Anatomía
de la excelencia escolar
Ilustración: Celso Medina
Philippe
Perrenoud*
Traducción del francés: Celso Medina
Nadie
nace excelente. Cualquier forma de excelencia requiere el dominio del
conocimiento, el saber hacer, las técnicas específicas. Fruto de un
aprendizaje básico, este dominio generalmente se mantiene y se
desarrolla a costa de un trabajo constante de capacitación o
desarrollo. Parte del aprendizaje básico que conduce a la excelencia
comienza en una escuela, a veces desde la escolaridad obligatoria.
¡Pero ninguna escolarización garantiza la excelencia! Nadie espera
que una escuela de esquí forme campeones olímpicos, un
conservatorio que haga virtuosos, una Facultad de Ciencias sea una
cantera de premio Nobel. La capacitación escolar es la que mejor
califica para una práctica decente. La mayoría de los grandes
artistas, grandes profesionales, grandes campeones se acercan a la
excelencia solo al convertirse en sus propios maestros. Algunos se
rodean de consejeros o entrenadores para ofrecerles una imagen
crítica de su práctica o para imponer una disciplina de trabajo,
otros trabajan en equipo. La excelencia no es irremediablemente
solitaria. Pero generalmente está más allá de lo que se puede
enseñar.
Cuando la excelencia supone una muy buena formación teórica o una familiaridad con las técnicas o las tecnologías más recientes, los jóvenes practicantes salen de las escuelas, incluso algunos alumnos avanzados pueden medirse con practicantes experimentados. Cuando la excelencia depende ante todo de la experiencia, los mejores estudiantes que egresan de una buena escuela se consiguen en posición mediana o mediocre en la jerarquía de los practicantes. Sin embargo, una escuela de arte o de oficio concentra en las mismas clases, los mismos talleres, las mismas salas de entrenamiento, los mismos laboratorios futuros practicantes de la misma ciencia, del mismo arte, del mismo deporte. La práctica en las cuales ellos se forman es la referencia constante de los alumnos. Ellos se observan mutuamente y se clasifican en función de su facilidad de prácticas en la formación. Su escuela le ofrece no solamente una imagen de excelencia, sino una encarnación de la norma por los maestros y por los mejores practicantes reconocidos, entre los cuales se cuentan los viejos alumnos de la escuela. Cierto, en un conservatorio de danza, una escuela de farmacia o un liceo profesional, la evaluación de los alumnos supone una adaptación de la norma de excelencia a la intención didáctica y a la inexperiencia de los alumnos: Los aprendices no son juzgados como practicantes confirmados. Pero si el nivel de exigencia y los procedimientos de evaluación son específicos, la concepción de excelencia es similar a la que prevalece en el campo de la práctica.
Mientras
más vamos hacia la enseñanza primaria, hacia las escuelas que no
desembocan directamente en la vida activa, más se autonomiza la
excelencia escolar. Después de cinco o seis años de núcleo común,
los estudiantes continúan su educación hasta los quince años, a
menudo en diferentes sectores, entre los que se distribuyen sobre la
base de una selección o una elección personal. Una fracción
creciente de jóvenes no detiene su formación en el fin de la
escolaridad obligatoria y prosigue los estudios generales o
profesionales. Como resultado, la mayoría de los estudiantes que
asiste actualmente a las escuelas no tiene un interés inmediato en
ingresar a una práctica, sino después de una carrera escolar. Lo
que lleva a distender cada vez más los lugares entre la formación
escolar y las prácticas escolares globales para las cuales ella
supone prepararse. No será esto porque, en los primeros años de
escolaridad obligatoria, el destino social y profesional de los
alumnos no está aún sellado. No se les puede preparar entonces para
una práctica profesional. La escuela pretende ahora dar a todos,
entre los seis y quince años, una cultura general y los instrumentos
de pensamiento y expresión en principio utilizables en toda suerte
de prácticas. La adquisición de esta cultura y de estos
instrumentos supone un largo camino, de la escuela maternal al final
de la enseñanza obligatoria o más allá de ella (permaneciendo una
parte de la educación general no solo en las escuelas secundarias,
sino también en los cursos vocacionales).
Esta
extensión de los aprendizajes ha conducido a un fraccionamiento del
curso en etapas sucesivas, cada una de ellas teniendo su propio
programa. En principio, el edificio es construido de tal manera que
cada etapa prepare las siguientes. Pero esa fragmentación del curso
en grados sucesivos hace perder de vista el conjunto de finalidades
globales de la formación. El dominio del programa de cada grado
deviene una meta prioritaria para los profesores y los alumnos: su
horizonte está limitado por el examen de fin de año o a las
condiciones de admisión en el grado siguiente, sin que relacione
frecuentemente la formación dada o recibida en las perspectivas a
largo término. La norma de excelencia se redefine entonces
progresivamente en función no de una práctica global muy lejana,
sino de la continuidad de la escolaridad, en particular bajo el
ángulo de la selección para el cual habría que prepararse y de las
bases que habría que adquirir para nuevos aprendizajes. El ejemplo
más resaltante toca a la gramática francesa, un aprendizaje
especializado cuya contribución al dominio de la práctica de la
lengua, incluso de la escrita, está lejos de ser demostrada. Para
dominar las reglas de concordancia y más generalmente la ortografía
gramatical, no es ciertamente necesario pasar años haciendo análisis
y transformaciones gramaticales. Aquí tenemos que tratar no solo con
un dominio definido en una forma esencialmente escolar, sino con un
aprendizaje que se justifica esencialmente solo en términos de una
lógica escolar, por ejemplo, como un criterio de selección o como
una preparación para el aprendizaje aprendiendo latín. La
excelencia gramatical es una forma de excelencia que es casi
exclusivamente académica.
Tenemos
aquí no solo un dominio definido bajo una forma esencialmente
escolar, sino un aprendizaje que no se justifica por lo esencial sino
en función de una lógica escolar, por ejemplo como criterio de
selección o como preparación para un aprendizaje del latín. La
excelencia gramatical es una forma de excelencia casi exclusivamente
escolar.
Por
otro lado, para organizar la enseñanza, y desde la secundaria para
dividir el trabajo entre los profesores especialistas, la mayor parte
de las escuelas vive bajo un régimen de fragmentación del
currículum. El empleo del tiempo de los alumnos se reparte entre
diversas disciplinas relativamente cerradas, lengua materna,
matemáticas, ciencias, historia, geografía, etc. En ciertos casos,
el cierre se reproduce al interior de una disciplina, en particular
en la enseñanza de la lengua materna: lectura, composición,
gramática, conjugación, ortografía, etc. La excelencia se define
entonces en relación a una disciplina dada en un grado dado, sin que
las cuestiones sean planteadas en relación a los dominios evaluados
y a las prácticas a las cuales la escuela está obligada a preparar
a largo término. Todo dominio de una práctica profesional o
artística está hecho de la puesta en acción integrada de saberes y
de saber-hacer particularmente disociables. No es entonces absurdo
identificar esos diversos saberes y saber-hacer y enseñarlos o
ejercerlos separadamente, incluso en una formación de la práctica
para la práctica, posteriormente en la escuela obligatoria. La
eventual perversión no está entonces en una cierta fragmentación
del currículum. Contrariamente, está en el exceso de cierre y en la
ausencia de momentos de integración de los diversos saberes y
saber-hacer. En las escuelas, la división del trabajo entre los
maestros es tal que se termina por yuxtaponer evaluaciones parciales
en las diversas disciplinas. Los alumnos no son ubicados sino
excepcionalmente en situaciones en las que ellos deberían movilizar,
para resolver un problema global, un conjunto de saber-hacer y de
saberes enseñados por diferentes profesores o en diferentes
disciplinas. Solo la escuela primaria intenta ciertas experiencias
abiertas en ese sentido, con enfoques globales de la comunicación o
del razonamiento matemático. En una palabra, un excelente alumno no
es un excelente practicante en potencia, es un alumno que hace bien
su trabajo en las diversas disciplinas que le han enseñado y que
obtiene entonces buenas notas.
En
cuanto a los contenidos del trabajo escolar… De lejos, podríamos
tener la ilusión de que en el interior de cada disciplina escolar,
tenida en cuenta la edad y el nivel de los alumnos, la enseñanza
desarrolla un dominio práctico que sería útil más allá de la
escolaridad. Bien entendido, eso no es completamente falso. Pero no
debería subestimarse el hecho de que la escuela pasa mucho tiempo en
asegurar el dominio de prácticas que no tienen sentido sino en el
marco escolar. Así que se desarrolla una lectura escolar que no
tiene nada que ver con la lectura funcional de los adultos. Leer en
la escuela es, en muchas clases, leer en alta voz practicar el tono,
cuidando no solo correctamente lo oral sino también, en lo posible,
lo escrito. Sin duda la lectura en alta voz permite a la vez un
control de la actividad de cada alumno y una gestión del trabajo
colectivo en clase, cada alumno lee para los otros. Pero el tiempo y
la energía invertido en esta forma de lectura no tienen nada en
común con su uso en la vida corriente. De igual manera, leer en la
escuela, es con mucha frecuencia leer un texto para luego responder a
las preguntas orales o escritas con ese propósito. En un cierto
número de escuelas, la nota de lectura depende en gran medida de la
respuesta correcta a los cuestionarios de selección múltiple. Aún
más, es una práctica que se consigue poco en la vida corriente o
profesional. De manera general, en clase, la lectura es una práctica
separada, trabajada y evaluada para ella misma. No se lee para
responder a una necesidad o a una curiosidad suscitada por un
proyecto o un problema. Se lee porque es la lección de lectura, se
lee para aprender a leer. Luego de una quincena de años, nuevos
métodos se esfuerzan en poner el acento en la lectura funcional o en
el placer de leer más que en el ejercicio escolar. ¡Pero se choca
tarde o temprano con el muro mucha veces denunciado que hay entre la
escuela y la vida!
Con
la introducción de las matemáticas modernas, se ha puesto el acento
en la formación en el razonamiento por oposición a las técnicas
del cálculo. Los dominios prácticos visualizados a largo término
no destacan más solo la aritmética, sino globalmente la resolución
de problemas, la capacidad de ordenar, de clasificar, de comparar, de
organizar, de inferir.!Qué hermosa programa¡ Pero las formas
tomadas en el día a día por la enseñanza del aprendizaje de la
matemática conducen a poner el acento en las prácticas muy
estereotipadas que no circulan sino en el marco escolar:
clasificación hasta donde alcance la vista, diagramas, gráficos u
operaciones que no tienen otro interés que desplegar “en vacío”
ciertas operaciones formales. En principio, todo eso debería
desarrollar el razonamiento matemático, incluso la lógica natural.
Se teme, para una gran parte, que el trabajo escolar conduzca sobre
todo a dominar las formas de ejercicios cuya utilidad principal es
servir para un control y para una evaluación.
La
lógica misma de la situación escolar conduce a exigir a los alumnos
la práctica constante y calificada de un oficio de alumno, muchas
veces muy distante de la práctica extraescolar. Dominar el oficio de
alumno, es saber responder a las preguntas del maestro, participar en
las lecciones, hacer correctamente sus deberes y sus ejercicios,
inscribirse en una serie de tareas tal y como ellas han sido
propuestas por los didactas y los manuales oficiales. Ser excelente,
es entonces saber hacer cálculos, resolver problemas, completar
ejercicios en los espacios dejados en blanco para tal fin,
transformar las frases o medir el aire porque “esa es la consigna”,
sin que esas prácticas estén vinculadas a un proyecto de conjunto
que le dé sentido. Ser excelente, es incluso saber rehacer con éxito
lo que ya ha sido realizado muchas veces. La excelencia escolar
supone entonces mucho menos de lo que pretende la adquisición de
competencias generales y transferibles. Es suficiente con frecuencia
manifestar buenos hábitos y una conformidad suficiente a los modelos
que a veces no tienen lugar sino en la escuela, a veces en una sola
clase o en una sola escuela.
De
todo eso no se deduce que la excelencia escolar sea menos meritoria
que otra. Ella debe justamente una parte de su valor al hecho de que
ella deviene una forma de excelencia específica, cuya relación con
otras formas de excelencia se pierden parcialmente. Esa diferencia
entre las prácticas extraescolares y las prácticas evaluadas en la
escuela explica que se haya convertido en un hábito confrontar los
alumnos a normas menos inaccesibles, para definir la mejor no en
relación a la prácticas de una disciplina, sino en relación a
alumnos situados en el mismo rango del curso.
Por
ejemplo, en el primer año de educación obligatoria, una jerarquía
de excelencia distingue a los mejores lectores entre los niños de
seis a siete años, excluyendo a los estudiantes mayores y
especialmente a los lectores adultos. Cuando se dice que un alumno
“es excelente”, cada quien sabe que es “por su edad” o “por
su nivel de estudio”. Este cerrado campo de comparación se
explica sin duda en parte por las razones pedagógicas: la
competencia entre alumnos ha sido siempre y permanece como un motor
importante de trabajo escolar. Pero ella no tuviese casi atractivo si
el mejor entre los alumnos estuviese situado en un rango muy mediocre
en relación a las prácticas experimentadas a las prácticas
experimentadas o incluso a los alumnos de más edad. La perspectiva
de excelencia a corto plazo es evidentemente más movilizadora que
una hipotética esperanza de estar entre las mejores diez o quince
años más tarde. Cuando un alumno se vanagloria de sus laureles, se
le recuerda discretamente que tiene mucho que aprender y que respecto
a los más grandes, él no es todavía sino un debutante. Pero la
mayor parte del tiempo, la excelencia escolar es tratada como si ella
fuese un valor absoluto en la escala de un grupo de alumnos
comparados.
La
competencia para esta forma de excelencia tiene ciertos efectos
perversos, fundamentalmente cuando se supedita a un trasfondo la
realización de objetivos de dominio para todos. Sin duda la escuela
no solo es responsable de la obsesión de clasificación. Incluso,
cuando ella se aplica para no poner en evidencia las jerarquías, los
alumnos y sus familias las reintroducen. La escuela tiene no obstante
el poder de acentuar o debilitar ese fenómeno, de banalizar o
dramatizar la clasificación. Sin duda la competencia por la
excelencia tiene una función de socialización, puesto que ella
prepara para otras competencias, ya no entre estudiantes sino entre
los practicantes. Es posible también que las clasificaciones sean
movilizadoras para ciertos alumnos. Pero la excelencia de algunos
pocos no existe sino al precio de la mediocridad de un número mayor.
Es a golpe de jerarquías de excelencias escolar que se fabrica
éxitos y fracasos (Perrenoud, 1984). Esta lógica de la competencia
y de la clasificación está en el hilo recto de una escuela
selectiva que percibe ante todo formar élites. Ella deviene una
perversión en una sociedad donde el reto es la formación más
elevada posible del más grandes número de gente. Se podría
concebir una evaluación formal que se liberara de la lógica de las
normas de excelencia y de la clasificación, para ir por una parte
hacia una evaluación formativa propia de una pedagogía más
racional y más diferenciada (Allal, Cardinet et Perrenoud, 1979),
por otra parte hacia una evaluación sumativa fundada en los
objetivos explícitos y los criterios de dominio más que sobre la
comparación entre los estudiantes.
Durante
mucho tiempo la escuela ha seleccionado a “los mejores”,
induciendo una clasificación, que supone una norma de excelencia y
una competencia. El nivel esperado en la jerarquía global exige el
éxito escolar, la progresión en la carrera y el acceso en las
diversas filiares secundarias y postobligatorias, y más allá de las
prácticas y de las condiciones sociales desigualmente valoradas.
Para que se perpetúen las jerarquías de excelencia en la escuela,
sería necesario y suficiente que ellas permitan la selección. Es
cierto que estas jerarquías corresponden a las jerarquías
establecidas por los sectores y formas de excelencias más allá de
la escuela. Pero eso no exige una estrecha correspondencia entre los
contenidos de las prácticas escolares y los contenidos de las
prácticas adultas que saldrían del sistema de enseñanza diez o
quince años más tarde.
Esta
autonomía de la excelencia escolar es en parte indisociable de la
transposición didáctica, de la estructuración del currículum en
grados y en disciplinas, de la división del trabajo pedagógico
entre maestros o de las exigencias de la evaluación en situación
pedagógica. Pero es real el riesgo de que esta autonomía vaya muy
lejos, contribuyendo a alimentar la incertidumbre en el sentido y en
los efectos de la escolaridad.
Referencias
Allal,
L., Cardinet J. et Perrenoud, Ph. (dir.) (1979) L’évaluation
formative dans un enseignement différencié, Berne, Lang, 6e éd.
1991
Perrenoud,
Ph. (1984) La fabrication de l’excellence scolaire : du curriculum
aux pratiques d’évaluation. Vers une analyse de la réussite, de
l’échec et des inégalités comme réalités construites par le
système scolaire, Genève, Droz, 2e édition augmentée 1995.
Fuente
original:
http://www.unige.ch/fapse/SSE/teachers/perrenoud/php_main/php_1987/1987_02.html
Aparecido
en Autrement, n°
sur l’excellence, janvier 1987, pp. 95-100.
Traducción:
Celso Medina
http://www.unige.ch/fapse/SSE/teachers/perrenoud/php_main/textes.html
Page
d'accueil de Philippe Perrenoud :
http://www.unige.ch/fapse/SSE/teachers/perrenoud/
Laboratoire
de recherche Innovation-Formation-Éducation - LIFE :
http://www.unige.ch/fapse/SSE/groups/life
*Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación des
Universidad de Ginebra
1987
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