sábado, 30 de julio de 2016

Internet o el libro  que vendrá*
Celso Medina



El libro tiene su historia; ese fajo de papel que compramos en las librerías, remates o en kioscos; ese objeto que tomamos de las bibliotecas, que nos regalan, etc. no ha sido siempre el mismo. Y sus cambios tienen que ver con dos cosas: con el soporte que lo ha contenido y con la intención de sus creadores. Es el único instrumento que no es la extensión de ninguna parte del cuerpo. Para Borges  “…  el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación".
La materia que dio primeramente forma al libro fue la palabra oral.  La memoria fue poco a poco construyendo las cosmogonías, fijando los espacios de los dioses y creando la génesis de los pueblos. La gran biblioteca estaba entonces en la memoria de los ancianos que hacían del contar un hecho religioso; la religión era "religar", es decir generar la comunión. La manera de fijar el pasado dependía en buena manera de un tramado urdido de palabras que se proferían con un gran sentido de pertenencia al espacio  cósmico donde se vivía. Por ello el poeta mali Amadou Hampaté escribió que en "África, cuando muere un viejo, es una biblioteca la que se quema". Pero ese libro oral no estaba compuesto sólo por la palabra articulada; contenía rituales, costumbres, técnicas que se fueron heredando de generación.
Luego hubo necesidad de fijar esa palabra en un dispositivo físico. Y ese  libro tuvo que hacerse de escritura. Su antecedente más original son las inscripciones en las cuevas, en las que ciertamente no sabemos con quien quiso comunicarse el hombre. ¿Con sus semejantes? ¿O con figuras divinas a las que temía o adoraba? Luego de esas pinturas rupestres el hombre se vio obligado a codificar sus signos, procurando un grado muy sofisticado de abstracción.
Usando una ilustradora metáfora, podríamos decir que el hombre creo la paleta de lenguaje; de allí extrajo los diversos matices que le permitieron escribir, y así dejar constancia de su paso por el mundo.
Esa escritura creó sutiles maneras de observar y reportar el mundo. Nuestro alfabeto latino nos hace recorrer los signos escritos de izquierda a derecha; el de los árabes, de derecha a izquierda y los chinos leen de arriba hacia abajo. Leer es mirar el mundo con una determinada sintaxis, es decir con una forma peculiar de organizar el mundo en nuestras mentes.  Y cada una de esas culturas inventó sus libros para que se acoplaran a esa  singularidad escritural.
Desde luego la escritura supone maneras de lectura. ¿Cómo se han leído los libros? ¿Qué impacto en la cognitividad han generado esos modos de lectura? Comencemos por la vieja Grecia. Una hoja de papiro enrollada sobre sí misma, que una mano desenrollaba en la medida que el lector leía, al mismo tiempo que otro enrollaba lo que ya había sido leído. Imaginémonos todo el espectáculo. El texto era un producto colectivo: alguien lo pensaba, otro lo escribía, luego se le daba a un lector, para que otros lo oyeran. Un rollo de papiro podía tener perfectamente hasta diez metros de largo. En esos libros la palabra era lineal, el lector no podía darse el lujo de equivocarse, por las complicaciones que generaba el "echar hacia atrás". En esos textos no había necesidad de los signos de puntuación, que aparecen posteriormente. Los papiros eran sólo vehículos mediadores, se transmitían oralmente; no estaban diseñados para "ser vistos" (los signos de puntuación existen para la vista, para que ella nos conduzca a través de los sentidos del texto o nos agreguen el plus modalizante del emisor).
El libro se transforma en la medida en que la necesidad de subjetividad se va agrandando. Del leer en público se fue pasando a la lectura en privado, silenciosa. Eso llevó aparejado un cambio en la arquitectura familiar. La necesidad de intimidad derivó en la creación de espacios donde el hombre pudo convivir silenciosamente con el libro. Hacia el siglo V el libro comienza a asomar el cuerpo definitivo que hoy ostenta. Y a eso contribuyó enormemente el Códice, conjunto de cuadernos, que implicó mayor libertad de obrar en el lector. Con él surge el concepto de páginas, tan trascendente en la consolidación del libro como objeto cultural.  La página dio al libro mayor flexibilidad, apenas una mano, sin ningún auxiliar, hacía posible que nos paseáramos cómodamente a través de los significados. Altura y largura, dimensiones típica del papiro, dan lugar a una tercera dimensión: la profundidad. Luego esa idea de linealidad dará origen al capítulo. Y puesto que el texto entraba ahora por la vista, la arquitectura de la escritura fue poco a poco creando las categorías de párrafo y con ellos comienzan a aparecer los signos de puntuación.  También es digno de anotar el efecto sintetizador de los sumarios. Previo a la invención de Johannes Gutenberg, el libro era un objeto raro y precioso, reservado a élites religiosas y sociales. La lectura era un acto público. El analfabetismo tenía sus niveles. Había quienes sabían hacer letras, y no leían. Entendían la escritura como oficio de dibujante. De igual manera nos encontrábamos con quienes leían haciéndose eco de lo que otros pensaban. "El lector hace acto de creación a los ojos del auditor, y el objeto mágico es el libro", como lo destaca el crítico Chantal Nguyen.
El libro desata, entonces, un dispositivo catártico. Y "El proceso catártico no es solitario ni silencioso, sino público". Ese uso catártico del libro se prolongó hasta el romanticismo, sólo que el mediador entre público y obra eran los propios autores.
Cuando el libro se convierte en objeto en sí mismo, va a generar radicales cambios en el lector y en la lectura. Lo dice muy categóricamente Nguyen: el libro "Es un objeto que verdaderamente tiene un aura mágica. Cerrado, no dice nada- pero está cargado de promesas: saberes, emociones, distorsiones… o quizás enojo". Ese objeto puede ser trasladado de un lugar a otro, sin los estrambóticos avatares que implicaba la lectura del papiro. El papel nos invita a tocar, creando una especie de erótica que nos produce una relación más íntima con el libro. Y lo que es más importante: hay una relación directa con él. Se le puede dejar en cualquier momento, se le puede adelantar sus páginas. Se tiene el derecho a cerrarlo y abrirlo en momentos en que decida hacerlo. Como se ve, el lector gana con ese importante paso de "intimización". El lector pasa a cumplir un rol diferente. Ya no es el consumidor de signos, puede llegar a ser el intérprete y, como lo afirma Roland Barthes, mata al autor y se apropia el mismo de los sentidos que le propone el objeto cultural. "Lejos de ser pasivo, deviene co-creador del universo descrito por el escritor" (Nguyen). Daniel Pennac enumera de esta manera los derechos del lector: tiene derecho a no leer, a saltar las páginas, a o terminar un libro, a releerlo, no importa dónde ni cuándo. El lector decide hacerse solitario, crearse su espacio en la casa, contactar el libro en una escena muy íntima, donde el silencio es un gran ayudante.
Pero grandes hombres han manifestado serias reservas respecto al libro. Sócrates se negó siempre a escribir uno. Creía más en la oralidad, en la memoria. Pensaba que los libros escritos eran como efigies; si le interrogaban se quedaban mudas. Cristo, otro hombre de impacto trascendente en la humanidad occidental, tampoco nos legó libros. Su evangelio fue urdido oralmente; fueron sus discípulos los que difundieron sus palabras valiéndose del libro. Y los padres de la reflexión contemporánea sobre el lenguaje, como son Ferdinand de Saussure y John Austin no dejaron libro, sino conversaciones que sus discípulo convirtieron en manuales paradigmáticos de lo que hoy es la lingüística y la pragmática.
Asistimos hoy a la cultura de la globalidad, cuya esencia es una red de interconexión que nos impide ignorar la coexistencia de un inmenso y plural abanico cultural. Una cultura que ha redefinido el modelo cognitivo de la materialidad, haciendo que ésta entre en un terreno de inquietante ambigüedad, al ser prácticamente sustituida por una inflacionada cultura semiotista. Esto quiere decir que las viejas riquezas que se creaban en virtud de la producción de objetos físicos son sustituidas por una nueva mercancía facturada prácticamente con la ficción.
Esa semiotización de la cultura crea nuevas nociones del espacio y del tiempo. La cultura moderna forjó su espacio con base a átomos; la cultura contemporánea, que algunos  llaman postmoderna, se sustenta esencialmente en bits. Su episteme (para ser fiel a Foucault) idea un tiempo y un espacio totalmente relacional, virtual, cuya existencia no necesariamente tiene soporte físico.
El mundo de ahora es global no porque sea uno solo; porque todo es uno, sino porque ha creado un lugar privilegiado de conexión, que nos permite constatar que nuestras fronteras geográficas están profundamente perforadas por el deseo de comunicarnos.
A la construcción de ese espacio ha contribuido enormemente la tecnología informática, y en especial el Internet, que podríamos conceptualizar como el nuevo libro de la era global.
¿Cuál sería la característica de ese libro? En primer lugar, su construcción de un material absolutamente sígnico. Su papel no sería ya dar a conocer el mundo, sino interconectarlo. Su materialidad no sería, pues, atómica, sino relacional. Si la epistemología tradicional se obsesionó con plantearse una ciencia de vocación contenidista, la nueva epistemología que surge en la cultura global se va a ocupar denodadamente de los goznes que imbrican la complejidad en que se nos convertido el mundo. Por ello los constructos de textos y discurso se transforman. La idea de textura, de urdimbre y de discurrimiento va a ser complementada con la de hipertexto, una materia "inmaterial" que funda el libro de la cultural global.
Un hipertexto es conexión; su base de fundamentación son los vínculos (links) y los nodos. El libro de la globalidad será, entonces, aquél que no muestra el mundo, sino el que lo relaciona.
Habría que hablar no sólo del libro sino del destino de las bibliotecas, epicentro de del saber moderno. Jorge Luis Borges, con su acostumbrada ironía mordaz, nos habló, cuando aún no había explotado la  fiebre digital, de la “Biblioteca Total”, imaginando una Alejandría utópica donde todos los libros del universo convergieran. Esa profecía llegó con una alta carga verosímil en los noventa y se acentuó en los primeros años del tercer milenio. Esa “felicidad extravagante” que exhibió el poeta argentino, hoy es según Roger Chartier  la “República Digital del Saber”, a cuya cabeza está una de las empresas trasnacionales más productiva de la actualidad: Google. Esa república aspira la creación de la gran biblioteca universal, donde se localicen “Todos los libros para cada lector, donde quiera que esté: el sueño es magnífico, promete un acceso universal de los saberes y de la belleza”.

Varias alternativas han surgido para crear esa república. La primera es la concreción del mito de la Biblioteca de Alejandría mediante la digitalización de todos los libros de las grandes bibliotecas  y colocarlos en un inmenso espacio virtual, al que se tenga acceso desde cualquier parte del mundo.  Esta iniciativa ha despertado un entusiasmo exacerbado en los fanáticos de la modernización, quienes se obsesionan con la idea de la utopía alejandrina. En el propio Estados Unidos, país donde funciona la trasnacional, el Departamento de Justicia inició un juicio contra Google por una posible violación de la Ley Anti Trust. Es decir, los propios empresarios alertan sobre un posible monopolio del comercio digital del libro.  Pero esa alerta se hace con mayor énfasis desde los escenarios culturales. Chartier, estudioso del libro como elementos fundamental de la civilización occidental, llama la atención sobre la posibilidad de que dicha empresa monopolice el acceso a los libros del pasado, del presente y del porvenir. Sostiene que más que una biblioteca universal a la disposición de la humanidad, la citada empresa se mueve en una lógica mercantil. La digitalización de los libros de las bibliotecas debió ser una iniciativa de los organismos culturales, como la UNESCO o de las universidades. Por eso compartimos la alerta del investigador francés: “La apropiación privada de un patrimonio público, puesto a disposición de una empresa comercial, puede parecer chocante”.
El libro de papel recibe en estos días una grave amenaza. Se trata del e-book, o libro digital. Es un libro sin papel, que no se compra en la librería tradicional,  sino que se adquiere en la red. Se lee en un aparato cuya pantalla tiene las mismas características del papel libro; con niveles de luces que no perturben la vista, como sí lo hacen las pantallas de los computadores.  Sus páginas son virtuales. El aparato alberga miles de libros. De manera que en nuestros bolsillos podremos cargar la biblioteca. Nueve empresas pelean en estos momentos el mercado de la venta del referido dispositivo. Y mucho menos empresas se aprestan a servir de editoras, dos de ellas ya poderosas: Amazon y la misma Google Edition. Los libros se compran desde el aparato, donde quiere que esté el lector.
También aquí gravita el peligro de la monopolización de los libros. Nunca más acertada la frase de Rubén Darío: “El pez grande se comerá al pez pequeño”. Ya ha comenzado a pasar con el cine. Los cines pequeños desaparecieron y fueron sustituidos por las salas múltiples de los malls, que contratan con las grandes distribuidoras de cine que han uniformado el gusto, privándonos de grandes cines, que sólo vemos en las Sala de Ensayo o en nuestros aparatos de DVD. Igual pudiera ocurrir con la difusión de la literatura y los libros académicos, que entrarían a competir desventajosamente con los libros de auto ayuda o la pseudo literatura.
Otra forma  de difusión consiste en el llamado libro “Expresso”, que se producen en máquinas parecidas a los de cafés o de bebidas rápidas. El libro se pedirá a la carta. El operador tecleará nuestra pedido, y en minutos aparecerá el libro, con su tapa y todo, igualito al libro tradicional. El negocio no consiste sólo en poseer tal equipo, sino el monopolio editorial. Las grandes editoras mandarán en el negocio. Hay ventajas, sobre estas modalidades del libro. Una de ellas entusiasma a los ecologistas: por supuesto se ahorraría mucho papel, y miles de árboles se salvarían. La otra es que las Universidades podrían mediar para promover sus libros académicos, del que sólo se imprimiría los libros que se soliciten.
También habría que hablar de cómo se configurará el libro que vendrá. Ya sabemos que no sólo será  de papel, que casi no estará en las bibliotecas y que tendrá que sortear los peligros del mercantilismo. Pero de igual manera habrá que pensar si estará hecho de páginas, que pasaremos una a una. O si sus itinerarios de lectura serán la textualidad o la hipertextualidad. O si su percepción hará uso sólo de la vista, algunos e-books  serán multimediales: traerán sonidos, videos, etc. y podrán activar múltiples links.
La pugna entre el libro tradicional y el hiperlibro está latente. Aún el primero manda. Al segundo todavía se le observa como juegos muy típicos de la cultura postmoderna presentista e hiperkinética. .


Referencias

Barthes, Roland. (1968), "La muerte del autor", en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987, págs. 65-71.
Borges, J.L. (1980). Borges oral. Barcelona: Alianza.
Chartier, Roger (2009). “L`avenir numerique du livre”. Le Monde, 27/10/09. p. 20.               
Climent, Jean. (2005) “Du texte à l'hypertexte: vers une épistémologie de la discursivité hypertextuelle ». Recuperado 31 de octubre de 2010. http://hypermedia.univ-paris8.fr/jean/articles/discursivite.htm.
Genete, G. (1989). Palimpsestos: Literatura en segundo grado. Madrid : Taurus.
Hampaté, Amadou(1985). Lettre à la Jeunesse. Ministerio de Cultura de Malí. Recuperado 31 de octubre de 2010.  http://w3.culture.gov.ml/a-culturelles/centenaire/lettre.html (31/10/05).
Pennac, D. (2005). Los derechos imprescindibles del lector”. Ediciones del Sur. Recuperado 31 de octubre de 2005. http://www.edicionesdelsur.com/articulo_111.htm

*Texto leído en un conversatorio celebrado el pasado 27 de julio en el marco de la VII Feria del Libro de Caracas, auspiciada por Fundarte. 

   



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