viernes, 3 de agosto de 2018


El milagro escondido de Salmerón Acosta






Celso Medina

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Por invitación de los amigos del Centro Cultural “Cruz Salmerón Acosta” volví el pasado fin de semana a Manicuare. Desde Cumaná pude abordar un “tapaíto” y haciendo un recorrido horizontal por el Golfo de Cariaco, el barco sorteó el mar picado para que pudiéramos desembarcar en un pueblo que ha cambiado muy poco desde 1929, año en que muriera el infausto poeta, especie de santo y héroe civil de este pueblo de pescadores.
Se conmemoraba el 89 aniversario de la muerte del poeta. Y los actos corrían por cuenta del referido Centro Cultural, con una programación muy austera. Me acompañó el titiritero y pintor Rafael Márquez Coronado, a quien todos en Cumaná llamamos RAMACO. La noche del 28 este artista hizo delirar a los niños, sacando un variado repertorio de muñecos, que deleitaban a los infantes manicuarenses. Ramaco tuvo que concluir intempestivamente porque estos niños se aglomeraron frente a su baúl, y temía por la salud de sus titeres, que ha sabido construir con mucho tesón y fervor.

El domingo 29 nos tocó ofrecer una conferencia sobre la poesía de Cruz Salmerón Acosta. Pero previamente se celebró la misa dominical, que estuvo a cargo del padre Douglas Manzo. Confieso que tenía tiempo que no me entusiasmaba tanto una homilía. Sin abandonar su constelación bíblica, este cura nos ofreció una lección que se conecta inteligentemente con el mundo que vivimos (o padecemos) hoy. Tocaba leer pasajes del Nuevo Testamento referidos a la multiplicación de los panes. Y el sacerdote hiló su argumento a partir de un concepto muy pedagógico: el Milagro Escondido. Este consiste esencialmente en ver los milagros cristianos más allá de su banal literalidad. Por ello, no se trata de rebatir el milagro cristiano con simples muestras de escepticismo racionalista, que solo ve en la multiplicación de los panes una simple operación aritmética. Y el padre Manzo aludió a un pasaje del Viejo Testamento en el que también está presente el tema de la multiplicación de los panes, relacionado con el profeta Eliseo. En ambos, se observa un milagro que esconde el verdadero milagro. Los panes que reparte Cristo pertenecían a un niño pobre, que los ofreció a su maestro para saciar el hambre de los presentes. Eliseo de igual manera renuncia a sus panes, que le pertenecían por ley, para repartirlo con su gente. Ambos (Cristo y Eliseo) claro que estaban conscientes de que la cantidad de panes que tenían era insuficiente para calmar la necesidad de sus comunidades. Pero estaban convencidos de que el milagro había ocurrido mucho antes de la multiplicación de los panes, el verdadero milagro era la derrota del egoísmo, el triunfo de la bondad y del verbo repartir. “Es muy fácil repartir desde la abundancia”, dijo el sacerdote. Esto me llevó a pensar en algo que he estado reflexionando en estos días; se trata de la filantropía, un oficio que se práctica desde esa “abundancia” y que no es reparto sino dádiva que humilla, pues la mano que da siempre se publicita. El filántropo no comparte, reparte migajas, se preocupa por hacer saber que está cómodo en su mundo de desigualdades. No oí en boca del sacerdote la palabra “caridad”. Para mí particularmente, la caridad existe porque persiste y se profundiza la desigualdad. Porque hay un telos expreso que hace cada día más utópica la bondad cristiana. La caridad no es la bondad que ideó Cristo; es la más amarga de su desfiguración: humilla al hombre recalcando en el necesitado su condición de hambriento. Pone énfasis en que se sepa que la mano que le ayuda tiene que existir para que el “beneficiado” siga llevando una vida que no es vida, sino sobrevivencia.

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A mí me gustó el concepto del padre Manzo del “Milagro Oculto”. Y eso ayudó a orientar la exposición de mi conferencia. Me tocaba hablar de Cruz Salmerón Acosta, en un pueblo que lo tiene por santo y por héroe. ¿Qué podía contarles a estos habitantes fieles a la memoria de su poeta? Poco, quizás nada.
Qué dicha la de este pueblo tener como patrimonio existencial a un poeta. Y un poeta es un ser sensibílisimo, comprometido con su poética (que es como un especie de filosofía desde la poesía). Su obra se vale de palabras, pero no es solo palabra, sino eco de auténticos sentires. Un poeta no engaña con la palabra, no dice consignas que luego se diluirán. Habla desde un sentir profundo. Nuestro Cruz Salmerón Acosta merece que se le abra a otras miradas; más allá del anecdotario que lo rodea, o de la estéril polémica de si nació en 1881 o en 1882. Desde esas trivialidades nos estamos perdiendo su obra. Un poeta escribe poemas. Pues hablemos de ellos.

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Diríamos que CSA fue un poeta formado. Quizás primero en Cumaná. Salmerón comparte con su generación poética lo que Gustavo Luis Carrera llama la “impronta cumanesa”, fraguada en la escuela del maestro Silverio González, de donde egresó una importante generación de escritores. Pero esa formación pudo también alimentarse del contacto con los escritores que vivían en la Caracas de comienzos del siglo XX, sobre todo los cercanos a los poetas de la generación de 1918, que se hermanó fructíferamente con los pintores del Círculo de Bellas Artes, para generar una visión más vívida del paisaje venezolano. Por ello no puede sorprendernos la arquitectura de unos poemas que respetan la tradición métrica y estrófica, cultivados con un gran manejo de su forma, en la que encarna, tal vez dramáticamente, el idiolecto del poeta.
Salmerón es un mito popular, pero su poesía es la de un creador con alta conciencia de la construcción poética. Es un maestro de un género difícil, como lo es el soneto, para cuya realización se requiere un extraordinario olfato de lo que suena y significa y de lo que significa y suena. Rimar y medir sin caer en los facilismos sonantes y minar el poema de toda su vivencia dolorosa no es tarea fácil. Y tampoco lo es, por ejemplo, homenajear a otros poetas, emulando sus formas poéticas, como lo hace CSA con Alfredo Arvelo LArriva, cuando escribe sus cuartetas de “Música de la Jaula”, confeccionada casi a pulso de cincel.
Cruz Salmerón Acosta no tuvo tiempo para construir la obra poética que avizoraban los poemas que escribió. Apenas pudo esbozarla. Nos dejó grandes textos; por ejemplo, su soneto “Azul”, texto de obligada incorporación a cualquier antología del soneto universal, por la maestría con que desfilan los temas de la soledad y del amor. De igual manera el texto dedicado a Arvelo asume el tema del cisne con la misma altura con que lo abordó el gran Rubén Darío.


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Y para hablar de los poemas de Salmerón recurro al padre Manzo, a su “Milagro Escondido”. Ese milagro es la metáfora, recurso esencial de todo poema. Ella habla desde lo ostensible pero abriendo un inmenso abanico de visiones, porque su materia fundante más que palabras es vivencia.
Si queremos valorar la obra del poeta de Manicure, habría que trascender el milagro de su existencia. Por supuesto, su vida signada por el dolor de padecer una de las enfermedades más demonizada por la historia, envuelve su figura en una tragedia que siempre tiene el riesgo de caer en el campo de tópicos manidos. Pero el milagro de Salmerón Acosta no es haber sobrevivido tantos años a su enfermedad, sino el haber convertido todo eso en poesía. El verdadero milagro, pues, es el milagro poético. Esa tragedia ostensible la convierte nuestro poeta en carne estética.
La fatalidad hizo que el nombre del poeta, “Cruz”, encontrase su correlato en el drama personal. El símbolo surge de lo concreto. Por ello los poemas acogen sin rubor el imaginario de la pasión de Cristo. Lo evidencia la primera estrofa de su poema “Revelación”. Allí leemos:
El destino implacable me sembró en una cima,
me sembró en una roca cerca del mar azul,
rodeado de cardos y agresivas espinas
que me fueron clavando como un Cristo en la cruz.

Estamos entonces ante un Cristo encarnado en una obra, cuyo hilo ideológico será muy coherente. El Cristo salmeroniano será un Cristo agonista, en el sentido en que lo entendió Miguel de Unamuno (en su Agonía del Cristianismo). Agonizar aquí no es esperar la muerte, sino procurar vencerla, no evitándola, sino trascendiéndola. El Cristo al que recurre Salmerón no es el que suele presentársele como ser sufriente, generando conmiseración. No, es un Cristo que lucha y vence. Y para que esa victoria sea más clamorosa, el Dios debe tener la carne del hombre, experimentar su debilidad, tener conciencia de su precariedad. Por ello es un ser doloroso.
Émil Cioran en su ensayo La caída en el tiempo sostiene que no se tiene conciencia del cuerpo sino es a través del dolor. A Cristo se le dio cuerpo para que sintiera en él todo el peso de la existencia del hombre obligado a vivir su vida en la tierra. A Salmerón, la lepra lacerante le está recordando permanentemente que es humano, que vivir es padecer la vida. Su poema “Revelación”, dedicado a Cristo, dice
Cristo me dio su gracia y el milagro se hizo.
De mis manos heridas por el sagrado mal
surgieron mis sonetos teñidos de martirio
y ungidos de un místico olor de santidad.

No en vano el poeta Dionisio López Orihuela, al recoger los poemas dispersos de CSA, quiso titular su libro Fuente de Amargura. La “gracia” de Cristo vino facturada por la lepra (“sagrado mal”), para que el mártir pudiera escalar su cima hacia la santidad.
Pero ese Cristo salmeroniano sufre algunas metamorfosis. Una de ellas está patentizada en el Cisne, muy típico de la estética modernista. Cristo pasa a ser la figura sufriente del poeta. “Música de la jaula” tiene como figura protagónica un ave enjaulada, a quien se le impide cantar, pero canta, porque es su destino ético:
Ave cautiva que ve el cielo
y como no puede soñar
el sueño suave de su vuelo
suelta sus trinos a volar.

El verso elaborado con una potente aliteración (sueño suave de su vuelo) nos hace sentir la angustia del hablante lírico. El relato mítico del cisne nos lo presenta como un ave que añora cantar, pero él sabe que no puede; que si canta, muere. Quiere CSA dejar bien claro esa filiación con el cisne muriente, cuando dice:
Cisne, tal vez cese tu llanto
cuando cansado de sufrir,
llores a Dios tu último canto
en el instante de morir.

El poeta es ese cisne, pero un cisne rebelde, que decide sacrificarse por su canto. Porque cantar puede conectarlo con esa vida perdida, presente en estos versos nada inocentes, lleno de un hermoso erotismo:
Cisne enjaulado que suspira
por unos muslos de azahar,
en donde el cuello de su lira
hizo los nardos enflorar.

La poesía de CSA es aérea. Concibe su espacio como vía hacia la esperanza. Y en ella hay una permanente cinemática, los versos suelen dar esa sensación de lo aéreo: en la imagen “del ala de una vela”, que conseguimos en su soneto “Azul”, la ilusión es un barco hecho de levedad, donde las velas se truecan en una especie de pañuelos que saludan o se despiden. El sueño, la ilusión, el cielo parecen un mismo espacio donde circula un canto que se profiere porque la fe es siempre una opción.
Nada gratuito es que el poeta enfatice su paisaje desértico, lleno de rocas estériles, y sobre ese erial haga desfilar flores, pájaros y que los colores que prevalezcan sean los de más vívida claridad. Pareciera, para seguir el correlato cristiano, que la santidad es un trofeo que se gana en el avatar duro, en los territorios inhóspitos, que resucitan con la fuerza del milagro de la trascendencia. La realidad es la realidad; pero el poeta no está para mimetizarse en ella. Su reino no es la realidad, sino el reino de las verdades. Unas verdades costosas, pero trascendentes.
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Manicuare sigue siendo el territorio ocre, reseco, de 1929, donde la lluvia es un milagro. Cactus y caracoles sustituyen las flores que adornan la tumba de su cementerio. Y Cruz Salmerón Acosta persiste en su afán de ser su santo héroe. Su vida ha hecho aflorar el milagro escondido.

Maturín, 3 agosto de 2018

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