Sobre el equilibrio y
la coherencia
Celso Medina
1
Lo que nos hace humano
es nuestro cuerpo vertical. Si fuésemos horizontales, lo tuviéramos más fácil.
Dios o la naturaleza -elija usted- hizo al hombre un ser cuya tarea esencial es
retar la gravedad. El horizonte es reposo, no tiene posibilidad de caer. Somos
lo contrario: seres que podemos caer. De modo que nos definimos siempre como
retadores del equilibrio. Ya Darwin nos contó de qué manera fueron apareciendo
nuestros órganos. No fueron regalos, sino producto del nuestro hacer en el
mundo. Y mucho menos nuestra verticalidad fue gratuita; costó mucho erigirnos.
Pero el árbol es también vertical; sí, pero inmóvil. Su verticalidad es
llevadera. En cambio, la nuestra no lo es; se nos va la vida en sostenernos de
pie.
Y la verticalidad
nuestra crece hacia arriba y hacia abajo. Arriba, buscando en el cielo
preguntas esenciales; abajo, procurando una raíz que nos dé identidad y
entidad. Y nuestro cuerpo flexible, es faro donde vive nuestra vitalidad. Un
cuerpo que es ventana y aposento de la vida. Por él vemos, y también aprendemos
a hacernos de las verdades que emanan de la realidad.
Con ese cuerpo vivimos
en un espacio vecindario, especie de bosque de árboles móviles cuyo oxígeno se
forja en una respiración colectiva. No caemos porque ese bosque azóguico
posibilita el equilibrio.
Ese bosque es la
política, que defino como la red de hombros que se juntan para evitar la caída
de todos.
2
Un hombre coherente es
un ser que se parece a sí mismo. Pero, ¿cómo llega uno a parecerse a sí mismo?
Vivimos presionados por fuerzas que limitan nuestra acción. Una de ella es una
coerción que proviene de uno mismo, es un especie de regulación íntima que
impacta nuestra conducta frente a los otros. La otra fuerza coercitiva es
externa, proviene del mundo que nos hacemos. Si ilustramos esa visión,
podríamos ejemplificar con la conducta de un funcionario público, que tiene
bajo su responsabilidad administrar recursos. Imaginémonos a ese personaje ante
la corrupción. ¿Qué razones pueden llevarlo a no desfalcar el erario? Una es
que si lo descubren, podría ir preso o ser sometido al desprecio de sus
partidarios y se truncaría su carrera política. Quizás si tiene seguridad de
que no será descubierto, sin ningún sentimiento de culpa tomará para sí el
dinero que es de todos. Pero hay otra razón que va más allá de considerar el
desprecio de los otros; y tiene que ver con una convicción de que el dinero
público es sagrado, de que hurtarlo ocasionaría graves daños a la población que
necesita que esos recursos se utilicen honestamente para resolver problemas que
son de interés colectivo. La primera razón se forja por el temor al castigo de
la ley. La segunda, proviene de una fuerza que no necesita de un recurso de
vigilancia. En síntesis, en esas dos fuerzas están expresadas dos
manifestaciones humanas: la moral y la ética.
Prefiero al hombre
ético, antes que el moralista, porque es coherente. Se parece a sí mismo.
Cuando se mira, se ve él reflejado en el mundo que ha decidido construir con el
otro. Por supuesto, la eticidad no se divorcia de lo moral, porque su accionar
tiene una profunda raigambre en el escenario gregario. El moralismo absoluto
puede arrojarnos ciegamente al exterior, y el eticismo puro puede hundirnos en
el egotismo. La vida es una cuerda tensa que puede romperse si no actuamos plausiblemente.
Pero lo importante no es que se rompa la cuerda, sino que sepamos que se puede
romper, y que estemos conscientes de que debemos caminar por ella con cautela y
convicción. Por allí va la coherencia; por allí va esa necesidad de parecerse a
nuestro en sí.
Ese en sí no es la
rectitud absoluta, sino el andar plenamente consciente de que caer es una
posibilidad, y de que a veces es imposible evitar esa caída.
El hombre padece la realidad. Por ello a ella no se le puede hacer concesiones. Lo importante no es la realidad en la que estemos inmersos, sino las verdades que podemos construir con el mundo que se nos ha dado. Nos debemos a esas verdades.
El hombre padece la realidad. Por ello a ella no se le puede hacer concesiones. Lo importante no es la realidad en la que estemos inmersos, sino las verdades que podemos construir con el mundo que se nos ha dado. Nos debemos a esas verdades.
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