viernes, 4 de octubre de 2019

Anna y el mar

Kettly Mars *



 Nació en Puerto Príncipe (Haití) en 1958. Poeta y narradora. Las novelas que ha publicado son Kasalé (2003), Vents d’ Ailleurs (Vientos de otras partes) (2007), L´heure hybride (La hora híbrida) (2005), Fado (2008), Saisons sauvage (Estación salvaje) (2010). Sus libros de poemas son Feu de miel (Fuego de miel) (1997) y Feulements et sanglots (Gruñidos y sollozos) (2001).      




Ilustración: Celso Medina


Lo va a matar. Tan cierto como que ella se llama Anna. Matarlo, para comenzar al fin su vida. Ése será su grito de guerra, su libertad, su primer orgasmo, ese placer que, parece estremecerla, de la cabeza a los pies.  Piensa en un veneno o en una sobredosis en su medicina. Un medio que no exija ningún esfuerzo físico para sus años. Ella está vieja y débil.  Lo ha dado todo, lo ha consagrado todo, sus años verdes, su savia, su esperanza, sus largas noches esperando su paso vacilante bajo los efectos del alcohol, trepando la escalera de madera. Toda su vida ha limpiado sus vómitos, cambiado sus sábanas, lavado sus oídos con jugo de limón. Todo eso para nada, para recibir a cambio indiferencia y humillación. Hoy ya no puede más. Ella lo va matar. Tan sólo al levantarse el sol, un último crepúsculo sin su tiránica presencia bien valdría la pena de ser experimentado. Por primera vez después de medio siglo, Anna osó dejar que esa idea atravesara el campo de su conciencia.  Esa cárcel largamente encerrada en las catacumbas de su ser veía su fin. Apenas se ponía el sol, la tomaba de la mano y comenzaba su calvario. Anna estaba deslumbrada.  Como una marejada levantándose de las trombas de las aguas tan altas como las montañas, su decisión provoca un inmenso remolino en todo su cuerpo. Ella zozobra. Tiene miedo pero sonríe. Debe  sentarse rápidamente  sobre una silla, tiemblan sus piernas.  Una marejada sube y desciende sobre su pecho a una velocidad acelerada. Anna abre enormemente su boca para respirar, para dejar que pase el viento de la libertad que busca su ruta a través de ella. El viento que viene del mar.
Luego viene la calma a su espíritu. Como la hora del mediodía, cuando el mar borracho de sol parece un lago de aceite.  En la planta de arriba, el ciego golpea su bastón en el piso.  Anna espera que golpeé tres veces, para llamar a Clara, la pobrecita. El bastón suena dos veces. Esto es lo que ella espera. Se desespera por subir.  Su condición de esclava no le pesa más ahora. En cuarenta y ocho horas sus cadenas se romperán. Se quedará en la cama todo el día si el corazón se lo exige, se ocupará de su jardín, o irá a dar un paseo por la plaza, a la sombra de los grandes médanos, para mirar el intenso azul del mar, su amigo.  Un olor a orina flota en la pieza.  Clara aún no ha vaciado la bacinilla.  A pesar de su insistencia, sus súplicas, el ciego se niega a vivir en la planta baja donde hay el único sanitario de la vieja casa. Todo debe hacerse en la planta alta, su baño, su comida, sus necesidades.  No cuenta más el número de veces que la pobre Clara y ella suben los dieciséis escalones de madera en una jornada.  Sus tobillos inflamados ya no pueden más.  En su última visita, el Doctor Plantain le diagnosticó un soplo en el corazón y desaconsejó las escaleras. Un soplo en el corazón… no, el nada había comprendido, no obstante un gran viento de libertad provocó la aceleración de su sangre. Anna pensó en El Albano, restos sumergidos en las arenas de la bahía. Ella no quería ser como esa masa de hierro ruinoso, fantasma invadido por el azul del mar.  Ya siente el vaso burbujear bajo sus pies, un torbellino que la propulsará hacia arriba se ceba sobre ella, hacia la luz.
Anna mira a su marido, el ciego. Si el muere, ¿quién sospecharía de ella? ¿Ella, Anna, la dulce mujer del notario, la esposa ejemplar, la compañera devota y silenciosa?  Escucha el estrépito de los paquetes que chocan en la Playa Congo. Ciertos días de marea alta, a lo lejos, los bancos de olas tienen el aire de  fabulosos monstruos azules tomando por asalto la ciudad.  Toda su vida de jacqmeliana escuchó el rumor de la marea, su canción salvaje, la sinfonía de sus amores con el viento. Sólo el mar sabrá su secreto. El mar su cómplice, tanto en la inofensiva superficie como en las profundidades letales.
¿Quién sino el mar conocía las heridas de Anna, a quien siempre le confió sus lágrimas? Ni siquiera a su difunta madre le contó la humillación de su noche de bodas. No cesan de decir cosas por allí. Su virginidad, ese hilo de carne preciosamente guardado para su honor y la respetabilidad de su familia, incluso su virginidad le era reprochada.  El hombre presuroso, torpe no ha sabido abrir su cuerpo de virgen crispada, su frágil erección no podía sino ser el obstáculo. A cada nueva tentativa devenía floja y violenta.  Para enmascarar su torpeza, la hacía responsable de su impotencia.  Sin experiencia, sintiéndose culpable, Anna no hacía sino llorar. ¿Cómo podría ella saber que su esposo, buen partido, asediado por tantas mujeres casaderas de la ciudad, había pasado su noche de boda en la casa de las putas?, el joven notario, el florido partido de la sociedad jacmeliana ¿estrenando juguetes? Su madre seguramente le hubiese dicho que se resignara… es la cara de todas las mujeres, mi hija, la felicidad no es más que una utopía… la seguridad de un hogar cuenta más que todo… piensa en todas aquellas que soñaron tener tu oportunidad… toma ejemplo de mí… sé paciente. Anna mira al ciego, mientras la burbuja de la espuma le llena del rostro. Él quiere estar mejor afeitado hoy, espera una visita. Ella prepara el agua jabonosa y la servilleta.
¿Quién podría sospechar de ella, a su edad? Ella no tuvo nunca amante. Su cuerpo arrugado no conoce el amor, ignora el gusto de la felicidad. Los sublimes éxtasis, los espasmos, los viajes al séptimo cielo: se niega a creer en todo eso, ubicándolo en la categoría de mitos para engañar a las jóvenes ingenuas. El notario no sabe amar. Suele tomarla violentamente, se lanza encima de ella generalmente cuando está desnuda, después de bañarse, el único momento en que podía hacer algo parecido a un performance erótico. El pene flácido del hombre capitulaba ante el menor obstáculo, no esperaba que se bajara sus pantaletas o que se bajara sus sostenes. A veces eyaculaba antes de que la penetrara. Anna nunca comprendió el porqué esas jóvenes rondaban al notario. ¿Qué le conseguían? ¿Se comportaba con ellas de la misma manera como lo hacía con su esposa en la cama? Nunca encontró respuesta a esa pregunta. El vientre de Anna nunca albergó niños, no pudo darle descendientes al notario. Pero sus rivales fuero más exitosas en cuanto a fertilidad. Al menos una docena de bastardos llevan en el pueblo los ojos grises del notario y sus cabellos de bucles. Nunca quiso rivalizar con ellas. En el fondo, le hacían un favor recibiendo los desbordamientos frustrantes de su esposo. Él la había desflorado con la punta de su anillo, una tarde en la que estaba más borracho que lo habitual… Solo al mar Anna había confiado su dolor y sus gritos. Mañana enviará a Absalón, el mensajero, a la farmacia. Un frasco de valeriana, he aquí el precio de la paz. El notario lo tomaba regularmente para sus dolores de estómago. Ella solo tenía que verter todo el contenido del frasquito en la tisana que tomará antes de acostarse. Un rezo de corazón lanza Anna hacia el mar, a la gran marejada que le enviaba, al fin, un mensaje de libertad.
¿Quién lo dudaría? ¿Quién conocía el gusto amargo que le dejaba en la boca, después de tanto tiempo, ese matrimonio arreglado por dos familias que querían garantizar la perennidad y su rango social y acrecentar su patrimonio terrenal? Anna recuerda aún los galanteos apenas insinuados, salidos con desgano de su voz. Recuerda las visitas embaucadoras, planificadas por su pretendiente, bello joven de mirada fría, al que ella no osaba mirar a sus ojos. Oh… insoportable hipócrita.  Le habría amado, además, puesto que no tenía otra elección. Estaba preparada para amarlo y obedecerlo. No obstante, el hombre le guardaba rencor por un impedimento del que ella no tenía culpa y le hacía pagar cada día de su vida este himen que no fue sino una sucesión de infamias. A sus raros momentos de armonía le seguían semanas y semanas de tensión que Anna soportaba estoicamente por miedo a que los rumores se propagaran en su pequeño pueblo a la velocidad del fuego en un campo de caña.
Cincuenta años de una vida de esposa ejemplar… La mujer del notario es citada como modelo en las reuniones de damas del patronazgo y en los clubes de jóvenes mujeres católicas fervientes. Anna raramente falta a misa del domingo. Su bello jardín es tenido siempre como reservorio de las flores que se llevan a la Fiesta de Dios. Cuando la vista del notario baja, todo Jacmel constata la pena que marchita la sonrisa de la esposa. ¿Sabía que se ensañaba contra su mujer por su impotencia? Cada día es más exigente, brusco, intransigente. Sus accesos de cólera aumentan con más violencia y frecuencia. Debía darle la comida en la boca, como al bebé que nunca tuvo. Ella verterá todo el frasco en el brebaje caliente y bien azucarado y le mirará beber hasta la última gota. Luego iría a dormir tranquilamente. Mañana será el primer día del resto de su vida.
Anna afeita a su esposo. La hoja afilada corta los pelos tupidos que hacen el mismo ruido que los granos de arenas traídos por el reflujo del mar.  Siente sobre su rostro la respiración sibilante del notario. Conoce el olor acre de su aliento. Nunca la ha besado en su boca. Una vez, al retorno del cine, todavía bajo el encanto de una emocionante película romántica, quiso hacer como la actriz. Se abalanzó contra su hombre en la esquina de un portal, escondiéndose en la oscuridad, y lo besó. Él la rechazó con fuerza, con una expresión de violento disgusto en los ojos. Ella lo había sorprendido besando en plena boca a la mujer del dentista, en su oficina. ¿Sabían ellos, los buenos ciudadanos del pueblo, que ella tenía prohibido el acceso a la oficina a partir de ese día? Desde su balcón, viendo el mar, con frecuencia observaba salir damas de esa oficina, con sus cabelleras revueltas, sus sostenes arrugados, los párpados pesados. Él beberá la tisana, como todas las tardes, el platillo debajo  de su mentón, sin aproximarse pues él no soportaba el contacto con su cuerpo. Anna esperaría el primer grito de Clara. Cada mañana, a las cinco en punto, la buena muchacha subía el café al notario. Ella tocará la puerta, no esperará respuesta, tocará de nuevo. Intrigada, empujará, se aproximará a la cama. La bandeja se caerá de sus manos cuando vea los ojos desorbitados, al notario en los brazos de la muerte.
¿Qué va a hacer con su tiempo? Anna no consigue aún respuesta. Será difícil imaginar una vida donde cada hora, cada minuto no se consagre sino a su señor y dueño, a asegurar que su sopa no esté ni muy caliente ni muy fría, que el roti esté en su punto, a que su orinal se encuentre siempre en el mismo lugar, seis paso a la izquierda del armario…. Transformará el estudio, regalará todos los manuales de derecho, todos los códigos civiles polvorientos, quemará pilas de papeles que no sirven para nada. Vaciará los armarios del notario, dará a los pobres sus vestidos, sus zapatos, sus sombreros. Cambiará la disposición de los muebles del salón, reparará las cortinas y le pondría tela floreada.  Todos los días hará un largo paseo sobre la playa, como en los tiempos de su infancia, para hablarle al mar, agradecerle su atención. Ella va… ella lo va a matar. Anna se siente fuerte, poderosa, por una vez ella tiene la vida en sus manos, la muerte también, el poder absoluto de decisión. Mañana, Absalón irá a la farmacia. Un gran frasco de valeriana, nada nuevo en la rutina de la casa del notario.  Ella mirará a su marido beber su tisana refunfuñando como de ordinario, el brebaje no ha sido siempre ni muy dulce ni muy fuerte. Mañana ella hará una buena tisana, justo en su punto. Solo una noche y la siguiente será la última.
Los gritos despertaron a Anna, alaridos de mujer. Echó una ojeada a las agujas fosforescentes de su despertador, cinco y diez minutos. Un gallo canta. ¿Quién grita? No podía ser sino Clara, nadie más habita en la casa con ella y con el ciego. Anna no comprende. ¿Qué día es hoy? ¿Quién ha adelantado el tiempo? Esperaba esos gritos mañana en la mañana. Esta tarde ella pondría su plan en ejecución. Absalón… la farmacia… la valeriana… nada de eso ha ocurrido todavía. Hay un error, el escenario ha sido cambiado. ¿Sino por qué entonces se desgañitaba Clara? Haría bien en irla a ver. Temblorosa, Anna se puso un chal sobre la espalda y corrió a lo largo del pasillo hasta llegar al cuarto del notario. Consiguió a Clara en la entrada de la puerta, la bandeja de café en la mano. Petrificada, la pobre muchacha no grita más. Anna se niega a comprender la escena que ve. La película se ha adelantado, y su papel ha sido anulado. El notario yace sobre sus espaldas, su boca abierta, sus ojos también abiertos contemplando la eternidad. Una mosca revolotea alrededor de su rostro.  Está muerto el notario en su cama, con su buena muerte. Anna no cree en lo que ven sus ojos. La marea es fuerte esta mañana. Se avizora mal tiempo. El mar ruge.
Su marido le ha hecho trampa. Le ha robado su venganza, privándola del único acto de coraje que habría emprendido en toda su perra vida.  Llora. Anna llora de rabia y de frustración. La buena gente comprende y comparte su dolor.  La mujer del notario está inconsolable, sus lágrimas no se agotan… La desesperanza de Anna alimenta la crónica de la ciudad. Se teme por su equilibrio mental. ¿Podría ella sobreponerse a la pena que la devasta?  En el entierro parecía un fantasma bajo su gran velo negro de viuda. Anna no quiere ver a nadie. Ah… el buen ejemplo de entrega y fidelidad, dicen en el pueblo… Anna no lo comprenderá nunca. La muerte le ha robado veinticuatro horas. Apenas saliera el sol, ella habría devenido dueña de su destino. Su libertad no llegó. El notario le jugó sucio. Ni siquiera el mar la comprendía, rompía con estrépito contra las rocas, se agitaba en los manglares, las espumas se dispersaban, enloquecidas. Como Anna, el océano no resistía esta traición. La viuda no abandona su balcón, contempla el mar horas tras horas. Las cortinas del salón no han cambiado. Los muebles están en el mismo lugar. La cama polvorienta se ha vuelto más pesada en el estudio desierto. En la sombra de los armarios, los vestidos del notario palidecen. De igual modo el jardín agoniza.
Anna va directo al mar. Mira fijamente delante de él. Todos sus caminos conducen inexorablemente al océano, ningún obstáculo tiene en el presente. Ella ha devenido en una parte del gran azul, pues su mal de vivir es tan vasto y tan profundo como la extensión del agua que llama día y noche. El acantilado es profundo. Corre el riesgo de caerse. Ella atraviesa la plaza, toma la estrecha calle que bordea el Hotel de Grand Manoir. Visita la pensión de las hermanas, el depósito de la administración de aduanas, pero ella no ve a nadie.  Llega a la playa. Niños juegan a lo lejos.  Sus risas se borran al chocar con el viento. El viento ondula sus cabellos grises, levanta su vestido, sus frágiles piernas vacilan. Va siempre directo hacia el desembarcadero. No ha podido sobreponerse a su pena. Ha fracasado ante el llamado de la vida. No siente más el sabor de la sal en su boca. Le falta su odio, como un niño difunto, como un miembro amputado. Anna deambula por su casa, extraviada, buscando en todos los cajones su dolor, que le han robado. Anna va al mar, para fundirse en su inmensidad. En fin, vivirá sus verdaderas nupcias, finalmente va a liberar su cuerpo y su alma. Avanza hasta el extremo del malecón. El mar furioso, ávido, se lanza hacia ella para atraparla, para llevársela. El viento la atraviesa de parte a parte. La espuma helada la salpica. Anna retrocede dos pasos. El corazón batiente salta de su pecho, la mirada perdida en la ondulación del agua, luego ella se lanza sin cerrar los ojos.

Traducción al español: Celso Medina 

2 comentarios:

Dionisio Nuñez dijo...

No hay peor enemigo que la conciencia...

Unknown dijo...

Excelente narración. Realidad interior, la "verdad", contra la realidad del común