domingo, 28 de octubre de 2018


Sobre el equilibrio y la coherencia
Celso Medina





1
Lo que nos hace humano es nuestro cuerpo vertical. Si fuésemos horizontales, lo tuviéramos más fácil. Dios o la naturaleza -elija usted- hizo al hombre un ser cuya tarea esencial es retar la gravedad. El horizonte es reposo, no tiene posibilidad de caer. Somos lo contrario: seres que podemos caer. De modo que nos definimos siempre como retadores del equilibrio. Ya Darwin nos contó de qué manera fueron apareciendo nuestros órganos. No fueron regalos, sino producto del nuestro hacer en el mundo. Y mucho menos nuestra verticalidad fue gratuita; costó mucho erigirnos. Pero el árbol es también vertical; sí, pero inmóvil. Su verticalidad es llevadera. En cambio, la nuestra no lo es; se nos va la vida en sostenernos de pie.

Y la verticalidad nuestra crece hacia arriba y hacia abajo. Arriba, buscando en el cielo preguntas esenciales; abajo, procurando una raíz que nos dé identidad y entidad. Y nuestro cuerpo flexible, es faro donde vive nuestra vitalidad. Un cuerpo que es ventana y aposento de la vida. Por él vemos, y también aprendemos a hacernos de las verdades que emanan de la realidad.
Con ese cuerpo vivimos en un espacio vecindario, especie de bosque de árboles móviles cuyo oxígeno se forja en una respiración colectiva. No caemos porque ese bosque azóguico posibilita el equilibrio.
Ese bosque es la política, que defino como la red de hombros que se juntan para evitar la caída de todos.
2
Un hombre coherente es un ser que se parece a sí mismo. Pero, ¿cómo llega uno a parecerse a sí mismo? Vivimos presionados por fuerzas que limitan nuestra acción. Una de ella es una coerción que proviene de uno mismo, es un especie de regulación íntima que impacta nuestra conducta frente a los otros. La otra fuerza coercitiva es externa, proviene del mundo que nos hacemos. Si ilustramos esa visión, podríamos ejemplificar con la conducta de un funcionario público, que tiene bajo su responsabilidad administrar recursos. Imaginémonos a ese personaje ante la corrupción. ¿Qué razones pueden llevarlo a no desfalcar el erario? Una es que si lo descubren, podría ir preso o ser sometido al desprecio de sus partidarios y se truncaría su carrera política. Quizás si tiene seguridad de que no será descubierto, sin ningún sentimiento de culpa tomará para sí el dinero que es de todos. Pero hay otra razón que va más allá de considerar el desprecio de los otros; y tiene que ver con una convicción de que el dinero público es sagrado, de que hurtarlo ocasionaría graves daños a la población que necesita que esos recursos se utilicen honestamente para resolver problemas que son de interés colectivo. La primera razón se forja por el temor al castigo de la ley. La segunda, proviene de una fuerza que no necesita de un recurso de vigilancia. En síntesis, en esas dos fuerzas están expresadas dos manifestaciones humanas: la moral y la ética.
Prefiero al hombre ético, antes que el moralista, porque es coherente. Se parece a sí mismo. Cuando se mira, se ve él reflejado en el mundo que ha decidido construir con el otro. Por supuesto, la eticidad no se divorcia de lo moral, porque su accionar tiene una profunda raigambre en el escenario gregario. El moralismo absoluto puede arrojarnos ciegamente al exterior, y el eticismo puro puede hundirnos en el egotismo. La vida es una cuerda tensa que puede romperse si no actuamos plausiblemente. Pero lo importante no es que se rompa la cuerda, sino que sepamos que se puede romper, y que estemos conscientes de que debemos caminar por ella con cautela y convicción. Por allí va la coherencia; por allí va esa necesidad de parecerse a nuestro en sí.
Ese en sí no es la rectitud absoluta, sino el andar plenamente consciente de que caer es una posibilidad, y de que a veces es imposible evitar esa caída.
El hombre padece la realidad. Por ello a ella no se le puede hacer concesiones. Lo importante no es la realidad en la que estemos inmersos, sino las verdades que podemos construir con el mundo que se nos ha dado. Nos debemos a esas verdades.

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