viernes, 13 de septiembre de 2019

Jesús de Nazareth o la apuesta perdida
Celso Medina


Mi madre nunca me explicó por qué me puso Celso  (en griego: Κέλσος [Kelsos]). Apenas tenía ella 22 años cuando yo nací. Aprendió a leer mucho tiempo después. De modo que nada podía saber del origen griego de mi nombre. Ignoraba que quien lo portó, allá en la Grecia del siglo II, era un rabioso anticristiano, que acusó a María, la madre de Cristo, de haberse amancebado con un soldado romano para dar origen a Jesucristo. Por supuesto, la abuela Manuela, jamás supo tampoco del origen de ese nombre. Si lo hubiera sabido, no hubiera consentido que me lo pusieran, ya que rememora la injuria contra una figura a la que rezaba todos los días.


¿Qué es un nombre? ¿Una etiqueta? ¿La punta de un iceberg que asoma la aspiración de un padre o madre respecto al futuro de su hijo? Puede suceder que sean ambas cosas. Hay quienes acuden a la onomástica tradicional y ponen nombres a sus hijos, sin pensar en ninguna explicación. Los llaman Pedro, Pablo, José, Jesús… y nada más. El nombre impuesto no quiere ser sino una nominación que aparecerá en la partida de nacimiento, en la cédula o en las partidas de bautismo. Pero otros tienen otras razones: repiten los nombres de los padres, de las abuelas o de los compadres… Son simples homenajes a la tradición familiar,  a la amistad o la revelación de admiraciones a personajes públicos. Otras veces, a los padres les da por lo lúdico: mezclan las letras de sus nombres o se fijan en la sonoridad de algunas palabras o  usan denominaciones de ríos, ciudades, etc.  En síntesis, no hay en ellos ninguna intención simbólica, ni a lo que aspira un personaje de Lewis Carrol, en Alicia en el país de la maravilla,  “que los nombres se parezcan a lo que nombran”.  
Pero sí puede haber intención en aquellos padres que recurren a ciertas fuentes para trazar en los nombres de los hijos sus deseos. No es gratuito que en los años 60 o 70 abundasen los Estalin, los Ilich, los Lenín, los Camilo, los Ernesto, los Jorge, etc.  Fueron los años del clímax revolucionario, en los que la utopía reinaba. La ironía posteriormente se hizo patente, cuando luego vimos cómo esas personas comenzaron a mostrar militancias políticas, absolutamente distintas a las de sus padres. O que los padres mismos se arrepintiesen de haberles puesto esos nombres a sus hijos.
En la literatura abundan los llamados nombres-emblemas, que muchas veces  tienen propósitos moralistas, como el Próspero, del Ariel de Rodó. Otros escritores buscan parodiar, como el caso del cuento "Jesús Napoleón Bolívar" de Andrés Eloy Blanco, que aparece en su único libro de relatos llamado La aeroplana clueca. Ese nombre  impacta en el protagonista; sus padres pusieron demasiadas expectativas en él, y terminó no como un héroe, tuvo que "andar sobre una mula vendiendo encajes". Rufino Blanco Fombona escenifica la abulia del venezolano, en tiempos de la dictadura de Gómez, cuando en El hombre de hierro, crea su personaje Crispín Luz,  un ser apagado, gris, que muere de abulia y por los cuernos de su esposa. Y Rómulo Gallegos no da nombre a Doña Bárbara gratuitamente. Quiere significar en ella la barbarie, el atraso, la inconsciencia. Por supuesto, tampoco Santos Luzardo se llama así por azar. Luz-ardo quiere alumbrar el territorio inhóspito que domina la Doña del llano. No en vano Guillermo Meneses tituló su novela más importante El falso cuaderno de Narciso Espejo. Nadie se llama Narciso ni se apellida Espejo así no más. Por supuesto, hay otras sutilezas en el uso de los nombres en literatura. Joyce llama a uno de sus personajes “La Señora Synico”, no por ella, sino por su esposo, que realmente es un cínico consumado. Los nombres que pueblan la gran novela río de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, tampoco son gratuitos. Por ellos circulan la mentalidad de la Francia de finales del siglo XIX y comienzos del XX.
Pero en el caso de la literatura, el escritor tiene una ventaja. Cuando da nombre a un personaje, puede hacer que se cumpla la prédica de Carrrol: “que los nombres se parezcan a lo que nombran”.  Como creador, puede manejar el futuro del personaje, imprimirle su moral, matarlo, hacerlo héroe o volverlo un ser mediocre. Eso no ocurre con el padre o la madre. Ellos portan los genes y la educación que pueden dar. Los seres que engendran ni son personajes ni son máquinas; solo personas expuestas al mundo, a sus potencias y a sus carencias.
Los nombres pueden ser también apuestas,  que no son gratuitas, como es mi caso. Me llamo Celso, pero pude llamarme Jesús, como mi hermano. En ese nombre no se apostaba nada. Las apuestas-nombres generalmente están destinadas a perderse. Primero, porque la vida es más azar que orden. Segundo, porque muchas veces las ironías se encargan de desbarrancarlas estruendosamente, a veces acompañadas de terribles tragedias.
¿A qué apostaba la familia Orense Sánchez cuando pusieron hace 19 años a su hijo Jesús de Nazaret? No es un nombre gratuito, por supuesto. Más carga ilusionante no se puede esperar. ¿Cuál era el telos de esos padres para con su hijo? Quizás, en el hogar se leía la biblia. Se presiente algún espacio para la oración. Si, como lo afirma Carrol, el nombre tiene que  corresponderse con lo que es nombrado, alguna bondad se apostaba en él.
¿Qué pasó por la mente de esos padres cuando leyeron en un periódico de Maturín, el pasado 9 de septiembre, que su hijo había sido detenido por haber participado en diversas prácticas delincuenciales en la llamada banda de “Catire Malo”? Jesús de Nazaret se equivocó de cruz; se había puesto al lado, en donde estaban los ladrones. Y dejaba vacío el puesto central de su santidad. Me imagino una tragedia en la mente de esos padres. Sí, porque considero que no escogieron el nombre de su hijo como un acto de ironía, sino como apuesta de futuro. Querían que la imagen de Cristo, en quien suponemos creen, acompañara la vida del ser que engendraron. Pero no, todo se perdió. ¿A quién culpar? Sería irresponsable culparlos solo a ellos. Los padres no son dueños sino de sus ilusiones. Decía Alí Primera que “no basta rezar”. Ciertamente, pero no creo que la solución sea callar los rezos. A lo mejor podríamos acompañarlos de mayor eficacia. Y para esa eficacia tendríamos que hacer esfuerzos para que sobrevivan las ilusiones. La tragedia aquí la situamos no solo en el hijo que termina delincuente, sino también en los padres que pierden sus apuestas, muchas veces porque la realidad es más cruel que sus ilusiones.
Y esto último nos invita a reflexionar sobre el espacio donde se debe poner énfasis para proveernos de esperanzas. Demagógicamente se acusa a la familia del deterioro acelerado de la moral. Esto hace circular la falsa creencia de que la familia puede existir sin la sociedad. Los padres no son dioses. Tienen responsabilidades. Muchos las cumplen; otros, no. Algunos educan como pueden o como creen deben hacerlo. No existe la profesión de padre. ¿Y el papel de la sociedad? El hijo no nace para la familia, sino para ubicarse en un espacio en el mundo. ¿Esta sociedad habrá dejado sola a la familia en este complejo oficio de educar a los hijos?

3 comentarios:

Unknown dijo...

Si y por eso vemos el gran deterioro de nuestra sociedad, anteriormente el vecino( si eras de la ciudad) estaba pendiente de los hijos de la cuadra( en los pueblos todos estaban pendientes de todos) te reprendían si te veían haciendo algo malo,ahora no con sólo asumir" no es mi problema" evadimos la situación.

Dionisio Nuñez dijo...

Los nombres marcadores son muy comunes en casi todas las familias; bien sea para recordar a un abuelo, o a un padre, o a cualquier familiar que haya dejado un grato recuerdo en esa comunidad. CELSO nombre propio masculino de origen latino en su variante en español cuyo significado es " Sublime,Elevado,Excelso"...tu mamá no se equivocó... acertó cual amazona arquera al centro de la diana...

omar dijo...

Hay un cliché muy manoseado que dice que “ la familia es la base de la sociedad”. Por muy baladí que parezca , esta afirmación sigue teniendo sentido. El hombre es un hecho cultural y por ende la familia. Cada grupo social se forja en valores que determinan su comportamiento y sus valores éticos y morales. Sin o con educación los padres somos corresponsables primigenios de perpetuar esos valores que vienen dados no por una teoría filosófica o por una imposición racional , sino por tradiciones ,usos y costumbres ancestrales. En este accionar nadie esta exento de aprender , ni siquiera los mismo padres.