El milagro escondido de Salmerón Acosta
Celso Medina
***
Por
invitación de los amigos del Centro Cultural “Cruz Salmerón Acosta” volví el
pasado fin de semana a Manicuare. Desde Cumaná pude abordar un “tapaíto” y
haciendo un recorrido horizontal por el Golfo de Cariaco, el barco sorteó el
mar picado para que pudiéramos desembarcar en un pueblo que ha cambiado muy
poco desde 1929, año en que muriera el infausto poeta, especie de santo y héroe
civil de este pueblo de pescadores.
Se
conmemoraba el 89 aniversario de la muerte del poeta. Y los actos corrían por
cuenta del referido Centro Cultural, con una programación muy austera. Me
acompañó el titiritero y pintor Rafael Márquez Coronado, a quien todos en
Cumaná llamamos RAMACO. La noche del 28 este artista hizo delirar a los niños,
sacando un variado repertorio de muñecos, que deleitaban a los infantes
manicuarenses. Ramaco tuvo que concluir intempestivamente porque estos niños se
aglomeraron frente a su baúl, y temía por la salud de sus titeres, que ha
sabido construir con mucho tesón y fervor.
El
domingo 29 nos tocó ofrecer una conferencia sobre la poesía de Cruz Salmerón
Acosta. Pero previamente se celebró la misa dominical, que estuvo a cargo del
padre Douglas Manzo. Confieso que tenía tiempo que no me entusiasmaba tanto una
homilía. Sin abandonar su constelación bíblica, este cura nos ofreció una
lección que se conecta inteligentemente con el mundo que vivimos (o padecemos)
hoy. Tocaba leer pasajes del Nuevo Testamento referidos a la multiplicación de
los panes. Y el sacerdote hiló su argumento a partir de un concepto muy
pedagógico: el Milagro Escondido. Este consiste esencialmente en ver los
milagros cristianos más allá de su banal literalidad. Por ello, no se trata de
rebatir el milagro cristiano con simples muestras de escepticismo racionalista,
que solo ve en la multiplicación de los panes una simple operación aritmética.
Y el padre Manzo aludió a un pasaje del Viejo Testamento en el que también está
presente el tema de la multiplicación de los panes, relacionado con el profeta
Eliseo. En ambos, se observa un milagro que esconde el verdadero milagro. Los
panes que reparte Cristo pertenecían a un niño pobre, que los ofreció a su
maestro para saciar el hambre de los presentes. Eliseo de igual manera renuncia
a sus panes, que le pertenecían por ley, para repartirlo con su gente. Ambos (Cristo
y Eliseo) claro que estaban conscientes de que la cantidad de panes que tenían
era insuficiente para calmar la necesidad de sus comunidades. Pero estaban
convencidos de que el milagro había ocurrido mucho antes de la
multiplicación de los panes, el verdadero milagro era la derrota del egoísmo,
el triunfo de la bondad y del verbo repartir. “Es muy fácil repartir desde la
abundancia”, dijo el sacerdote. Esto me llevó a pensar en algo que he estado
reflexionando en estos días; se trata de la filantropía, un oficio que se
práctica desde esa “abundancia” y que no es reparto sino dádiva que humilla,
pues la mano que da siempre se publicita. El filántropo no comparte, reparte
migajas, se preocupa por hacer saber que está cómodo en su mundo de
desigualdades. No oí en boca del sacerdote la palabra “caridad”. Para mí
particularmente, la caridad existe porque persiste y se profundiza la
desigualdad. Porque hay un telos expreso que hace cada día más utópica la
bondad cristiana. La caridad no es la bondad que ideó Cristo; es la más amarga
de su desfiguración: humilla al hombre recalcando en el necesitado su condición
de hambriento. Pone énfasis en que se sepa que la mano que le ayuda tiene que
existir para que el “beneficiado” siga llevando una vida que no es vida, sino
sobrevivencia.
***
A
mí me gustó el concepto del padre Manzo del “Milagro Oculto”. Y eso ayudó a
orientar la exposición de mi conferencia. Me tocaba hablar de Cruz Salmerón
Acosta, en un pueblo que lo tiene por santo y por héroe. ¿Qué podía contarles a
estos habitantes fieles a la memoria de su poeta? Poco, quizás nada.
Qué
dicha la de este pueblo tener como patrimonio existencial a un poeta. Y un
poeta es un ser sensibílisimo, comprometido con su poética (que es como un
especie de filosofía desde la poesía). Su obra se vale de palabras, pero no es
solo palabra, sino eco de auténticos sentires. Un poeta no engaña con la
palabra, no dice consignas que luego se diluirán. Habla desde un sentir
profundo. Nuestro Cruz Salmerón Acosta merece que se le abra a otras miradas;
más allá del anecdotario que lo rodea, o de la estéril polémica de si nació en
1881 o en 1882. Desde esas trivialidades nos estamos perdiendo su obra. Un
poeta escribe poemas. Pues hablemos de ellos.
***
Diríamos
que CSA fue un poeta formado. Quizás primero en Cumaná. Salmerón comparte con
su generación poética lo que Gustavo Luis Carrera llama la “impronta cumanesa”,
fraguada en la escuela del maestro Silverio González, de donde egresó una
importante generación de escritores. Pero esa formación pudo también
alimentarse del contacto con los escritores que vivían en la Caracas de
comienzos del siglo XX, sobre todo los cercanos a los poetas de la generación
de 1918, que se hermanó fructíferamente con los pintores del Círculo de Bellas
Artes, para generar una visión más vívida del paisaje venezolano. Por ello no
puede sorprendernos la arquitectura de unos poemas que respetan la tradición
métrica y estrófica, cultivados con un gran manejo de su forma, en la que
encarna, tal vez dramáticamente, el idiolecto del poeta.
Salmerón
es un mito popular, pero su poesía es la de un creador con alta conciencia de
la construcción poética. Es un maestro de un género difícil, como lo es el
soneto, para cuya realización se requiere un extraordinario olfato de lo que
suena y significa y de lo que significa y suena. Rimar y medir sin caer en los
facilismos sonantes y minar el poema de toda su vivencia dolorosa no es tarea
fácil. Y tampoco lo es, por ejemplo, homenajear a otros poetas, emulando sus
formas poéticas, como lo hace CSA con Alfredo Arvelo LArriva, cuando escribe
sus cuartetas de “Música de la Jaula”, confeccionada casi a pulso de cincel.
Cruz
Salmerón Acosta no tuvo tiempo para construir la obra poética que avizoraban
los poemas que escribió. Apenas pudo esbozarla. Nos dejó grandes textos; por
ejemplo, su soneto “Azul”, texto de obligada incorporación a cualquier
antología del soneto universal, por la maestría con que desfilan los temas de
la soledad y del amor. De igual manera el texto dedicado a Arvelo asume el tema
del cisne con la misma altura con que lo abordó el gran Rubén Darío.
***
Y
para hablar de los poemas de Salmerón recurro al padre Manzo, a su “Milagro
Escondido”. Ese milagro es la metáfora, recurso esencial de todo poema. Ella
habla desde lo ostensible pero abriendo un inmenso abanico de visiones, porque
su materia fundante más que palabras es vivencia.
Si
queremos valorar la obra del poeta de Manicure, habría que trascender el
milagro de su existencia. Por supuesto, su vida signada por el dolor de padecer
una de las enfermedades más demonizada por la historia, envuelve su figura en
una tragedia que siempre tiene el riesgo de caer en el campo de tópicos
manidos. Pero el milagro de Salmerón Acosta no es haber sobrevivido tantos años
a su enfermedad, sino el haber convertido todo eso en poesía. El verdadero
milagro, pues, es el milagro poético. Esa tragedia ostensible la convierte
nuestro poeta en carne estética.
La
fatalidad hizo que el nombre del poeta, “Cruz”, encontrase su correlato en el
drama personal. El símbolo surge de lo concreto. Por ello los poemas acogen sin
rubor el imaginario de la pasión de Cristo. Lo evidencia la primera estrofa de
su poema “Revelación”. Allí leemos:
El
destino implacable me sembró en una cima,
me
sembró en una roca cerca del mar azul,
rodeado
de cardos y agresivas espinas
que
me fueron clavando como un Cristo en la cruz.
Estamos
entonces ante un Cristo encarnado en una obra, cuyo hilo ideológico será muy
coherente. El Cristo salmeroniano será un Cristo agonista, en el sentido en que
lo entendió Miguel de Unamuno (en su Agonía
del Cristianismo). Agonizar aquí no es esperar la muerte, sino procurar
vencerla, no evitándola, sino trascendiéndola. El Cristo al que recurre
Salmerón no es el que suele presentársele como ser sufriente, generando
conmiseración. No, es un Cristo que lucha y vence. Y para que esa victoria sea
más clamorosa, el Dios debe tener la carne del hombre, experimentar su
debilidad, tener conciencia de su precariedad. Por ello es un ser doloroso.
Émil
Cioran en su ensayo La caída en el tiempo sostiene que no se tiene conciencia
del cuerpo sino es a través del dolor. A Cristo se le dio cuerpo para que
sintiera en él todo el peso de la existencia del hombre obligado a vivir su
vida en la tierra. A Salmerón, la lepra lacerante le está recordando
permanentemente que es humano, que vivir es padecer la vida. Su poema
“Revelación”, dedicado a Cristo, dice
Cristo
me dio su gracia y el milagro se hizo.
De
mis manos heridas por el sagrado mal
surgieron
mis sonetos teñidos de martirio
y
ungidos de un místico olor de santidad.
No
en vano el poeta Dionisio López Orihuela, al recoger los poemas dispersos de
CSA, quiso titular su libro Fuente de
Amargura. La “gracia” de Cristo vino facturada por la lepra (“sagrado
mal”), para que el mártir pudiera escalar su cima hacia la santidad.
Pero
ese Cristo salmeroniano sufre algunas metamorfosis. Una de ellas está
patentizada en el Cisne, muy típico de la estética modernista. Cristo pasa a
ser la figura sufriente del poeta. “Música de la jaula” tiene como figura
protagónica un ave enjaulada, a quien se le impide cantar, pero canta, porque
es su destino ético:
Ave
cautiva que ve el cielo
y
como no puede soñar
el
sueño suave de su vuelo
suelta
sus trinos a volar.
El
verso elaborado con una potente aliteración (sueño suave de su vuelo)
nos hace sentir la angustia del hablante lírico. El relato mítico del cisne nos
lo presenta como un ave que añora cantar, pero él sabe que no puede; que si
canta, muere. Quiere CSA dejar bien claro esa filiación con el cisne muriente,
cuando dice:
Cisne,
tal vez cese tu llanto
cuando
cansado de sufrir,
llores
a Dios tu último canto
en
el instante de morir.
El
poeta es ese cisne, pero un cisne rebelde, que decide sacrificarse por su
canto. Porque cantar puede conectarlo con esa vida perdida, presente en estos
versos nada inocentes, lleno de un hermoso erotismo:
Cisne
enjaulado que suspira
por
unos muslos de azahar,
en
donde el cuello de su lira
hizo los nardos
enflorar.
La
poesía de CSA es aérea. Concibe su espacio como vía hacia la esperanza. Y en
ella hay una permanente cinemática, los versos suelen dar esa sensación de lo
aéreo: en la imagen “del ala de una vela”, que conseguimos en su soneto “Azul”,
la ilusión es un barco hecho de levedad, donde las velas se truecan en una
especie de pañuelos que saludan o se despiden. El sueño, la ilusión, el cielo
parecen un mismo espacio donde circula un canto que se profiere porque la fe es
siempre una opción.
Nada
gratuito es que el poeta enfatice su paisaje desértico, lleno de rocas
estériles, y sobre ese erial haga desfilar flores, pájaros y que los colores
que prevalezcan sean los de más vívida claridad. Pareciera, para seguir el
correlato cristiano, que la santidad es un trofeo que se gana en el avatar
duro, en los territorios inhóspitos, que resucitan con la fuerza del milagro de
la trascendencia. La realidad es la realidad; pero el poeta no está para
mimetizarse en ella. Su reino no es la realidad, sino el reino de las verdades.
Unas verdades costosas, pero trascendentes.
***
Manicuare
sigue siendo el territorio ocre, reseco, de 1929, donde la lluvia es un
milagro. Cactus y caracoles sustituyen las flores que adornan la tumba de su
cementerio. Y Cruz Salmerón Acosta persiste en su afán de ser su santo héroe.
Su vida ha hecho aflorar el milagro escondido.
Maturín,
3 agosto de 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario