Foucault. Los últimos días
Eric Favereau
Diario Liberation, 19 junio 2004
http://next.liberation.fr/livres/2004/06/19/les-derniers-jours_483626
Traducción: Celso Medina
Daniel Defert y Michel Foucault |
Daniel Defert, compañero del filósofo, cuenta, en una
entrevista realizada hace 23 años, las condiciones de la muerte de
Michel Foucault. Mentiras y malentendidos sobre el SIDA lo llevaron a crear la
Asociación AIDES.
Daniel Defert, sociólogo, siempre se había negado a
hablar sobre la muerte de Michel Foucault. Durante más de veinte años, fue
compañero del filósofo. La entrevista se hizo en 1996 en su casa, un
apartamento del XV arrondissement de París. Ese día, aceptó hablar de él, para
el proyecto de un libro donde diferentes actores de la lucha contra el SIDA
abordarían un momento único. La muerte
de Michel Foucault fue uno de los acontecimientos “donde algo se balanceaba”. No
fue sino a partir de los malentendidos, de las mentiras, de las posiciones del
poder médico y político, y más
generalmente de la hipocresía alrededor de esa muerte en el Hospital
Pitié-Salpêtrière, cuando Daniel Defert decide hacer de su luto “una lucha”.
Creando, en diciembre de 1984, la asociación AIDES, que alteraría el paisaje,
no solo de la epidemia de VIH en Francia, sino también de la salud.
A los veinte años de la muerte de su compañero,
Daniel Defert acepta que el diario Liberation publique esta entrevista.
Junio 1984, Michel Foucault acababa de ser
hospitalizado.
Michel fue hospitalizado solo una vez. En sus días finales. Los
meses precedentes, había recibido un tratamiento ambulatorio. Al principio, era una tos. Michel había
padecido unos exámenes penosos, como la fibroscopia, que se hacía en esa época
con muchas menos precauciones anestésicas que hoy. Michel los soportaba, era muy
duro con él mismo. Saliendo de este examen,
partía a trabajar directamente a la Biblioteca Nacional. De esa manera
ocultaba las cosas para mí. En enero de
1984, su tratamiento de Bactrim había dado signos de eficacia. En la época, la
imagen del SIDA era la de una enfermedad brutal, muy letal. Pero pensaba que
ese no era el caso. Ya la hipótesis del SIDA, expandida en diciembre de 1983,
debía desaparecer ante la eficacia del referido tratamiento. Si él se estaba
curando, entonces eso quería decir que eso no era SIDA.
La vida se había reanudado para Michel. Era la
primavera. Michel confirma sus cursos en el College de Francia en febrero de
1984, termina dos libros, continúa haciendo pesas todas las mañanas. Una vida
normal, aunque extremadamente amarga, frágil. Y en junio, se produce la
recaída. Una hospitalización de tres semanas que concluría con su muerte.
¿Pero por qué esa hospitalización es tan decisiva en
el nacimiento de AIDES?
Eso no ocurrió
sino luego de que decodificara ciertas cosas. Esas semanas de Hospital me parecieron insoportables. No pensé inmediatamente en el SIDA.
¿Qué decían entonces los médicos?
Los médicos dijeron que no sabían lo que tenía. Ese
es su modo de actuar frecuente, Tolstoi lo ha descrito en La muerte de Iván
Ilitch. Los médicos, desde diciembre de 1983, habían aventurado sus hipótesis,
y en verdad tenían dudas legítimas para no precipitarse en el diagnóstico del
SIDA. Había una tentación. Era muy simple la ecuación homosexualidad=SIDA. Se
les prohibió pensar en eso demasiado pronto, o en eso exclusivamente. Pero a
partir de un viaje a Estados Unidos de
Jacques Leibowitch, en el Hospital Tarnier se hizo un informe en febrero y el
equipo de atención médica de Michel consideró que el plazo era corto, y sin
posibilidades terapéuticas. Habría que
decir también que el médico de Michel entendió que no era necesario que se
formalizase un diagnóstico; lo prioritario era dejar pasar el tiempo para que
Michel escribiera. Entendí muy tarde que la principal preocupación del equipo
era mantener un cierto silencio para que se concentrara en su trabajo. “En la
relación secreta de su propia muerte”, que había descrito algunos meses antes
en la necrología de su amigo Philippe Ariès.
La cuestión no consistía, ni para ti ni para los médicos, en si era o no SIDA...
Eso era una hipótesis que se manejó en diciembre. Se
le había planteado muy claramente a Michel, y eso no le parecía improbable. Por
ello Michel escribió en enero a un amigo, después del suceso del Bactrim,
diciéndole que creía tener SIDA, pero que no era eso. No olvidemos que a
comienzos de 1984 no se conocía esa enfermedad concretamente. Cierto, nuestros
amigos americanos no hablaban sino del SIDA, pero de una manera fantasmagórica.
Un amigo neoyorkino, ligado a la prensa médica gay, pasó navidad en la casa,
hablaba de eso todo el tiempo y no vio nada. Todo estaba centrado alrededor de
la imagen del Kaposi. Este tumor maligno de la piel que ofrecía manchas
terriblemente violentas. Pero Michel no tenía Kaposi. Cuando le pregunté al
médico, pocos días antes de su muerte, me respondió: “Pero si él tuviese SIDA,
lo hubiese examinado”. Esta respuesta me pareció de una lógica implacable.
Luego, eso lo percibí como una herida real, porque
era una mentira frontal. Además, esta mentira pesó sobre nuestra relación,
porque le dije con optimismo que no era eso. Para Michel, por el contrario, era
obvio. Y su preocupación absoluta era que esa enfermedad no me alcanzara a mí.
¿La hospitalización misma se produjo de modo decente?
Yo era muy sensible a la cuestión de las relaciones
de poder en el hospital. Lo experimenté de manera muy dura.
¿Por ejemplo?
El punto de partida. Un domingo, Michel tuvo un
síncope en la casa. No pude contactar a sus médicos tratantes. Su hermano,
cirujano, se ocupó, lo hospitalizó al lado de nuestro domicilio. El lunes, conseguimos los médicos
tratantes. De inmediato, el hospital del barrio no cesó de presionar para
desembarazarse de ese enfermo tan importante, y se decide que sea transferido a
Salpêtrière. Obviamente, sus médicos habían convenido que Michel no fuese
hospitalizado en un servicio demasiado marcado con el SIDA. Descartaron el
hospital Claude-Bernard y el servicio donde laboraba Willy Rozenbaum. Llegamos
a Salpêtrière el día de Pentecostés. Se
nos esperaba en la tarde, arribamos al mediodía. Como los perros en un juego de
bolos. Michel estaba extremadamente cansado, ya no se alimentaba, estaba exhausto.
Estábamos atrapados en el pasillo. Nos dicen: "La habitación no está
lista, no lo esperábamos sino en la noche". Hay que pedir una silla, luego
una bandeja de comida, no podía creer tanta desatención.
Se me dijo que ni siquiera estaba registrado. Me
dirigí a la recepción. A mi regreso, un nuevo supervisor me dio la bienvenida,
amable, disculpándose, diciendo que la habitación no estaba lista, pero que
todo estaría arreglado. Michel se instaló inmediatamente en una habitación
cómoda. Poco después, escuché a un médico interrogar a una enfermera: “¿Esta
habitación ha sido bien desinfectada?” Creí comprender que la respuesta era
negativa, que no hubo tiempo para desinfectarla. Dos días después, Michel tenía una infección
pulmonar, la hipótesis que circula en el servicio es la de que quizás ha podido
infectarse en el hospital. Fue transferido a cuidados intensivos.
Vemos claramente un modo de funcionamiento, un supervisor que no sabe decir si la
habitación está desinfectada y que solo habría que esperar, y luego otro que se había enterado,
en el intervalo, de que el paciente era Foucault. Es de suponer que el jefe del
departamento fue advertido y, al final, Michel se instala improvisadamente en la habitación, debido a la cortesía
jerárquica. Es todo el juego de relaciones de poder en un servicio hospitalario
y todo el juego de relaciones de verdad que empiezo a descubrir.
Luego la muerte. Y otras mentiras.
Después del deceso, se me pidió ir al Registro Civil
del Salpêtrière. La persona encargada estaba muy molesta. “Escuche, los periodistas nos acosan luego de
muchos días por el diagnóstico y quieren saber si era sida. Hay que hacer un
comunicado.” Era la 12.30. Pedí tiempo, temía que su madre se enterara primero por la
radio, y su hermana había salido temprano de Poitier. El empleado respondió: “A
las 17, a más tardar”. Vuelvo a las 17 con Denys Foucault, su hermano, y el
médico que lo trataba desde diciembre y que había sido el primero en haber
diagnosticado Kaposi en Francia, pero eso lo supe mucho más tarde. En la
oficina, había un papel en el que reconocía mi escritura. No me sentí
indiscreto al tomarlo. Era el boletín de admisión. Y veo: “Causa del deceso:
SIDA.” Fue así como lo supe. No sabía que las causas del deceso figuraban en
los papeles administrativos.
¿Su médico estaba allí, a su lado?
Sí, y le pregunté: “¿Pero qué quiere decir esto?” Me
responde: “Tenga la seguridad de que eso desaparecerá, no habrá rastros".
"Pero espere, ese no es el problema". Y allí, violentamente,
descubro la realidad del SIDA: camuflado
en lo impensable social. Descubro esta especie de miedo social que había
ocultado toda relación de verdad. Encuentro inaceptable que las personas, aún
jóvenes, al final de su vida, no puedan tener una relación de verdad ni con su
diagnóstico ni con quienes les rodean.
Eso se convirtió para mí en un reto mayor e
inmediato: el control de la vida. La
cuestión se le había planteado a Michel. ¿Dónde morir? Un médico había
propuesto la vuelta a la casa para que fuese libre su decisión. Era un momento
muy tenso, ¿era eso soportable? ¿Volvería a casa para terminar con su vida? Lo
discutimos ¿Y por qué hacerlo en casa, si había todo un equipo médico en el
hospital para ayudarlo?
¿Era evidente que Foucault iba a morir?
Para el médico, si. Para mí, no. Y por una razón muy
simple, no había nunca acompañado a un moribundo, no lo sabía. Pero tenía en mi
entorno inmediato al filósofo Robert Castel, que venía de perder su mujer;
durante largos meses, los dos había hecho de ese acompañamiento una historia
pasional que me había marcado profundamente. Françoise murió tres días antes de
la hospitalización de Michel. Robert Castel me apoyó mucho. Me explicó que
había hecho una especie de división del trabajo; su esposa era médica, le dejó
los asuntos médicos, se hizo cargo de la relación psicológica.
¿Cómo sobrellevó usted eso?
Michel comprendía perfectamente la medicina. Entonces,
la parte médica era suya. Yo, me ocupaba del resto de las relaciones. Eso no
era simple. El hospital estaba obsesionado con el miedo a la indiscreción
periodística, a las fotos y a los procesos. E invocó las razones médicas para
imponerse. Michel quería ver a Deleuze, a Canguilhem, a Mathieu Lindon, eso fue
imposible.
¿Se puede improvisar un acompañamiento de alguien que
va a morir?
Hay un saber-hacer que no tengo. No es lo mismo estar
al lado de un ser muy próximo que hacer
de su acompañante. Pero, como te lo he dicho, se me había prohibido plantearme
cuestiones médicas. Se ha podido creer que no quería ver, ni saber. Un día, un
médico ha querido hablarme, y le dije no, le respondí: “Voy con Michel.”
Contrariamente, en AIDES, me he afanado por comprender y responder a las
cuestiones médicas. Y yo no creo que eso haga una gran diferencia con los
comportamientos existentes. Es más, me prohibía pensar en la muerte, me he
dicho que pensando que iba a morir, pensaba sobre todo en mí. Creo que, para estar
lo más disponible, tenía que descartar la hipótesis de su muerte
inminente. Quizás haya hecho obra de
censura, pero fue toda una gestión en donde tuve que pedir prestado, adivinar,
probar. Improvisar. Y luego, se me había repetido que no tenía SIDA, y entonces
supuse que era algo manejable.
¿En el exterior, hubo un rumor que propagaba que
Foucault había sido hospitalizado porque tenía sida?
Casi no estuve en el exterior del hospital. Y sabía
que, hasta la hospitalización, Jean-Paul Escande (jefe de servicio de Tarbnier)
y el médico Odile Picard había asegurado una protección máxima. En todo caso,
hubo algo insoportable: el que una enfermedad sea objeto de tal voracidad
social y que al mismo tiempo sea desposeída de información. Dos días después
del entierro, entré en un café, me crucé con un periodista que conocía un poco.
Me miró absolutamente aterrado. Como un objeto de espanto. Comprendí su mirada.
Descubrí allí, brutalmente, que yo era, en París, la única persona de la que se
podía pensar que tenía SIDA. Foucault murió de SIDA, yo tenía entonces SIDA.
Descubrí el SIDA en el cara a cara con alguien. Y fue allí donde comprendí que
estaba obligado a hacerme un examen, porque de lo contrario no iba poder
soportar esta confrontación de forma permanente.
¿Cuándo surge la idea de un movimiento contra el
SIDA?
No lo sé exactamente. Después de la muerte de Michel,
me rondó la idea de hacer un movimiento. Y por muchas razones. Primero, razones
muy personales ligadas con nuestra historia común. Con Michel compartía un
pasado militante, habíamos creado, entre otras cosas, un movimiento en las
cárceles. Un movimiento alrededor del silencio, el silencio en la prisión,
alrededor de un tabú social y moral. Los primeros folletos en los comienzos del
GIP (Grupo de Información sobre las prisiones) trataban sobre el silencio y la
vocería de los detenidos. De alguna manera, era un movimiento para mí tanto
ético como político. Entonces, ¿cómo decirlo? Quería vivir este duelo por la
muerte de Michel continuando una historia común en torno a un reto ético de esa
vocería.
¿Hablaste pronto con tu entorno?
Fui a la isla de Elba con Hervé Guibert con este
proyecto. Hervé toleró esta idea de muy malas maneras. Se mostraba hostil,
irritado. Se portaba básicamente como un escritor. Cuando regresé a París, leí
una carta en el correo de Liberation, una carta de un joven que confesaba tener SIDA, que sabía su diagnóstico y que le
resultaba insoportable, lo que cuestionaba totalmente mi modelo en torno al
derecho a saber. El chico no había firmado su
carta. No sin dificultad, me
contacté con él a través de Liberación. Él no quería encontrarse conmigo;
luego, finalmente, en septiembre, nos vimos. Por primera vez conocía a alguien
que sabía que tenía SIDA. Aprendí de él lo insoportable que era vivir esa
experiencia. Y muchas de nuestras primeras conversaciones estaban en los
primeros folletos de AAIDES, incluso fueron escritas en conjunto.
¿Ya en esa época, en el otoño de 1984, sabías que
eras seronegativo?
No. Quería gestionar un solo drama a la vez. Pero
había discutido con los médicos amigos. Jacques Lebas y Odile Picard me habían
exhortado a hacerme un examen. Todavía no había ninguna indicación sobre esos
exámenes, eran todos experimentales y artesanales.
¿Cómo se desarrolló ese examen?
En esa época, había dos sesiones de exámenes por
semana en Salpêtrière, que reunían a todos los candidatos. Nos incomodaban
mucho. La enfermera que recogía mi muestra
preguntó en alta voz, en la sala: "¿Cuál es el código para el LAV
(el nombre para ese momento del virus)?" A pesar de eso, realmente no
entré en pánico. Un mes después, volví al hospital: sin resultado. Y el médico
me dijo que regresara en un mes. Volví. Aún no había resultados. Fue insoportable, creo que eso fue una puesta en escena. Nuevamente, la pregunta
del derecho a saber implícita. Me enervé. Inmediatamente llaman al laboratorio, desde donde responden
que yo era seronegativo.
¿En ese otoño de 1984, tenías contacto con otras
asociaciones, en el extranjero por ejemplo?
En agosto de 1984, pasé como lo hago cada año, en la Biblioteca Británica en Londres, donde
leí todo lo que descubrí para tener un conocimiento médico sobre el SIDA (AIDS
en inglés, que se impondría en AIDES, con la
que cambiamos la enfermedad en solidaridad). Descubrí la Terence Higgins
Trust, que fue la primera asociación inglesa creada en 1983. Una mezcla
divertida. Una docena de personas proporcionó una línea telefónica en un local
sórdido prestado por el Great London Council (época de Thatcher). Tenía la
impresión de que estábamos comprometiéndonos en las luchas que habíamos
conocido en los años 70, las luchas de las minorías en los márgenes. Fue en los
Estados Unidos donde descubrí, un año después, la superficie social de las
asociaciones, con oficinas como la Seguridad Social. Dicho esto, fue
emocionante lo que estaban haciendo, aprendí a comunicarme directamente con
ellos. Y poco a poco, así, empezó a existir un universo que comenzó a
estructurarse en conexión con GMHC (Gay Men's Health Crisis) de Nueva York. Un
modelo de respuesta. Este no era el modelo jurídico en el que había pensado
espontáneamente y para el cual había escrito una carta de manifiesto a una
docena de juristas y médicos militantes durante el verano de 1984.
Al principio, entre estos primeros activistas que se
convertirían en AIDES, ¿surgió la cuestión del estado serológico de cada uno?
Eso no surgió. La mayoría de la gente, creo, quizás
pensaba que no estaba afectada. En retrospectiva, es una de las cosas más increíbles:
la mayoría de las personas que estaba en las primeras reuniones ya se veía
afectada. Y no lo sabía. Esto es bastante trágico, porque creíamos entonces que
no habíamos llegado tarde y pensamos que estábamos tomando las cosas muy por
delante de los Estados Unidos. Pocas personas se sentían afectadas. Realmente
imaginamos que solo había 294 casos conocidos. Se descubrió mucho más tarde que
la epidemia en Francia probablemente se había establecido a fines de la década
de 1970. Las personas estaban infectadas, pero no lo sabían. Se comprometían
con AIDES sobre la base de la solidaridad, de una responsabilidad de la
militancia gay de años anteriores. O debido al escándalo que significaba esta
nueva discriminación social. Y por necesidad de aprender, porque no circulaba
información. Era evidente que debía hacer algo, pero estaba en ella esta
dimensión del duelo, de mi luto, que me pareció importante. Me encontré
desnudo, viví protegido durante veinte años. Un esposo, una esposa, todos saben
qué comportamiento adoptar. Hubo en la mejor de las vacilaciones, pero, como
regla general, no como una palabra. Un detalle: en la universidad, cuando un
colega pierde a su cónyuge, lo visitamos, le escribimos. Un montón de cosas me
indicaba que no era un luto como los demás. Y quería que fuera un duelo de
combate.
¿Es decir?
Cuando el médico me dijo que iba a borrar el
diagnóstico, no comprendí. Para mí, no había ningún escándalo en tener SIDA.
Michel habría podido decirlo, pero ese no era su estilo, y las circunstancias no
eran propicias para eso. A partir del momento en que el murió sin decirlo, sin
poder o saber decirlo, tuve la impresión de que no podía decirlo en su lugar,
que eso era contrario a la ética médica a la cual me adherí. Y no decir nada,
era entrar en el miedo al escándalo. Tenía que resolver un problema: no hablar
por él, pero hacer algo. Tenía la obligación de crear algo que no fuese una
palabra sobre su muerte, sino una lucha.
© Daniel DEFERT
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