RE-PRESENTACIÓN
De También la mar se queda seca,
Hace 24 años participé
como editor de la novela También la mar se queda seca, en esa labor
encomiable que Alvaro Carrera hizo con su Fondo Editorial Carlos Aponte. Su
autor era Enrique Pérez Luna, en ese momento un joven profesor, a quien ya le
había editado un libro de cuentos (La primera resignación y otros relatos),
en la recién estrenada Biblioteca de Temas y Autores Sucrenses. Enrique era
profesor de la Universidad de Oriente, en ese entonces dedicado a la
Estadística y a la Metodología de la Investigación. Nos conocíamos desde hacía
mucho tiempo: como alumno, padecí, a pesar de él, los enrevesos de los
chi cuadrados, de los percentiles, de las medias, entre otros laberintos
matemáticos que aún no comprendo. De igual manera participamos en algunas
jornadas de emulación en la venta de Tribuna Popular. De manera que
cuando presentamos la novela, un día del año 1993, que no recuerdo exactamente,
no lo hacía en mi condición de ser en ese entonces Director de Cultura del
Estado Sucre, sino de viejo amigo y conocedor de sus oficio de narrador.
Y ahora, el mismo
Enrique me pide que le re-presente su novela, 24 años después. Y he
tenido que volver a visitar ese espacio marino, cuyo tótem esencial en un viejo
barco (el que conocimos en Cumaná como El Cariaco), con una especie de
sacerdote demiurgo, Bernabé, el viejo canoso, que una vez llegó para hacerle
relevo al abuelo recién muerto.
La novelística cumanesa
no es muy prolija. José María Milá de la Roca Díaz, Gustavo Luis Carrera,
Enrique Pérez Luna y recientemente Rubi Guerra conforman esa pequeñísima
tradición de nuestra novela regional. En ellos Cumaná y su ambiente
geoespiritual se trasuntan para brindar un espacio concretamente típico, con su
Golfo de Cariaco como una omnipresencia cuasi mítica.
En el caso de También
la mar se queda seca, de Pérez Luna, observamos una Cumaná que se construye
a partir de una modesta superposición de voces: la voz de un humilde niño que
forjó su vida bañado por un mar donde siempre hay "una historia que
rueda", como lo dice el poema de Eduardo Gasca ,
que sirve de epígrafe a la novela; pero también está la voz de un viejo canoso,
Bernabé, que con su cayado rústico, un simple palo, va tejiendo historias
reales y fabulosas, para maravillar al niño que se alimenta de la fantasía.
Además, en un ejercicio de composición audaz, fragmentos del diario de Colón y
crónicas de la fundación de Cumaná se entreveran para zurcir el tejido de la
ciudad que como lo decía el poeta José Agustín Fernández se parte en dos para
besarse el pecho.
Luego de la distancia de
24 años, me impresiona de esta novela el juego de las perspectivas. Es
altamente significante cómo se puede construir una narración con tan pocas
anécdotas: la muerte del abuelo, la venida de Bernabé, el asesinato de un joven
guerrillero, el encallado del barco El Cariaco, etcéteras (muy pocas
etcéteras). A falta de acción, sobresale
el clima lírico, la perspectiva plural que nos lanza hacia el juego de los
relativismos. En una técnica que coquetea con la estética multiplanar del cine,
las historias se reiteran, se recuentan para ofrecernos una imagen nada estereotipada
de Cumaná.
Pero una cosa aún guardo
de mi primera lectura de este novela de Pérez Luna, es la composición espacialista,
donde el tiempo no corre como línea sino que circula como un espiral. Por eso,
los protagonismos están horizontalizados. Cumaná, la ciudad que sirve de fondo,
recibe a Colón, al viejo canoso, Bernabé, a Mamá Inés en esa geografía intrahistórica, que una vez
definiera Miguel de Unamuno como el espacio de los que viven la historia sin la
aspiración soberbia de "ser históricos".
La escritura de Pérez
Luna se traza con una mano minimalista, que reporta el mundo desde la vida que
discurre sin aspavientos. La historia de esa pequeña pandilla que vive en el
barrio del protagonista, está desprovista de heroísmos. En su heroicidad no hay
dramatismos. Los niños se inician en la vida respirando la sal del Golfo de
Cariaco, y esa sal es la leche que amamanta su alma.
Esa ciudad de Pérez Luna
tiene una topografía muy simple: la plaza, la botica y la iglesia. Y como tótem
centralizador, un barco frente al cual se congregaban los niños para oír las
historias de Bernabé, y para verlo alborotar el oleaje del Golfo de Cariaco.
Cito esta imagen de la novela, para exaltar esa topología particular que Pérez
Luna crea:
Un barco que se hunde y a lo mejor
lo hará cuando ninguno de nosotros exista. ¡Aquellos tiempos! La ansiedad de
gritar en la orilla para que el mar se enfureciera. El revolcarse en la arena y
aquel grito del abuelo del pelo blanquito. (p.53).
El Cariaco, el encallado
barco que todos vimos en el mar de Caigüire, es ahora nostalgia. Algún gobierno
sacó del mar sus viejos hierros, donde nuestros amigos se zambullían para
extraer de sus interiores muchísimas ramas de pepitotas o donde los pescadores
caiguireños hundían sus atarrayas para llevar a sus casas largas ristras de
lisas. Esa novela de Pérez Luna nos sirve para hacer presente ese pasado que se
agolpa en nuestra memoria con jolgorio.
Maturín, 20 de junio de
2007
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