Internet o el
libro que vendrá*
Celso Medina
El libro
tiene su historia; ese fajo de papel que compramos en las librerías, remates o
en kioscos; ese objeto que tomamos de las bibliotecas, que nos regalan, etc. no
ha sido siempre el mismo. Y sus cambios tienen que ver con dos cosas: con el
soporte que lo ha contenido y con la intención de sus creadores. Es el único
instrumento que no es la extensión de ninguna parte del cuerpo. Para Borges “… el
libro es una extensión de la memoria y de la imaginación".
La materia
que dio primeramente forma al libro fue la palabra oral. La memoria fue poco a poco construyendo las
cosmogonías, fijando los espacios de los dioses y creando la génesis de los
pueblos. La gran biblioteca estaba entonces en la memoria de los ancianos que
hacían del contar un hecho religioso; la religión era "religar", es
decir generar la comunión. La manera de fijar el pasado dependía en buena
manera de un tramado urdido de palabras que se proferían con un gran sentido de
pertenencia al espacio cósmico donde se
vivía. Por ello el poeta mali Amadou Hampaté escribió que en "África,
cuando muere un viejo, es una biblioteca la que se quema". Pero ese libro
oral no estaba compuesto sólo por la palabra articulada; contenía rituales,
costumbres, técnicas que se fueron heredando de generación.
Luego hubo
necesidad de fijar esa palabra en un dispositivo físico. Y ese libro tuvo que hacerse de escritura. Su
antecedente más original son las inscripciones en las cuevas, en las que
ciertamente no sabemos con quien quiso comunicarse el hombre. ¿Con sus
semejantes? ¿O con figuras divinas a las que temía o adoraba? Luego de esas
pinturas rupestres el hombre se vio obligado a codificar sus signos, procurando
un grado muy sofisticado de abstracción.
Usando una
ilustradora metáfora, podríamos decir que el hombre creo la paleta de lenguaje;
de allí extrajo los diversos matices que le permitieron escribir, y así dejar
constancia de su paso por el mundo.
Esa
escritura creó sutiles maneras de observar y reportar el mundo. Nuestro
alfabeto latino nos hace recorrer los signos escritos de izquierda a derecha;
el de los árabes, de derecha a izquierda y los chinos leen de arriba hacia
abajo. Leer es mirar el mundo con una determinada sintaxis, es decir con una
forma peculiar de organizar el mundo en nuestras mentes. Y cada una de esas culturas inventó sus
libros para que se acoplaran a esa
singularidad escritural.
Desde luego
la escritura supone maneras de lectura. ¿Cómo se han leído los libros? ¿Qué
impacto en la cognitividad han generado esos modos de lectura? Comencemos por
la vieja Grecia. Una hoja de papiro enrollada sobre sí misma, que una mano
desenrollaba en la medida que el lector leía, al mismo tiempo que otro
enrollaba lo que ya había sido leído. Imaginémonos todo el espectáculo. El
texto era un producto colectivo: alguien lo pensaba, otro lo escribía, luego se
le daba a un lector, para que otros lo oyeran. Un rollo de papiro podía tener
perfectamente hasta diez metros de largo. En esos libros la palabra era lineal,
el lector no podía darse el lujo de equivocarse, por las complicaciones que
generaba el "echar hacia atrás". En esos textos no había necesidad de
los signos de puntuación, que aparecen posteriormente. Los papiros eran sólo
vehículos mediadores, se transmitían oralmente; no estaban diseñados para
"ser vistos" (los signos de puntuación existen para la vista, para
que ella nos conduzca a través de los sentidos del texto o nos agreguen el plus
modalizante del emisor).
El libro se
transforma en la medida en que la necesidad de subjetividad se va agrandando.
Del leer en público se fue pasando a la lectura en privado, silenciosa. Eso
llevó aparejado un cambio en la arquitectura familiar. La necesidad de
intimidad derivó en la creación de espacios donde el hombre pudo convivir
silenciosamente con el libro. Hacia el siglo V el libro comienza a asomar el
cuerpo definitivo que hoy ostenta. Y a eso contribuyó enormemente el Códice,
conjunto de cuadernos, que implicó mayor libertad de obrar en el lector. Con él
surge el concepto de páginas, tan trascendente en la consolidación del libro
como objeto cultural. La página dio al
libro mayor flexibilidad, apenas una mano, sin ningún auxiliar, hacía posible
que nos paseáramos cómodamente a través de los significados. Altura y largura,
dimensiones típica del papiro, dan lugar a una tercera dimensión: la
profundidad. Luego esa idea de linealidad dará origen al capítulo. Y puesto que
el texto entraba ahora por la vista, la arquitectura de la escritura fue poco a
poco creando las categorías de párrafo y con ellos comienzan a aparecer los
signos de puntuación. También es digno
de anotar el efecto sintetizador de los sumarios. Previo a la invención de
Johannes Gutenberg, el libro era un objeto raro y precioso, reservado a élites
religiosas y sociales. La lectura era un acto público. El analfabetismo tenía
sus niveles. Había quienes sabían hacer letras, y no leían. Entendían la
escritura como oficio de dibujante. De igual manera nos encontrábamos con
quienes leían haciéndose eco de lo que otros pensaban. "El lector hace
acto de creación a los ojos del auditor, y el objeto mágico es el libro",
como lo destaca el crítico Chantal Nguyen.
El libro
desata, entonces, un dispositivo catártico. Y "El proceso catártico no es
solitario ni silencioso, sino público". Ese uso catártico del libro se
prolongó hasta el romanticismo, sólo que el mediador entre público y obra eran
los propios autores.
Cuando el
libro se convierte en objeto en sí mismo, va a generar radicales cambios en el
lector y en la lectura. Lo dice muy categóricamente Nguyen: el libro "Es
un objeto que verdaderamente tiene un aura mágica. Cerrado, no dice nada- pero
está cargado de promesas: saberes, emociones, distorsiones… o quizás
enojo". Ese objeto puede ser trasladado de un lugar a otro, sin los
estrambóticos avatares que implicaba la lectura del papiro. El papel nos invita
a tocar, creando una especie de erótica que nos produce una relación más íntima
con el libro. Y lo que es más importante: hay una relación directa con él. Se le
puede dejar en cualquier momento, se le puede adelantar sus páginas. Se tiene
el derecho a cerrarlo y abrirlo en momentos en que decida hacerlo. Como se ve,
el lector gana con ese importante paso de "intimización". El lector
pasa a cumplir un rol diferente. Ya no es el consumidor de signos, puede llegar
a ser el intérprete y, como lo afirma Roland Barthes, mata al autor y se
apropia el mismo de los sentidos que le propone el objeto cultural. "Lejos
de ser pasivo, deviene co-creador del universo descrito por el escritor"
(Nguyen). Daniel Pennac enumera de esta manera los derechos del lector: tiene
derecho a no leer, a saltar las páginas, a o terminar un libro, a releerlo, no
importa dónde ni cuándo. El lector decide hacerse solitario, crearse su espacio
en la casa, contactar el libro en una escena muy íntima, donde el silencio es
un gran ayudante.
Pero grandes
hombres han manifestado serias reservas respecto al libro. Sócrates se negó
siempre a escribir uno. Creía más en la oralidad, en la memoria. Pensaba que
los libros escritos eran como efigies; si le interrogaban se quedaban mudas.
Cristo, otro hombre de impacto trascendente en la humanidad occidental, tampoco
nos legó libros. Su evangelio fue urdido oralmente; fueron sus discípulos los
que difundieron sus palabras valiéndose del libro. Y los padres de la reflexión
contemporánea sobre el lenguaje, como son Ferdinand de Saussure y John Austin
no dejaron libro, sino conversaciones que sus discípulo convirtieron en
manuales paradigmáticos de lo que hoy es la lingüística y la pragmática.
Asistimos
hoy a la cultura de la globalidad, cuya esencia es una red de interconexión que
nos impide ignorar la coexistencia de un inmenso y plural abanico cultural. Una
cultura que ha redefinido el modelo cognitivo de la materialidad, haciendo que
ésta entre en un terreno de inquietante ambigüedad, al ser prácticamente
sustituida por una inflacionada cultura semiotista. Esto quiere decir que las
viejas riquezas que se creaban en virtud de la producción de objetos físicos
son sustituidas por una nueva mercancía facturada prácticamente con la ficción.
Esa
semiotización de la cultura crea nuevas nociones del espacio y del tiempo. La
cultura moderna forjó su espacio con base a átomos; la cultura contemporánea,
que algunos llaman postmoderna, se
sustenta esencialmente en bits. Su episteme
(para ser fiel a Foucault) idea un tiempo y un espacio totalmente relacional,
virtual, cuya existencia no necesariamente tiene soporte físico.
El mundo de
ahora es global no porque sea uno solo; porque todo es uno, sino porque ha
creado un lugar privilegiado de conexión, que nos permite constatar que
nuestras fronteras geográficas están profundamente perforadas por el deseo de
comunicarnos.
A la
construcción de ese espacio ha contribuido enormemente la tecnología
informática, y en especial el Internet, que podríamos conceptualizar como el
nuevo libro de la era global.
¿Cuál sería
la característica de ese libro? En primer lugar, su construcción de un material
absolutamente sígnico. Su papel no sería ya dar a conocer el mundo, sino
interconectarlo. Su materialidad no sería, pues, atómica, sino relacional. Si
la epistemología tradicional se obsesionó con plantearse una ciencia de
vocación contenidista, la nueva epistemología que surge en la cultura global se
va a ocupar denodadamente de los goznes que imbrican la complejidad en que se
nos convertido el mundo. Por ello los constructos de textos y discurso se
transforman. La idea de textura, de urdimbre y de discurrimiento va a ser
complementada con la de hipertexto, una materia "inmaterial" que
funda el libro de la cultural global.
Un
hipertexto es conexión; su base de fundamentación son los vínculos (links) y los nodos. El libro de la
globalidad será, entonces, aquél que no muestra el mundo, sino el que lo
relaciona.
Habría que
hablar no sólo del libro sino del destino de las bibliotecas, epicentro de del
saber moderno. Jorge Luis Borges, con su acostumbrada ironía mordaz, nos habló,
cuando aún no había explotado la fiebre
digital, de la “Biblioteca Total”, imaginando una Alejandría utópica donde
todos los libros del universo convergieran. Esa profecía llegó con una alta
carga verosímil en los noventa y se acentuó en los primeros años del tercer
milenio. Esa “felicidad extravagante” que exhibió el poeta argentino, hoy es
según Roger Chartier la “República
Digital del Saber”, a cuya cabeza está una de las empresas trasnacionales más
productiva de la actualidad: Google. Esa república aspira la creación de la
gran biblioteca universal, donde se localicen “Todos los libros para cada
lector, donde quiera que esté: el sueño es magnífico, promete un acceso
universal de los saberes y de la belleza”.
Varias
alternativas han surgido para crear esa república. La primera es la concreción
del mito de la Biblioteca
de Alejandría mediante la digitalización de todos los libros de las grandes
bibliotecas y colocarlos en un inmenso
espacio virtual, al que se tenga acceso desde cualquier parte del mundo. Esta iniciativa ha despertado un entusiasmo
exacerbado en los fanáticos de la modernización, quienes se obsesionan con la
idea de la utopía alejandrina. En el propio Estados Unidos, país donde funciona
la trasnacional, el Departamento de Justicia inició un juicio contra Google por
una posible violación de la Ley Anti
Trust. Es decir, los propios empresarios alertan sobre un posible monopolio del
comercio digital del libro. Pero esa alerta
se hace con mayor énfasis desde los escenarios culturales. Chartier, estudioso
del libro como elementos fundamental de la civilización occidental, llama la
atención sobre la posibilidad de que dicha empresa monopolice el acceso a los
libros del pasado, del presente y del porvenir. Sostiene que más que una
biblioteca universal a la disposición de la humanidad, la citada empresa se
mueve en una lógica mercantil. La digitalización de los libros de las
bibliotecas debió ser una iniciativa de los organismos culturales, como la UNESCO o de las
universidades. Por eso compartimos la alerta del investigador francés: “La
apropiación privada de un patrimonio público, puesto a disposición de una
empresa comercial, puede parecer chocante”.
El libro de
papel recibe en estos días una grave amenaza. Se trata del e-book, o libro digital. Es un libro sin papel, que no se compra en
la librería tradicional, sino que se
adquiere en la red. Se lee en un aparato cuya pantalla tiene las mismas
características del papel libro; con niveles de luces que no perturben la
vista, como sí lo hacen las pantallas de los computadores. Sus páginas son virtuales. El aparato alberga
miles de libros. De manera que en nuestros bolsillos podremos cargar la
biblioteca. Nueve empresas pelean en estos momentos el mercado de la venta del
referido dispositivo. Y mucho menos empresas se aprestan a servir de editoras,
dos de ellas ya poderosas: Amazon y la misma Google Edition. Los libros se compran
desde el aparato, donde quiere que esté el lector.
También aquí
gravita el peligro de la monopolización de los libros. Nunca más acertada la
frase de Rubén Darío: “El pez grande se comerá al pez pequeño”. Ya ha comenzado
a pasar con el cine. Los cines pequeños desaparecieron y fueron sustituidos por
las salas múltiples de los malls, que contratan con las grandes distribuidoras
de cine que han uniformado el gusto, privándonos de grandes cines, que sólo
vemos en las Sala de Ensayo o en nuestros aparatos de DVD. Igual pudiera
ocurrir con la difusión de la literatura y los libros académicos, que entrarían
a competir desventajosamente con los libros de auto ayuda o la pseudo
literatura.
Otra forma de difusión consiste en el llamado libro
“Expresso”, que se producen en máquinas parecidas a los de cafés o de bebidas
rápidas. El libro se pedirá a la carta. El operador tecleará nuestra pedido, y
en minutos aparecerá el libro, con su tapa y todo, igualito al libro
tradicional. El negocio no consiste sólo en poseer tal equipo, sino el
monopolio editorial. Las grandes editoras mandarán en el negocio. Hay ventajas,
sobre estas modalidades del libro. Una de ellas entusiasma a los ecologistas:
por supuesto se ahorraría mucho papel, y miles de árboles se salvarían. La otra
es que las Universidades podrían mediar para promover sus libros académicos,
del que sólo se imprimiría los libros que se soliciten.
También
habría que hablar de cómo se configurará el libro que vendrá. Ya sabemos que no
sólo será de papel, que casi no estará
en las bibliotecas y que tendrá que sortear los peligros del mercantilismo.
Pero de igual manera habrá que pensar si estará hecho de páginas, que pasaremos
una a una. O si sus itinerarios de lectura serán la textualidad o la
hipertextualidad. O si su percepción hará uso sólo de la vista, algunos e-books
serán multimediales: traerán sonidos, videos, etc. y podrán activar
múltiples links.
La pugna
entre el libro tradicional y el hiperlibro está latente. Aún el primero manda. Al
segundo todavía se le observa como juegos muy típicos de la cultura postmoderna
presentista e hiperkinética. .
Referencias
Barthes, Roland. (1968), "La muerte del autor", en El susurro del lenguaje,
Barcelona, Paidós, 1987, págs. 65-71.
Borges, J.L. (1980). Borges oral. Barcelona:
Alianza.
Chartier, Roger (2009). “L`avenir
numerique du livre”. Le Monde, 27/10/09.
p. 20.
Climent, Jean. (2005) “Du texte à
l'hypertexte: vers une épistémologie de la discursivité hypertextuelle ». Recuperado
31 de octubre de 2010. http://hypermedia.univ-paris8.fr/jean/articles/discursivite.htm.
Genete, G. (1989). Palimpsestos: Literatura en segundo grado.
Madrid : Taurus.
Hampaté, Amadou(1985). Lettre à la Jeunesse. Ministerio de Cultura de Malí. Recuperado 31 de
octubre de 2010. http://w3.culture.gov.ml/a-culturelles/centenaire/lettre.html (31/10/05).
Pennac, D. (2005). “Los derechos
imprescindibles del lector”. Ediciones del Sur. Recuperado 31 de octubre
de 2005. http://www.edicionesdelsur.com/articulo_111.htm
*Texto leído en un conversatorio celebrado el pasado 27 de julio en el marco de la VII Feria del Libro de Caracas, auspiciada por Fundarte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario