viernes, 27 de julio de 2018


RE-PRESENTACIÓN
De  También la mar se queda seca,

Hace 24 años participé como editor de la novela También la mar se queda seca, en esa labor encomiable que Alvaro Carrera hizo con su Fondo Editorial Carlos Aponte. Su autor era Enrique Pérez Luna, en ese momento un joven profesor, a quien ya le había editado un libro de cuentos (La primera resignación y otros relatos), en la recién estrenada Biblioteca de Temas y Autores Sucrenses. Enrique era profesor de la Universidad de Oriente, en ese entonces dedicado a la Estadística y a la Metodología de la Investigación. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo: como alumno, padecí, a pesar de él, los enrevesos de los chi cuadrados, de los percentiles, de las medias, entre otros laberintos matemáticos que aún no comprendo. De igual manera participamos en algunas jornadas de emulación en la venta de Tribuna Popular. De manera que cuando presentamos la novela, un día del año 1993, que no recuerdo exactamente, no lo hacía en mi condición de ser en ese entonces Director de Cultura del Estado Sucre, sino de viejo amigo y conocedor de sus oficio de narrador.
Y ahora, el mismo Enrique me pide que le re-presente su novela, 24 años después. Y he tenido que volver a visitar ese espacio marino, cuyo tótem esencial en un viejo barco (el que conocimos en Cumaná como El Cariaco), con una especie de sacerdote demiurgo, Bernabé, el viejo canoso, que una vez llegó para hacerle relevo al abuelo recién muerto.
La novelística cumanesa no es muy prolija. José María Milá de la Roca Díaz, Gustavo Luis Carrera, Enrique Pérez Luna y recientemente Rubi Guerra conforman esa pequeñísima tradición de nuestra novela regional. En ellos Cumaná y su ambiente geoespiritual se trasuntan para brindar un espacio concretamente típico, con su Golfo de Cariaco como una omnipresencia cuasi mítica.
En el caso de También la mar se queda seca, de Pérez Luna, observamos una Cumaná que se construye a partir de una modesta superposición de voces: la voz de un humilde niño que forjó su vida bañado por un mar donde siempre hay "una historia que rueda", como lo dice el poema de Eduardo Gasca, que sirve de epígrafe a la novela; pero también está la voz de un viejo canoso, Bernabé, que con su cayado rústico, un simple palo, va tejiendo historias reales y fabulosas, para maravillar al niño que se alimenta de la fantasía. Además, en un ejercicio de composición audaz, fragmentos del diario de Colón y crónicas de la fundación de Cumaná se entreveran para zurcir el tejido de la ciudad que como lo decía el poeta José Agustín Fernández se parte en dos para besarse el pecho.
Luego de la distancia de 24 años, me impresiona de esta novela el juego de las perspectivas. Es altamente significante cómo se puede construir una narración con tan pocas anécdotas: la muerte del abuelo, la venida de Bernabé, el asesinato de un joven guerrillero, el encallado del barco El Cariaco, etcéteras (muy pocas etcéteras).  A falta de acción, sobresale el clima lírico, la perspectiva plural que nos lanza hacia el juego de los relativismos. En una técnica que coquetea con la estética multiplanar del cine, las historias se reiteran, se recuentan para ofrecernos una imagen nada estereotipada de Cumaná.
Pero una cosa aún guardo de mi primera lectura de este novela de Pérez Luna, es la composición espacialista, donde el tiempo no corre como línea sino que circula como un espiral. Por eso, los protagonismos están horizontalizados. Cumaná, la ciudad que sirve de fondo, recibe a Colón, al viejo canoso, Bernabé, a Mamá Inés en  esa geografía intrahistórica, que una vez definiera Miguel de Unamuno como el espacio de los que viven la historia sin la aspiración soberbia de "ser históricos".  
La escritura de Pérez Luna se traza con una mano minimalista, que reporta el mundo desde la vida que discurre sin aspavientos. La historia de esa pequeña pandilla que vive en el barrio del protagonista, está desprovista de heroísmos. En su heroicidad no hay dramatismos. Los niños se inician en la vida respirando la sal del Golfo de Cariaco, y esa sal es la leche que amamanta su alma.
Esa ciudad de Pérez Luna tiene una topografía muy simple: la plaza, la botica y la iglesia. Y como tótem centralizador, un barco frente al cual se congregaban los niños para oír las historias de Bernabé, y para verlo alborotar el oleaje del Golfo de Cariaco. Cito esta imagen de la novela, para exaltar esa topología particular que Pérez Luna crea:
Un barco que se hunde y a lo mejor lo hará cuando ninguno de nosotros exista. ¡Aquellos tiempos! La ansiedad de gritar en la orilla para que el mar se enfureciera. El revolcarse en la arena y aquel grito del abuelo del pelo blanquito. (p.53).

El Cariaco, el encallado barco que todos vimos en el mar de Caigüire, es ahora nostalgia. Algún gobierno sacó del mar sus viejos hierros, donde nuestros amigos se zambullían para extraer de sus interiores muchísimas ramas de pepitotas o donde los pescadores caiguireños hundían sus atarrayas para llevar a sus casas largas ristras de lisas. Esa novela de Pérez Luna nos sirve para hacer presente ese pasado que se agolpa en nuestra memoria con jolgorio.
 Celso Medina
Maturín, 20 de junio de 2007


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