viernes, 17 de agosto de 2018


Foucault. Los últimos días
 Eric Favereau
Diario Liberation, 19 junio 2004 
http://next.liberation.fr/livres/2004/06/19/les-derniers-jours_483626
Traducción: Celso Medina

Daniel Defert y Michel Foucault

Daniel Defert, compañero del filósofo, cuenta, en una entrevista  realizada hace 23 años, las condiciones de la muerte de Michel Foucault. Mentiras y malentendidos sobre el SIDA lo llevaron a crear la Asociación AIDES.

Daniel Defert, sociólogo, siempre se había negado a hablar sobre la muerte de Michel Foucault. Durante más de veinte años, fue compañero del filósofo. La entrevista se hizo en 1996 en su casa, un apartamento del XV arrondissement de París. Ese día, aceptó hablar de él, para el proyecto de un libro donde diferentes actores de la lucha contra el SIDA abordarían un momento único.  La muerte de Michel Foucault fue uno de los acontecimientos “donde algo se balanceaba”. No fue sino a partir de los malentendidos, de las mentiras, de las posiciones del poder médico y político,  y más generalmente de la hipocresía alrededor de esa muerte en el Hospital Pitié-Salpêtrière, cuando Daniel Defert decide hacer de su luto “una lucha”. Creando, en diciembre de 1984, la asociación AIDES, que alteraría el paisaje, no solo de la epidemia de VIH en Francia, sino también de la salud. 
A los veinte años de la muerte de su compañero, Daniel Defert acepta que el diario Liberation publique esta entrevista.



Junio 1984, Michel Foucault acababa de ser hospitalizado.

Michel fue hospitalizado solo una vez. En sus días finales. Los meses precedentes, había recibido un tratamiento ambulatorio.  Al principio, era una tos. Michel había padecido unos exámenes penosos, como la fibroscopia, que se hacía en esa época con muchas menos precauciones anestésicas que hoy. Michel los soportaba, era muy duro con él mismo. Saliendo de este examen,  partía a trabajar directamente a la Biblioteca Nacional. De esa manera ocultaba las cosas para mí.  En enero de 1984, su tratamiento de Bactrim había dado signos de eficacia. En la época, la imagen del SIDA era la de una enfermedad brutal, muy letal. Pero pensaba que ese no era el caso. Ya la hipótesis del SIDA, expandida en diciembre de 1983, debía desaparecer ante la eficacia del referido tratamiento. Si él se estaba curando, entonces eso quería decir que eso no era SIDA.

La vida se había reanudado para Michel. Era la primavera. Michel confirma sus cursos en el College de Francia en febrero de 1984, termina dos libros, continúa haciendo pesas todas las mañanas. Una vida normal, aunque extremadamente amarga, frágil. Y en junio, se produce la recaída. Una hospitalización de tres semanas que concluría con su muerte.

¿Pero por qué esa hospitalización es tan decisiva en el nacimiento de AIDES?
Eso no ocurrió  sino luego de que decodificara ciertas cosas. Esas semanas de Hospital me parecieron insoportables. No pensé inmediatamente en el SIDA.

¿Qué decían entonces los médicos?
Los médicos dijeron que no sabían lo que tenía. Ese es su modo de actuar frecuente, Tolstoi lo ha descrito en La muerte de Iván Ilitch. Los médicos, desde diciembre de 1983, habían aventurado sus hipótesis, y en verdad tenían dudas legítimas para no precipitarse en el diagnóstico del SIDA. Había una tentación. Era muy simple la ecuación homosexualidad=SIDA. Se les prohibió pensar en eso demasiado pronto, o en eso exclusivamente. Pero a partir  de un viaje a Estados Unidos de Jacques Leibowitch, en el Hospital Tarnier se hizo un informe en febrero y el equipo de atención médica de Michel consideró que el plazo era corto, y sin posibilidades terapéuticas.  Habría que decir también que el médico de Michel entendió que no era necesario que se formalizase un diagnóstico; lo prioritario era dejar pasar el tiempo para que Michel escribiera. Entendí muy tarde que la principal preocupación del equipo era mantener un cierto silencio para que se concentrara en su trabajo. “En la relación secreta de su propia muerte”, que había descrito algunos meses antes en la necrología de su amigo Philippe Ariès.

La cuestión no consistía, ni para ti ni para los médicos, en si era o no SIDA...
Eso era una hipótesis que se manejó en diciembre. Se le había planteado muy claramente a Michel, y eso no le parecía improbable. Por ello Michel escribió en enero a un amigo, después del suceso del Bactrim, diciéndole que creía tener SIDA, pero que no era eso. No olvidemos que a comienzos de 1984 no se conocía esa enfermedad concretamente. Cierto, nuestros amigos americanos no hablaban sino del SIDA, pero de una manera fantasmagórica. Un amigo neoyorkino, ligado a la prensa médica gay, pasó navidad en la casa, hablaba de eso todo el tiempo y no vio nada. Todo estaba centrado alrededor de la imagen del Kaposi. Este tumor maligno de la piel que ofrecía manchas terriblemente violentas. Pero Michel no tenía Kaposi. Cuando le pregunté al médico, pocos días antes de su muerte, me respondió: “Pero si él tuviese SIDA, lo hubiese examinado”. Esta respuesta me pareció de una lógica implacable.
Luego, eso lo percibí como una herida real, porque era una mentira frontal. Además, esta mentira pesó sobre nuestra relación, porque le dije con optimismo que no era eso. Para Michel, por el contrario, era obvio. Y su preocupación absoluta era que esa enfermedad no me alcanzara a mí.

¿La hospitalización misma se produjo de modo decente?
Yo era muy sensible a la cuestión de las relaciones de poder en el hospital. Lo experimenté de manera muy dura.

¿Por ejemplo?
El punto de partida. Un domingo, Michel tuvo un síncope en la casa. No pude contactar a sus médicos tratantes. Su hermano, cirujano, se ocupó, lo hospitalizó al lado de nuestro  domicilio. El lunes, conseguimos los médicos tratantes. De inmediato, el hospital del barrio no cesó de presionar para desembarazarse de ese enfermo tan importante, y se decide que sea transferido a Salpêtrière. Obviamente, sus médicos habían convenido que Michel no fuese hospitalizado en un servicio demasiado marcado con el SIDA. Descartaron el hospital Claude-Bernard y el servicio donde laboraba Willy Rozenbaum. Llegamos a Salpêtrière  el día de Pentecostés. Se nos esperaba en la tarde, arribamos al mediodía. Como los perros en un juego de bolos. Michel estaba extremadamente cansado, ya no se alimentaba, estaba exhausto. Estábamos atrapados en el pasillo. Nos dicen: "La habitación no está lista, no lo esperábamos sino en la noche". Hay que pedir una silla, luego una bandeja de comida, no podía creer tanta desatención.
Se me dijo que ni siquiera estaba registrado. Me dirigí a la recepción. A mi regreso, un nuevo supervisor me dio la bienvenida, amable, disculpándose, diciendo que la habitación no estaba lista, pero que todo estaría arreglado. Michel se instaló inmediatamente en una habitación cómoda. Poco después, escuché a un médico interrogar a una enfermera: “¿Esta habitación ha sido bien desinfectada?” Creí comprender que la respuesta era negativa, que no hubo tiempo para desinfectarla.  Dos días después, Michel tenía una infección pulmonar, la hipótesis que circula en el servicio es la de que quizás ha podido infectarse en el hospital. Fue transferido a cuidados intensivos.
Vemos claramente un modo de funcionamiento,  un supervisor que no sabe decir si la habitación está desinfectada y que solo habría que  esperar, y luego otro que se había enterado, en el intervalo, de que el paciente era Foucault. Es de suponer que el jefe del departamento fue advertido y, al final, Michel se instala improvisadamente  en la habitación, debido a la cortesía jerárquica. Es todo el juego de relaciones de poder en un servicio hospitalario y todo el juego de relaciones de verdad que empiezo a descubrir.

Luego la muerte. Y otras mentiras.
Después del deceso, se me pidió ir al Registro Civil del Salpêtrière. La persona encargada estaba muy molesta.  “Escuche, los periodistas nos acosan luego de muchos días por el diagnóstico y quieren saber si era sida. Hay que hacer un comunicado.” Era la 12.30. Pedí tiempo, temía que su madre se enterara primero por la radio, y su hermana había salido temprano de Poitier. El empleado respondió: “A las 17, a más tardar”. Vuelvo a las 17 con Denys Foucault, su hermano, y el médico que lo trataba desde diciembre y que había sido el primero en haber diagnosticado Kaposi en Francia, pero eso lo supe mucho más tarde. En la oficina, había un papel en el que reconocía mi escritura. No me sentí indiscreto al tomarlo. Era el boletín de admisión. Y veo: “Causa del deceso: SIDA.” Fue así como lo supe. No sabía que las causas del deceso figuraban en los papeles administrativos.

¿Su médico estaba allí, a su lado?
Sí, y le pregunté: “¿Pero qué quiere decir esto?” Me responde: “Tenga la seguridad de que eso desaparecerá, no habrá rastros". "Pero espere, ese no es el problema". Y allí, violentamente, descubro  la realidad del SIDA: camuflado en lo impensable social. Descubro esta especie de miedo social que había ocultado toda relación de verdad. Encuentro inaceptable que las personas, aún jóvenes, al final de su vida, no puedan tener una relación de verdad ni con su diagnóstico ni con quienes les rodean.
Eso se convirtió para mí en un reto mayor e inmediato: el control  de la vida. La cuestión se le había planteado a Michel. ¿Dónde morir? Un médico había propuesto la vuelta a la casa para que fuese libre su decisión. Era un momento muy tenso, ¿era eso soportable? ¿Volvería a casa para terminar con su vida? Lo discutimos ¿Y por qué hacerlo en casa, si había todo un equipo médico en el hospital para ayudarlo?

¿Era evidente que Foucault iba a morir?
Para el médico, si. Para mí, no. Y por una razón muy simple, no había nunca acompañado a un moribundo, no lo sabía. Pero tenía en mi entorno inmediato al filósofo Robert Castel, que venía de perder su mujer; durante largos meses, los dos había hecho de ese acompañamiento una historia pasional que me había marcado profundamente. Françoise murió tres días antes de la hospitalización de Michel. Robert Castel me apoyó mucho. Me explicó que había hecho una especie de división del trabajo; su esposa era médica, le dejó los asuntos médicos, se hizo cargo de la relación psicológica.

¿Cómo sobrellevó usted eso?
Michel comprendía perfectamente la medicina. Entonces, la parte médica era suya. Yo, me ocupaba del resto de las relaciones. Eso no era simple. El hospital estaba obsesionado con el miedo a la indiscreción periodística, a las fotos y a los procesos. E invocó las razones médicas para imponerse. Michel quería ver a Deleuze, a Canguilhem, a Mathieu Lindon, eso fue imposible.

¿Se puede improvisar un acompañamiento de alguien que va a morir?
Hay un saber-hacer que no tengo. No es lo mismo estar al lado de un ser muy próximo  que hacer de su acompañante. Pero, como te lo he dicho, se me había prohibido plantearme cuestiones médicas. Se ha podido creer que no quería ver, ni saber. Un día, un médico ha querido hablarme, y le dije no, le respondí: “Voy con Michel.” Contrariamente, en AIDES, me he afanado por comprender y responder a las cuestiones médicas. Y yo no creo que eso haga una gran diferencia con los comportamientos existentes. Es más, me prohibía pensar en la muerte, me he dicho que pensando que iba a morir, pensaba sobre todo en mí. Creo que, para estar lo más disponible, tenía que descartar la hipótesis de su muerte inminente.  Quizás haya hecho obra de censura, pero fue toda una gestión en donde tuve que pedir prestado, adivinar, probar. Improvisar. Y luego, se me había repetido que no tenía SIDA, y entonces supuse que era algo manejable.

¿En el exterior, hubo un rumor que propagaba que Foucault había sido hospitalizado porque tenía sida?
Casi no estuve en el exterior del hospital. Y sabía que, hasta la hospitalización, Jean-Paul Escande (jefe de servicio de Tarbnier) y el médico Odile Picard había asegurado una protección máxima. En todo caso, hubo algo insoportable: el que una enfermedad sea objeto de tal voracidad social y que al mismo tiempo sea desposeída de información. Dos días después del entierro, entré en un café, me crucé con un periodista que conocía un poco. Me miró absolutamente aterrado. Como un objeto de espanto. Comprendí su mirada. Descubrí allí, brutalmente, que yo era, en París, la única persona de la que se podía pensar que tenía SIDA. Foucault murió de SIDA, yo tenía entonces SIDA. Descubrí el SIDA en el cara a cara con alguien. Y fue allí donde comprendí que estaba obligado a hacerme un examen, porque de lo contrario no iba poder soportar esta confrontación de forma permanente.

¿Cuándo surge la idea de un movimiento contra el SIDA?
No lo sé exactamente. Después de la muerte de Michel, me rondó la idea de hacer un movimiento. Y por muchas razones. Primero, razones muy personales ligadas con nuestra historia común. Con Michel compartía un pasado militante, habíamos creado, entre otras cosas, un movimiento en las cárceles. Un movimiento alrededor del silencio, el silencio en la prisión, alrededor de un tabú social y moral. Los primeros folletos en los comienzos del GIP (Grupo de Información sobre las prisiones) trataban sobre el silencio y la vocería de los detenidos. De alguna manera, era un movimiento para mí tanto ético como político. Entonces, ¿cómo decirlo? Quería vivir este duelo por la muerte de Michel continuando una historia común en torno a un reto ético de esa vocería.

¿Hablaste pronto con tu entorno?
Fui a la isla de Elba con Hervé Guibert con este proyecto. Hervé toleró esta idea de muy malas maneras. Se mostraba hostil, irritado. Se portaba básicamente como un escritor. Cuando regresé a París, leí una carta en el correo de Liberation, una carta de un joven que confesaba  tener SIDA, que sabía su diagnóstico y que le resultaba insoportable, lo que cuestionaba totalmente mi modelo en torno al derecho a saber. El chico no había firmado su  carta.  No sin dificultad, me contacté con él a través de Liberación. Él no quería encontrarse conmigo; luego, finalmente, en septiembre, nos vimos. Por primera vez conocía a alguien que sabía que tenía SIDA. Aprendí de él lo insoportable que era vivir esa experiencia. Y muchas de nuestras primeras conversaciones estaban en los primeros folletos de AAIDES, incluso fueron escritas en conjunto.

¿Ya en esa época, en el otoño de 1984, sabías que eras seronegativo?
No. Quería gestionar un solo drama a la vez. Pero había discutido con los médicos amigos. Jacques Lebas y Odile Picard me habían exhortado a hacerme un examen. Todavía no había ninguna indicación sobre esos exámenes, eran todos experimentales y artesanales.

¿Cómo se desarrolló ese examen?
En esa época, había dos sesiones de exámenes por semana en Salpêtrière, que reunían a todos los candidatos. Nos incomodaban mucho. La enfermera que recogía mi muestra  preguntó en alta voz, en la sala: "¿Cuál es el código para el LAV (el nombre para ese momento del virus)?" A pesar de eso, realmente no entré en pánico. Un mes después, volví al hospital: sin resultado. Y el médico me dijo que regresara en un mes. Volví. Aún no había resultados.  Fue insoportable, creo que eso fue  una puesta en escena. Nuevamente, la pregunta del derecho a saber implícita. Me enervé. Inmediatamente  llaman al laboratorio, desde donde responden que yo era seronegativo.

¿En ese otoño de 1984, tenías contacto con otras asociaciones, en el extranjero por ejemplo?
En agosto de 1984, pasé como lo hago cada año,  en la Biblioteca Británica en Londres, donde leí todo lo que descubrí para tener un conocimiento médico sobre el SIDA (AIDS en inglés, que se impondría en AIDES, con la  que cambiamos la enfermedad en solidaridad). Descubrí la Terence Higgins Trust, que fue la primera asociación inglesa creada en 1983. Una mezcla divertida. Una docena de personas proporcionó una línea telefónica en un local sórdido prestado por el Great London Council (época de Thatcher). Tenía la impresión de que estábamos comprometiéndonos en las luchas que habíamos conocido en los años 70, las luchas de las minorías en los márgenes. Fue en los Estados Unidos donde descubrí, un año después, la superficie social de las asociaciones, con oficinas como la Seguridad Social. Dicho esto, fue emocionante lo que estaban haciendo, aprendí a comunicarme directamente con ellos. Y poco a poco, así, empezó a existir un universo que comenzó a estructurarse en conexión con GMHC (Gay Men's Health Crisis) de Nueva York. Un modelo de respuesta. Este no era el modelo jurídico en el que había pensado espontáneamente y para el cual había escrito una carta de manifiesto a una docena de juristas y médicos militantes durante el verano de 1984.

Al principio, entre estos primeros activistas que se convertirían en AIDES, ¿surgió la cuestión del estado serológico de cada uno?
Eso no surgió. La mayoría de la gente, creo, quizás pensaba que no estaba afectada. En retrospectiva, es una de las cosas más increíbles: la mayoría de las personas que estaba en las primeras reuniones ya se veía afectada. Y no lo sabía. Esto es bastante trágico, porque creíamos entonces que no habíamos llegado tarde y pensamos que estábamos tomando las cosas muy por delante de los Estados Unidos. Pocas personas se sentían afectadas. Realmente imaginamos que solo había 294 casos conocidos. Se descubrió mucho más tarde que la epidemia en Francia probablemente se había establecido a fines de la década de 1970. Las personas estaban infectadas, pero no lo sabían. Se comprometían con AIDES sobre la base de la solidaridad, de una responsabilidad de la militancia gay de años anteriores. O debido al escándalo que significaba esta nueva discriminación social. Y por necesidad de aprender, porque no circulaba información. Era evidente que debía hacer algo, pero estaba en ella esta dimensión del duelo, de mi luto, que me pareció importante. Me encontré desnudo, viví protegido durante veinte años. Un esposo, una esposa, todos saben qué comportamiento adoptar. Hubo en la mejor de las vacilaciones, pero, como regla general, no como una palabra. Un detalle: en la universidad, cuando un colega pierde a su cónyuge, lo visitamos, le escribimos. Un montón de cosas me indicaba que no era un luto como los demás. Y quería que fuera un duelo de combate.

¿Es decir?
Cuando el médico me dijo que iba a borrar el diagnóstico, no comprendí. Para mí, no había ningún escándalo en tener SIDA. Michel habría podido decirlo, pero ese no era su estilo, y las circunstancias no eran propicias para eso. A partir del momento en que el murió sin decirlo, sin poder o saber decirlo, tuve la impresión de que no podía decirlo en su lugar, que eso era contrario a la ética médica a la cual me adherí. Y no decir nada, era entrar en el miedo al escándalo. Tenía que resolver un problema: no hablar por él, pero hacer algo. Tenía la obligación de crear algo que no fuese una palabra sobre su muerte, sino una lucha.

© Daniel DEFERT




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