viernes, 17 de agosto de 2018


Las inteligencias de la Universidad 

Celso Medina




El escenario lógico de la intelectualidad es la Universidad, espacio escolar al que se le ha asignado el rol de evaluar, hacer circular los saberes y producirlos. A ella concurren diversos profesionales, apuntaladores de una inmensa gama de disciplina, que le dispensa a la sociedad el bien de los saberes públicos. Entonces, la Universidad es intelectual o no lo es, por cuanto es una institución destinada a producir inteligibilidades, que sirvan para que las sociedades se hagan sus propias verdades.
¿Qué implica plantearse la Universidad como institución intelectual?  Otorgarle una personalidad compleja, que parta en primer lugar de tener maestros intelectuales, individualidades complejas que ejerzan con autonomía su trabajo de críticos sensatos, que cuiden de que los saberes no se mineralicen. ¿Cómo hacer eso?  Pienso que cumpliendo a cabalidad la responsabilidad de la Universidad con sus tres funciones en el saber: evaluarlo, hacerlo circular y producirlo.
En relación a la evaluación, el trabajo intelectual está obligado a “pensar el pensamiento”. Es decir, tiene que interpelar el pensamiento circulante para la práctica de una hermenéutica libre, que no solo comprenda el cosmos de las ideas, sino que también las haga suya y las convierta en recursos para comprender las realidades contextualizadas en el locus donde vive la Universidad. Para este ejercicio la crítica es esencial. No podemos los universitarios refugiarnos cómodamente en el supuesto carácter universal del conocimiento. Una idea que no es capaz de hacerse idiosincrática tanto en ese “individuo complejo”, que es el profesor, como en la institución inteligencial, que es la Universidad, solo serviría para alimentar diletantes. La Universidad no puede consumir conocimientos franquiciales, porque sino estaría traicionando su papel de ser máquina compleja que ofrece inteligibilidades a las sociedades que sirve.
Y de esa función evaluadora, pasamos a la otra: la de hacer circular los saberes existentes.  Es allí donde entra a jugar su rol importantísimo la pedagogía, ejercida en sus dos ámbitos: desde el aula y desde la inteligencia colectiva de la Universidad. Ello implica una permanente mirada al abanico de saberes que van apareciendo en el espectro de todas las disciplinas. Es necesario asumir la perspectiva transdisciplinar, pero que ella no se convierta en un burladero para que desdeñemos el carácter particular de cada una de las disciplinas con la que trabaja la Universidad. Sin disciplina no hay transdisciplina. Si seguimos a Nicolás Basarescu,  esta es “aquello que está a la vez entre las disciplinas, atraviesa las diferentes disciplinas y va más allá de toda disciplina. Su finalidad es la comprensión del mundo presente, uno de cuyos imperativos es la unidad del conocimiento.” 
El maestro universitario no es el correo de los diversos pensamientos que recorren las escenas de las ciencias. Quedarse en ese papel de correo,  es anular la función intelectual de la Universidad. Por ello la docencia universitaria no solo compromete al académico a saber lo que enseña, sino también obliga a hacerlo un objeto enseñable, para que los alumnos puedan mirar ese saber. Pero ese saber no puede reducirse a la mirada, también debe ideosincratizarse primero en quien lo enseña y luego en quien  lo que aprende. 
Un maestro universitario no es un pedagogo formado para trabajar en las aulas universitarias; es un ser que deviene docente. En pregrado se formó para  abogado, arquitecto, ingeniero, contador, pedagogo… Su vocación esencial era la del profesionismo. Ahora está obligado a hacer inteligible a los otros el saber que sus maestros le dieron en la Universidad.  Se ubicará en el ápice de la pirámide escolar. Por ello debería  emigrar de su profesión para convertirse en el intelectual del que hemos venido hablando.  Debe entonces  practicar el escepticismo: diferenciar entre el conocimiento que necesita la sociedad y el que necesitan las diversas fuerzas ideológicas y económicas de  la sociedad.  Debe agregar un plus ético a su saber.
Pero la universidad no solo habla por sus profesores, también se manifiesta la institución como expresión de un colectivo de inteligencia.  Porque está destinada a tener voces que den cuenta de lo que Derridá llama “las pupilas de la Universidad”.  Es allí donde la institución trasciende el ámbito escolar y crea sus voces a través de sus medios divulgativos, de sus revistas, de sus libros colectivos, de sus coloquios y simposios…  De esa forma visibiliza su trabajo de forjar inteligencias.  La inteligencia de la Universidad no puede ser inédita. Existe para ser conocida, es un bien público que debe hacerse accesible a la sociedad que la promueve.
Nos guste o no el Estado, la Universidad es parte de él. Por ello es también una institución política, porque su escenario es el espacio público. Como parte del estado tiene sus normas, tiene sus deberes con lo público. El éxito o el fracaso del Estado pertenece a la Universidad, porque ella está hecha de la misma carnadura estatal. Pero el estado en el sentido foucaultiano detenta un poder que circula, que, aunque quisiera, no se impondría absolutamente.  Es aquí donde la intelectualidad cobra fuerza.  La universidad está llamada a ser la fuerza que tensione la dialéctica de ese poder.  Y ese rol lo cumple una Universidad si procura sus saberes al amparo de la crítica plausible y sensata de sus maestros intelectuales y su inteligencia colectiva.
 Nos resta adentrarnos a la tercera función del saber universitario: su producción.  Solo produciendo nuevos saberes la Universidad puede superar el cómodo papel de ser correo de los pensamientos. 
¿Qué debe producir la universidad?  Inteligibilidades.  No le toca a la Universidad resolver problemas en las sociedades.  Su trabajo consiste en arrojar comprensiones, para que ellas busquen las maneras más expeditas para solucionarlas, al amparo de los dispositivos que las instituciones públicas han creado.  De manera que la Universidad es una máquina de comprensiones, en el sentido que entiende Guatari las máquinas.  El engranaje, su aceitamiento deberían disponerse para arrojar los productos comprensivos  que requiera la sociedad.
Y aquí cobra vida la Universidad como estudiosa, cuyo peso esencial tendría que recaer sobre el maestro.  Es odiosa esa división social del trabajo universitario, que intenta diferenciar entre el maestro investigador y el maestro docente.  El primero estaría destinado a los laboratorios; su saber se dirigirá a agrandar el patrimonio del monasterio laico, en que se ha convertido la ciencia. El segundo, sería una rémora del antiguo pedagogo griego que conducía de la mano a los niños al gimnasio.  A él no se le exige saber, solo tiene que enseñar. ¿Cómo se puede enseñar lo que no sabe? Utilizando la pedagogía como coartada.
¿Por dónde deberían comenzar las políticas y estrategias adecuadas para formar maestros estudiosos en nuestra Universidad?  Diría que por formarlos muy tempranamente, de la misma manera que se forma a un músico a un bailarín, cuyos oídos y cuerpo deben acoplarse tempranamente a su imaginación.  

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fascinada con este artículo. Acoplar el cuerpo a la docencia.....por alli hay un horizonte. Saludos. MS