Nadar con conciencia*
Celso Medina
Quisiera comenzar mi
intervención, leyéndoles este cuento del escritor norteamericano, muerto
prematuramente, en el 2008, David Foster Wallace:
Había una vez dos peces jóvenes
que iban nadando
y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba
en dirección contraria; el pez más viejo los saludó con la cabeza
y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguieron
nadando un trecho;
por fin uno de ellos
miró al otro y le dijo: «¿Qué
coño es el agua?
Este
cuento lo extraigo del libro del filósofo italiano Nuccio Ordine, titulado La utilidad de lo inútil, publicado en
el 2013, en el que dicho autor defiende a las humanidades de las andanadas de
improperios que estas reciben por los pedagogos de las competencias y de los
practicismos.
El
cuento de Foster Wallace es una ilustradora metáfora de un modo de educar que
se está inoculando con los modelos neoconductistas educativos. La educación se
concibe como una fábrica de adaptar. El hombre, que superó hace millones de año
su andar deslizante, opera en el mundo por simple imitación. Se nada sin
conciencia de que se vive en el agua. Y nadie se atreve a nadar a
contracorriente. El hombre se concibe, entonces, como un ser que se acomoda al
mundo. Este puede o no ser justo; no importa, el pez que una vez tuvo alas, se
conforma con su aleta para dejarse llevar por la corriente. De allí que
cualquier anzuelo, lo atraiga y muera atraído por carnadas que se ingieren
pasivamente, sin tener conciencia de que representan su muerte. En este relato
el ser verdaderamente educado es ese pez que ha sabido nadar en dirección
contraria, que conoce el agua porque vive en ella con conciencia. Por ello ha
llegado a viejo, sabe conjurar las asechanzas de las carnadas que le vienen de
la superficie.
¿Dónde
se perdió esa conciencia? Para entrar en ese debate recurramos a la filosofa
alemana Hannah Arendt, quien en su libro La
condición humana nos sitúa en el espacio preciso en que naufragó el asunto
del concepto educativo. Arendt nos define al hombre como un ser que labora, que
trabaja y que acciona. El laborante y el
que trabaja es ese pez ciego que solo
sabe dejarse llevar por la corriente. En cambio, el hombre de la acción es el que
conoce el agua, no solo porque nada en ella, sino porque la ha pensado, y
pensándola ha aprendido a no hacerle concesiones a su realidad, por eso puede
contradecirla sensatamente.
La
filósofa alemana señala que la modernidad trajo consigo la glorificación
teórica del trabajo y la consecuencia ha sido la transformación de la sociedad
en una inmensa factoría. Diríamos que más que la glorificación del trabajo,
estamos bajo el imperio de la ideología que lo ha cosificado.
El
agua en la que debemos nadar actualmente es de la sociedad del conocimiento,
presidida por los TICS. Con ella en la década de los 80 se comienza a forjar la
llamada postsociedad, con un postempleado.
El economista norteamericano Guy Standing habla en su libro The Precariat. The New Dangerous
Class, del precariado, perverso neologismo que mezcla proletariado y
precario. Ese postempleo postula la desaparición del trabajador
convirtiéndolo en un empleado sin estabilidad, obligado a formarse para
“incertidumbres” que no se derivan de los conocimientos, sino de las
metamorfosis permanentes de las empresas.
La
postsociedad promueve un estado reducido
a su mínima expresión. Su gran aspiración es convertir al maestro en tutor o
coaching, al aula en talleres de habilidades y la pedagogía en máquina
instructora. La cultura empresarial impregnó todo los ámbitos escolares. La
escuela, que era la vía de los pobres para resolver las deficiencias de su
capital cultural, profundiza el darwinismo social. Los planes educativos
estatales se impregnan del sello empresarialista, y deja de ver a sus educandos
como ciudadanos y los avizora como futuros empleados. El telos de los sistemas
escolares se fija en las corporaciones empresariales, como, por ejemplo, en
Europa la ODCE, mentora intelectual del Modelo por Competencia, que penetró los
currícula de los países europeos y que ya ha iniciado una fuerte influencia en
los países latinoamericanos.
La
sociedad del conocimiento en realidad, no propicia los saberes, subordina la
educación a la información sometida al
consumo. Existe para alimentar necesidades que terminan convirtiéndose en
dinero. La antigua economía fordiana tenía un concepto “atómico” de la
producción. ¿Quiénes eran sus ricos? Empresarios que producían mercancías
objetuales: vehículos, artefactos, etc. Los de ahora son magnates de la
comunicación y banqueros. Ahora asistimos la era del “bit”; lo que genera
riquezas es la producción sígnica: el software o el dinero. De la economía
productora de materia, se pasa a la preeminencia de lo financiero. El billete
incluso pierde su materialidad y profundiza su signicidad a niveles tales que
ya se habla de la sociedad sin dinero material. Esta economía altamente
semiotizada requiere menos empleos, y el trabajo se convierte en un campo
darwiniano feroz. Se compite. Los sindicatos pierden sus fuerzas. Las
contrataciones colectivas son sustituidas por los contratos individuales. Los
empresarios obligan a los estados a hacer profundas modificaciones en las leyes
laborales, y fundamentalmente relajan las relaciones laborales, poniendo en
franca precariedad a los empleados.
Esta
Postsociedad (algunos la llaman postfordiana) al reformular el trabajo, se
trazó la meta de restarle el talante público a los espacios escolares, creando
el caldo de cultivo para que sirvieran fielmente al propósito de su nueva
economía. No solo invadió las competencias de los estados, sino que trasegó su
sello economicista a las nuevas teorías educativas, con la ayuda de la psicología cognitiva, por
ejemplo, concibe la educación y los aprendizajes como una gran operadora de
informaciones. El saber lo diluye en las habilidades. El conocimiento lo reduce
a estrategias de transformación de la información, facturando los rimbombantes
nombres de competencia educativa, mapa cognitivo, marcos cognitivos, etc. Las nuevas evaluaciones han fijado como telos
esencial analizar “los logros cognitivos”, poniendo todo el acento en la visión
cognitivista de lo educativo.
La
gran metáfora que reina en este escenario es la del robot. Algunos hablan de inteligencia artificial. La
robótica da lugar al concepto de ergonomía cognitiva, que propicia los cerebros blandos, que tienden a acoplarse al control
adaptativo. Se aspira a un cerebro laxo, en lugar del cerebro crítico que propició
la modernidad.
El
concepto de incertidumbre se banaliza. Ya no es el escepticismo creativo de los
filósofos existencialista, sino una mistificación tramposa, que lleva al
vaciamiento de las certezas científicas necesarias, mediante unos diseños
curriculares donde se desfondan los contenidos disciplinares, con el argumento
de que el conocimiento actual es profundamente cambiante, y se postula una
cínica paradoja: como no sabemos qué va a enfrentar el futuro profesional, una
vez egresado de las universidades, entonces hay que formarlo en conocimientos
generales, como si la generalidad fuese la panacea para enfrentar lo incierto.
Los estudios universitarios comienzan a alimentar fobias por lo teórico. No es
casual que se intente sustituir al maestro por el coach, y por el computador. Hoy consumimos
instrucciones para operar. El surplus
(exceso) informativo propende una lectura del mundo que en lugar de ir hacia el
saber, siempre lleva al naufragio. Se nos vende la cultura del software con la
“amigabilidad” de la tecnología. La información se ha convertido en una rutina.
Se acumula muchísima información, pero poquísimos saberes.
En
las universidades, pienso que sería bueno leer Cien
Años de Soledad, sobre todo ese capítulo donde Aureliano Buendía descubrió
el hielo. Habría que deshielar el hielo, y para saber de la esencia de esa
agua. De igual modo, podríamos leer con especial interés este fragmento,
atendiendo a una recomendación de Nuccio
Ordine:
Con su terrible
sentido
práctico,
ella
[Úrsula]
no
podía
entender
el negocio del coronel, que cambiaba
los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía
las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un círculo vicioso
exasperante. En verdad,
lo que le interesaba a él no era el negocio sino el trabajo.
Leyendo
ese pasaje, podríamos aprender los universitarios a perderle fobia a lo teórico.
Para no someternos a las blanduras del paradigma educativo hiperpragmático que
se está imponiendo, abandonando la
crítica. El caso más patético es de las universidades europeas. A partir
de 1998, cuando se firma el llamado Plan
Bologna, se produce lo que Luis Bonilla
llama el apagón pedagógico.
José
Luis Pardo escribió para el número XX de la revista Claves de Razón Práctica, de
España, un artículo titulado “El conocimiento líquido”, que se inicia con esta
afirmación muy contundente de la renovación de las universidades: “Empezó la
cosa por un cambio terminológico en apariencia simplemente técnico: en lugar de
tener asignaturas, las carreras universitarias empezaron a tener créditos” (p.
2). Otra metáfora invade el espacio educativo, aquella que concibe el
conocimiento como mercancía cambiable, y los espacios escolares, en especial
las universidades, emulan el sistema
organizativo de una empresa. Este movimiento es alimentado por un dogma
pedagógico que reduce el hecho educativo a las habilidades, las fuentes proviene de la
organización empresarial europea, la OCDE.
¿Cuál es la idea o concepto que maneja esta
organización del lo educativo? Pardo
contrasta la idea educativa heredada de la Ilustración, (que propició “… un
combate contra la ignorancia y la superstición, que concibe el saber como un
instrumento de emancipación de toda clase de “tutores” deseosos de impedir a
los hombres pensar por sí mismos...”(P. 3)) y la llamada “sociedad del
conocimiento”, que genera una perversa
descualificación del conocimiento, convirtiendo a la universidad en una
postsecundaria, donde reaparece el tutor y se precarizan los contenidos de
aprendizajes. Las disciplinas ceden paso a las asignaturas generalistas,
degradando severamente los saberes, convirtiéndolos en herramientas útiles para
el empresariado. Y se impone, entonces
... una forma
necesariamente flexible y difusa (es decir, carente de rigor científico, por
no hablar del moral), porque la propia demanda empresarial depende de las
variables condiciones del mercado (que nada sabe de estructuras académicas,
exigencias teórico- experimentales o disciplinas especializadas, por no hablar
de moral), p. 4
El
señuelo de la incertidumbre crea el caldo de cultivo para una descualificación.
A las instituciones se les consideró como dispensadora de una
sobrecualificación que servía de poco en momentos en que los egresados
universitarios se incorporaban al mercado de trabajo. La educación se encarrila
por los rieles de una gobernanza que debía coadyuvar al equilibrio con la
sociedad civil y el mercado. El empresariado postsocietal transforma el campo
del empleo. Ese mercado se torna lábil, especie de camaleón que se mimetiza en
las metamorfosis de las empresas. Pardo dice en ese sentido:
... y la
habilidad verdaderamente competitiva en nuestro tiempo es la labilidad, es
decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de profesión, de
puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector, una habilidad
tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de mutación.p. 6.
Esa labilidad permea los diseños curriculares,
que adoptan el cuerpo del enfoque instruccional por competencias. La
universidad reduce sus años de escolaridad, mediante un recálculo del creditaje
académico, infla su puntaje. Si antes los créditos educativos se medían
exclusivamente por las horas teóricas y prácticas que los profesores le
dedicaban a sus asignaturas, ahora cambia la noción de “asignatura” por “unidad
curricular”, y considera clave tomar en cuenta el supuesto número de horas que
los alumnos le dedican a sus estudios. Con una falaz interpretación del
constructivismo, sostienen que es el estudiante quien aprende, y así diluye el
profesor al papel de tutor o coaching. La universidad se vuelve una fábrica de
aprendizajes generalistas. Se mistifica la incertidumbre, pero la incertidumbre
de las empresas. Por ello se magnifica el llamado conocimiento “a lo largo de
toda su vida laboral (lifelong education)”,
“solamente una mano de obra (o de “conocimiento”) completamente descualificada
necesita una permanente recualificación, y solo ella es apta –es decir, lo
suficientemente inepta– para recibirla” (p.5). Es decir, el titanismo de la
universidad tradicional, que creaba la idea de profesionales sólidos, se trueca
en profesionales siempre incompletos, a los que no le está permitido el acceso
a las certezas, porque las únicas certezas son las metamorfosis de las
empresas.
La educación tiene que enseñarnos qué es
el agua; es decir ese mundo en el que nos colocaremos cuando la dejemos la
escuela y la universidad. Debe
enseñarnos a nadar, con toda la integridad que dar el nadar; usar el cuerpo
entero, con todos los poros y con nuestra propia brújula. Somos superiores a la
corriente de ese mar, porque el mar no tiene posibilidad de pensar. Nosotros,
si.
3 comentarios:
Saludos mi querido Profesor Celso, mi respeto y mi cariño para usted. Me declaro seguidora y lectora de su blog -gracias al Profesor Peñalver que siempre comparte sus escritos. Me gustaría la posibilidad de compartirlos vía twitter (o cualquier otra red) de manera directa -cada trabajo en particular. Demás está decirle que sus escritos me han llevado a otros mundos, a otros textos... ¡Lo valoro muchísimo! gracias. Evelyn Sánchez
no estoy tan seguro de que el mar no piense... nadar con conciencia, en mi opinión, pasa por tener conciencia de que en el mar es también pensamiento
Un abrazo de pescao, muy buen texto. Y muy acertado el nombre del blog.
Excelente trabajo, celso.
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