viernes, 26 de julio de 2019

El sebucán y el maestro
Celso Medina

Ilustración: Celso Medina


La educación es un regalo envenenado que se nos ofrece como mecanismo expedito para conquistar nuestro espacio de humanidad. No es un fenómeno natural.  No es algo que escogemos, sino que se nos inocula desde las diversas instancias institucionales que la sociedad ha creado: la familia, la escuela, el estado, los massmedias, las religiones, etc.   Gracias a ella se produce el reparto de las creaciones culturales, y el hombre puede disponer del conjunto de saberes y bienes que la humanidad ha ido acumulando. No es propiamente un regalo, sino un señuelo para envolvernos en ese tejido complejo que llamamos sociedad. No es per se una donación necesariamente saludable, aunque la misma sociedad que la otorga puede perfectamente crear dispositivos efectivos para que ese veneno sea anulado o si no, al menos, disminuir su carga letal
.
Y para discutir sobre la posibilidad de disminuir esa letalidad de la educación, me permito recurrir a un  símil con un alimento capital en nuestra comida: el casabe, el cual tiene ya más tres mil años de existencia, inventado por los indígenas que poblaron durante mucho tiempo las tierras caribeñas, de la que Venezuela forma parte. Una leyenda de nuestros indígenas, cuenta la historia del indígena "manioc”, hijo de un cacique que fue enterrado con honores y luego cuando meses después se pretendió hacerle la ceremonia de desentierro, en lugar de su cuerpo se encontró una raíz, a la que luego se le llamaría mandioca, la misma que hoy conocemos como yuca. Va implícita en esa leyenda alguna genealogía de cómo se creó el casabe: alguien tuvo que morir al probar “un glucósido llamado linamarina que por efecto de una enzima, la linaza, origina acido cianhídrico, que es venenoso”,  para dar lugar a ese alimento tan importante para nuestra civilización, que en nuestros aborígenes tenía la virtud de que podía ser almacenado por más tiempo que las otras comidas. Nuestros antepasados tuvieron que crear el sebucán para eliminar el curare y ofrecer ese pan sin ácimo, tan valioso de nuestra alimentación de hoy.
Si quisiéramos una educación sin veneno, la sociedad tendría que emular ese método de la elaboración del casabe, hacer esfuerzo para retirar el curare y procurar que nuestros ciudadanos emerjan a la sociedad sanos, sobre todo espiritualmente. Así como el sebucán prensa bien la yuca amarga para que la harina del casabe surja despojada de impurezas, así instituciones como la familia, la escuela y el estado (sobre todo ellas) tienen que hacer los esfuerzos para que su impronta absolutista de institucionalidad no punce como un martillo sobre la forma del hombre que pretende educar.
Pero, se preguntarán ustedes ¿cuáles son esos venenos que inoculan esas instituciones? Son varios y la mayoría de ellos son venenos involuntarios, producto de lo que yo llamaría los egoísmos comunales; es decir, esas pulsiones que las comunidades tienen de sobrevivir sacrificando los valores esenciales del ser humano: la libertad y el derecho a hacerse un mundo más allá de su placenta, de su religión, de su ideología, etc. El ser humano vive en sociedad, en su comunidad sobrevive. Nacimos arrojados al mundo; no para permanecer en el nido que nos engendró.  
El mal peor de la cultura occidental, es el del impulso dramático. La vida se nos ha trazado como un relato de conflicto; con una dialéctica que siempre quiere resolverse en soluciones absolutas. La historia no es la suma de los logros de la humanidad, sino de sus ruinas, que se construyen sobre nuevos edificios destinados también a ser mañana también ruinas.
En las hegemonías de las fuerzas que participan en el drama de la educación, se da una lucha encarnizada entre la familia (comunidad estelar de la sociedad) y la escuela. Por supuesto que la familia tiene todo el derecho a educar; y de hecho, lo hace, en nombre del arbitrio valoracional de su grupo gregario. Claro que tiene el derecho y el deber de cumplir su rol de protector del hijo que ha
 engendrado. Pero la familia es un núcleo, no un centro. Para vivir en sociedad, debe participar en un tejido más complejo. Por ello no puede la familia pretender que su currículum idiosincrático marque el rumbo de la escuela. De manera que es muy peligroso pensar la escuela como la extensión de la familia.
La escuela debe preparar al niño para que se vaya de su casa, para que se distancie de lo que podría ser un veneno en su camino hacia su consolidación como ciudadano libre y autónomo. La escuela debe despojarlo de los egoísmos familiares. En la escuela habrá gente distinta: habrán compañeros provenientes de otras familias, con sus peculiares currícula, también acostumbrados a sus egoísmos. Habrá un aula, distinta a su cuarto o a su sala; habrá pasillos, habrá patio de recreos. Habrá un espacio destinado a aprender, no solo a “pasarlo bien”. Habrá quien asigne responsabilidades. Habrá rostros distintos al de las madres y de los hermanos. Estará el maestro o maestra, que hablará de manera distinta a los padres o a los abuelos. En síntesis, el niño experimentará la experiencia con el otro y con lo otro. El niño regresará a su casa, con otra mirada. Tendrá herramientas para volver a ver su hogar. Podría aprender a apreciarlo: habrá cosas que les guste; habrá otras que no. Y ahora podría también el ser una persona que contribuya a la educación de su familia. Porque regresará con avíos distintos de los que salió.
Pero el niño también educa en la escuela. Lleva al aula, al pasillo, al patio de recreo la experiencia de origen. Y como otros también traen sus avíos, surgirá la idea de que el mundo es más amplio que la casa, pero que sin niño no hay escuela; y los niños tienen sus sellos biográficos que entran en la red experiencial escolar.
Lo primero que tendría que hacer la escuela es dejarse de llamar comunidad; esa denominación no le calza, porque su papel es hacerle el espacio al niño para se haga su sitio en la sociedad. Una comunidad es por naturaleza centralista , se protege a sí misma ante las otras comunidades; se impone y tiene una tendencia hacia el dogmatismo gregario. Por ello la escuela es necesariamente societaria: recoge las diferencias, procura tejerla como existencia que se relacionan, no que se suman. Dejar que se introduzcan los intereses curriculares de las familias, de las religiones, de los vecinos, etc. es desdibujar la esencia de la productividad escolar: hacer que emerja la ciudadanía responsable, con plenitud, libre y autónoma. Así la escuela evitaría el veneno de la intolerancia y de la sumisión.
¿Y el maestro? ¿Qué papel jugaría en esa desintoxicación?  El docente estaría llamado a ser el principal manejador de ese sebucán: trabajar no solo con tesón. El esfuerzo es solo un instrumento; lo realmente valioso es convertir ese esfuerzo en poderosa acción que convierta la educación en una verdadera ruta hacia tres aspecto claves: hacia la comprensión de la realidad, hacia el goce de los placeres y hacia el cumplimiento de los deberes. Es decir la tríada de la ciencia, la estética y la ética.
Pero para que el maestro cumpla ese papel será necesario que profesionalice su oficio y deje de ser un proletario, tomando este término en la exacta medida cómo la entendió Marx, para quien un proletario es un ser explotado por un patrón, que no es dueño de los medios de producción, sin conciencia, que solo ocupa un rol de mero engranaje en la cadena productiva. En síntesis, un alienado. Tendría que romper, entonces, con lo que Pierre Perrenoud denomina una escolaridad en  la que el maestro es parte de “sistema de entregas”. Dice el pedagogo suizo que allí:
Las decisiones sobre las que actuar para enseñar y ser tomada en cuanto al nivel de gerencia, más allá de la clase y de la escuela, entraña un programa escolar impuesto. El trabajador de la enseñanza se diseña para que esta entrega sea lo más eficaz o efectiva posible.

Se quiere tejer su sebucán, el maestro debe tomar conciencia de su profesionalidad. Despejar esa vieja rémora del pedagogo como simple esclavo de la familia (tal como se lo concibió en el mundo de los griegos), de los empresarios  o del poder. El producto del maestro es la formación de la subjetividad del niño; una subjetidad que tiene que procurar que emerja con ciencia, ética y estética. Y lo primero que tiene que tener en cuenta es que ese trabajo es sumamente complejo, por lo tanto tendría que adquirir una profesionalidad, que trasciende a cualquiera de las disciplinas de las ciencias sociales o naturales. Su profesión tiene obligatoriamente que ser transdisciplinar; es decir, aplicar la ciencia en la experiencia de sus alumnos no como quien aplica fórmulas, sino como quien considera al niño sometido a un haz complejo de intereses. Y para ello debe rescatar el oficio de pedagogo. Tal vez sirva como guía un autor que pudiera molestar a la pedagogía crítica: Émil Durkheim, para quien la Pedagogía es “una teoría práctica”. Con esta noción paradójica quizás puede dosificarse el excesivo teoricismo o el excesivo practicismo; porque, en el fondo, se trata de una acción de reflexión que hace que la realidad sea permanentemente repensada.
No diría, como el maestro Prieto, que el maestro tenga que convertirse en un líder, sino en un intelectual,  para dejar de ser el simple recadero de los creadores de currículum o de los teóricos de la educación. Un intelectual es un ser que trabaja poniendo en escena el conocimiento; hace inteligible la realidad que mira y la verdad que se construye. Y si aspirara a liderizar algo el maestro, tendría que ser a su aula y a sus alumnos, para que estos les tengan afecto, admiración y respeto.
Y debería también el maestro desplazarse de la política hacia la micropolítica de la escolaridad. La gran política y la gran teoría se han olvidado del aula en concreto. Ahora la escuela no cuenta con buena imagen. Muchos teóricos solo estudian su veneno; pocas veces entran al otro terreno, al terreno de la desintoxicación, que se podría lograr de verdad haciendo verdadera deconstrucción del trabajo en el aula, en la institucionalidad de la escuela. El maestro no tendría que conformarse con la pulsión opresiva, clasificadora, funcionalizadora de la escolaridad. La pedagogía critica, Freire, Bourdieu, Ilich, Foucault, Baudelot y todos los analistas de los sistemas escolares del Occidente han dado en la clave al evidenciar  todos los venenos que van adosados a la educación escolarizada. Pero quedarse en esos diagnósticos, sin pesar en el sebucán que purifique de esos venenos a la escuela es incorrecto.
Aterrizar en la micropolitica escolar implicaría un contacto con la realidad educativa, que podría contribuir a fortalecer esa “teoría práctica” de la que habló Durkheim. Y desde ese espacio los maestros estarían obligados a repensarse profesionalmente. Revisarse como gremio para que no sigan encasillándolos en acciones reivindicativas que soslayan su oficio de intelectual. A los maestros  tienen que devolverle su papel de constructor del currículum que interpreta, y a él no solo debe dársele un salario digno, sino unas condiciones de trabajo también dignas, que  permitan la autonomía y una visión profesional en la labor de acompañar a los niños en la formación de su subjetividad. Es urgente abandonar el papel de proletario para andar por los caminos de la profesionalización. Y para eso me parece necesario lo siguiente:
1.      Que el maestro tenga un margen responsable en la administración del currículum escolar.
2.      Que el maestro deje de ser una simple pieza en la institucionalidad escolar y labore en un ambiente de franca democracia.
3.     Que el gremio magisterial exija una implicación directa en los diseños curriculares, procurando implicar a sus agremiados para que los programas educativos sean productos de una amplia y debatida política educativa.
4.      Que el maestro se dedique a plenitud a su aula y a sus alumnos.
5.   Que el maestro hable por cuenta propia en el aula, en la escuela y en todos los ámbitos donde educa, y que además oiga a sus alumnos y los deje hablar.

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