viernes, 3 de agosto de 2018


Testimonio de su hermano, Rafael Salmerón Acosta:

En torno a la muerte 

de Cruz Salmerón Acosta




Rafael Antonio Salmerón Acosta conversa conmigo . Nos acompañan jóvenes que integran el Centro Cultural "Salmerón Acosta"

A mediados del mes de julio se iba sintiendo mal y vino por aquí un médico a verlo; lo trajo López Orihuela de Cumaná. La gente acudía constantemente a verlo; se quejaban de la sequedad que lace­raba a la Península. Querían irse. Entonces él dijo: “No se vayan; cuando yo muera les voy a mandar mucha agua”. Pasaron días y par­ticipamos a la familia de su gravedad. Vino mucha gente y vino tam­bién Alberto Salaya, un gran amigo que le ayudó a bien morir. Ya para el 28, por ahí, estaba mal; muy mal. Pero con una conversación correcta. El día antes de morir, en la mañana, mamá se angustiaba y todos allá; y entonces él, en una de esas, le dijo a mamá: “¿Qué va­mos hacer? ¿Hasta cuándo esta agonía?


“Confórmense”. Pasaron así algunas horas y en la noche comenzó la gravedad. Por ahí como a las nueve de la noche ya casi ni se enten­día lo que hablaba. Se fue muriendo lentamente y tranquilo. Se ha­cen los arreglos para el entierro; se participa a Cumaná; la prensa da la noticia. Empiezan a llegar a Cumaná invitados. Llega la Banda del Estado. Viene el cura que estaba en La Angoleta, en unas fiestas. Pe­ro como a las diez y media de la mañana empieza la lluvia; era el 30 de julio. El murió el 29, como a las nueve y media de la mañana. Apareció el doctor Rafael Antonio Machado, su gran amigo, con mu­chas personas. Esa era la única lancha motor que había por aquí. El agua arreciaba y no pudieron venir. Entre esos que vinieron recuerdo yo a no te aseguro si el que fue rector de la Universidad Central, un - señor de apellido Nery (el papá era muy amigo de él). Se presenta, pues,  que hay que enterrarlo. Ya eran como las ocho de la noche. Re­solvemos enterrarlo. Partimos bajo la lluvia. Y desde que salimos de aquí en ese torrencial aguacero; eran torrenteras de aguas. Y esa ur­na como barco fantasma. La gente cargándolo uno con otros porque el arroyo venido de los cerros, querían arrebatárnoslo de las manos. Y la banda del Estado tocando una marcha fúnebre que hacía más triste el momento. Hasta que llegamos al cementerio. La fosa tenía que achicarse; estaba rebosada de agua. Hubo que depositarlo ahí; encima tenía un encerado. Hasta que la lluvia aplacara. Y por más que achicábamos, la tumba no se vaciaba. Hasta que por fin, cuando aplacó un poco el agua, lo enterramos. Y con la última palada de tie­rra, terminó la lluvia.
Ya la angustia no le cabía en el cuerpo; y devino en muerte. Sus azules, salido del panorama diseñado desde su morada, en El Guarataro, se acunaron en su urna y marcharon grávidos. El paisaje con­tradictorio de Manicuare ya no tendría cantor. Sequedad-frescura- Azul-Cardones- tierra seca-agua que no refresca: contemplaban el postrer suspiro de un bardo acicateado por un mal que lentamente, pero abriendo surcos seguros, cerró el hálito del poeta.
Rafael Antonio Salmerón Acosta, último vestigio de esa her­mandad vital, rememora ahora la muerte de su hermano. Allá, fren­te al mar de Manicuare, teniendo como égida la esfinge de su herma­no en un busto que mira hacia el azul, Rafael Antonio se retrotrae a la memoria. Cuenta y exalta con fulgor la imagen de su hermano. “Jamás he conocido un hombre de su cualidad”, — dice. La vitalidad que laureó su memoria, la sintió en la forma como vivió el poeta. Pe­se a su enfermedad, fue un ser pletórico de alegría. Y era el líder de su pueblo. Su morada parecía un oráculo.
En varias oportunidades Rafael Antonio copió poemas del poeta, cuando éste no pudo utilizar sus manos. Las arrugas de Rafael Anto­nio esconden facciones emparentadas con su hermano. Sus ojos ya - no se sabe si son azules o verde; pero ellos si guardan el recuerdo de la odisea de angustia del poeta.
Se quedó toda su vida en el Guarataro. Su misión: contarles a todos lo que fue el poeta. Ya tiene 78 años. No se siente arrepentido de haber dedicado tantos años a rememorar la vida de Cruz María. Suponemos que diariamente desanda la memoria para posarse en pa­sajes de la vida de su hermano.
La casa del poeta guarda la cama, en donde dio su postrer aliento. Vemos el baño. Y nos asomamos a la ventana, desde donde tantas veces el poeta diseñó su azul. En los alrededores de la casa nacieron flores. En tierra inhóspita crecieron tulipanes coloridos. “Nacieron - con el tesón más que con el abono”.
Ya sentado en su chinchorro, de frente al mar, cuenta rasgos de la vida de su infausto hermano. Y tras un silencio (al parecer para hilvanar ideas o para irse al recuerdo), cuenta que su hermano murió contento, ya que tuvo grandes amigos y siempre recibía visitas de personas que le mostraron cariño. Su madre fue su preocupación más importante. Pero a ella ni a su padre, les hizo un poema. Sentía que no le venía totalmente; era tanto el afecto por ellos que todo se volvía vano, ante la inmensidad de cosas que bullían en su humani­dad. Y a ella le confesó que su muerte era un cierre del telón de su  dramática vida. Y su pregunta: "¿Hasta cuándo?”, era la dilucida­ción de que ahí termina el dolor.
Una agonía que comenzó en 1918, cuando la “gripe española”, lo refugió definitivamente en su morada. Agonía que se extinguía ese 29 de julio de 1929, fecha en la cual se fue tras la áurea de su - "Azul".
La Profecía de la lluvia en un momento en que la sequedad ha­cía estrago en Manicuare, salvó la emigración de sus pobladores que ya no soportaban tan larga sequía. Lluvia que vino a cántaros y llenó quebradas, elementos del paisaje que impedían el entierro del cadá­ver. Y la última palada dio el punto final a la tempestad. Con ella también se fue un espíritu ganado para el sufrimiento y en cuya in­tegridad reverdeció la lucidez .
Cumaná, Junio de 1978



1 comentario:

Unknown dijo...
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