. Ahora está obligado a hacer inteligible a los otros
el saber que sus maestros le dieron en la Universidad. Se ubicará en el ápice de la pirámide escolar.
Por ello debería emigrar de su profesión
para convertirse en el intelectual del que hemos venido hablando. Debe entonces
practicar el escepticismo: diferenciar entre el conocimiento que
necesita la sociedad y el que necesitan las diversas fuerzas ideológicas y
económicas de la sociedad. Debe agregar un plus ético a su saber.
Pero la universidad no solo habla por
sus profesores, también se manifiesta la institución como expresión de un
colectivo de inteligencia. Porque está
destinada a tener voces que den cuenta de lo que Derridá llama “las pupilas de
la Universidad”. Es allí donde la
institución trasciende el ámbito escolar y crea sus voces a través de sus
medios divulgativos, de sus revistas, de sus libros colectivos, de sus
coloquios y simposios… De esa forma
visibiliza su trabajo de forjar inteligencias.
La inteligencia de la Universidad no puede ser inédita. Existe para ser
conocida, es un bien público que debe hacerse accesible a la sociedad que la
promueve.
Nos guste o no el Estado, la Universidad
es parte de él. Por ello es también una institución política, porque su
escenario es el espacio público. Como parte del estado tiene sus normas, tiene
sus deberes con lo público. El éxito o el fracaso del Estado pertenece a la
Universidad, porque ella está hecha de la misma carnadura estatal. Pero el
estado en el sentido foucaultiano detenta un poder que circula, que, aunque
quisiera, no se impondría absolutamente.
Es aquí donde la intelectualidad cobra fuerza. La universidad está llamada a ser la fuerza
que tensione la dialéctica de ese poder.
Y ese rol lo cumple una Universidad si procura sus saberes al amparo de
la crítica plausible y sensata de sus maestros intelectuales y su inteligencia
colectiva.
Nos resta adentrarnos a la tercera función del
saber universitario: su producción. Solo
produciendo nuevos saberes la Universidad puede superar el cómodo papel de ser
correo de los pensamientos.
¿Qué debe producir la universidad? Inteligibilidades. No le toca a la Universidad resolver
problemas en las sociedades. Su trabajo
consiste en arrojar comprensiones, para que ellas busquen las maneras más
expeditas para solucionarlas, al amparo de los dispositivos que las
instituciones públicas han creado. De
manera que la Universidad es una máquina de comprensiones, en el sentido que
entiende Guatari las máquinas. El
engranaje, su aceitamiento deberían disponerse para arrojar los productos
comprensivos que requiera la sociedad.
Y aquí cobra vida la Universidad como
estudiosa, cuyo peso esencial tendría que recaer sobre el maestro. Es odiosa esa división social del trabajo
universitario, que intenta diferenciar entre el maestro investigador y el
maestro docente. El primero estaría
destinado a los laboratorios; su saber se dirigirá a agrandar el patrimonio del
monasterio laico, en que se ha convertido la ciencia. El segundo, sería una
rémora del antiguo pedagogo griego que conducía de la mano a los niños al
gimnasio. A él no se le exige saber,
solo tiene que enseñar. ¿Cómo se puede enseñar lo que no sabe? Utilizando la
pedagogía como coartada.
¿Por dónde deberían comenzar las políticas y
estrategias adecuadas para formar maestros estudiosos en nuestra
Universidad? Diría que por formarlos muy
tempranamente, de la misma manera que se forma a un músico a un bailarín, cuyos
oídos y cuerpo deben acoplarse tempranamente a su imaginación.
1 comentario:
Fascinada con este artículo. Acoplar el cuerpo a la docencia.....por alli hay un horizonte. Saludos. MS
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