sábado, 2 de julio de 2016


Franskestein: Un individuo


Robert De Niro, en Frankenstein, película de Kenneth Branagh

Miguel Benasag

Traducción del francés: Celso Medina


El cuerpo como enemigo

Paradigma del sujeto autónomo, en lucha por dominar el mundo, la figura del individuo moderno no puede ser separada del sueño, del proyecto central de la modernidad, que tiene como eje principal el cientificismo y el racionalismo.  Según este ideal, la conciencia, como forma del sujeto de la racionalidad, se opone a su enemigo más inmediato y más cotidiano: el cuerpo, el propio   cuerpo de cada uno de nosotros. En esta óptica, cada quien, en la misma medida en que participa de la “iluminación”, por mediación de la conciencia, se coloca no obstante en esta misma “condena”,  desafío éste que se   genera por el hecho de poseer un cuerpo.
“Poseer un cuerpo”: ya en esta misma formulación aparece el contenido profundo de la cosmogonía que lo articula: un instante “x”, el “yo” del “yo pienso”, existe y se pronuncia como única prueba de su existencia propia y de aquel mundo. Esta instancia      consciente considera y enuncia que “posee un cuerpo” exactamente como podría decir que se posee un coche o una casa, y en la exacta medida en que, tan estrecha como pueda ser la relación entre esta “posesión”, no existe entonces ningún tipo de identificación entre el “objeto” poseído y el sujeto que lo posee. No obstante el cuerpo es para cada consciencia individual el reto mismo que pone en acción su poder de enmascaramiento.  Así el alma debe manipularla según su voluntad, como si ella manipulase una marioneta sin vida, etimológicamente el “soma” hace justamente referencia a cuerpo como cadáver.
El mito de Frankenstein ilustra perfectamente ese sueño de dominación como ideal de la    libertad humana, dominación desde y a partir del “enemigo interno”, el cuerpo, que debe, como el resto de lo real y de la naturaleza, plegarse al poder de transparencia del yo consciente, ideal del individuo.  Es entonces en el seno de ese dispositivo cultural donde aparece ese mito, actuando como crítica, pero al mismo tiempo como radiografía, interpretación de una época.
Surgido de la genial imaginación de una joven que no tenía, en esa época, no más de dieciocho años, Mary Shelley- cuando  todavía se llamaba Mary Godwin (1918)-, el doctor Frankenstein encarna el paradigma del hombre moderno por la cual el sueño de la razón está ya en trance de convertirse, a los ojos de la joven     novelista y de sus amigos revolucionarios románticos, la pesadilla del espíritu.
Para el racionalismo moderno, si la libertad y la felicidad del hombre son o pasan por la dominación, esta dominación de lo real debe efectuarse por mediación de la razón. Razón que, en el espíritu occidental, es indisociable al determinismo.  La razón y el cientificismo deterministas están también ubicados en lugares de condena: no es reconocido sino es aquello que es analíticamente previsible, y la razón lanza su cruzada por la transparencia total.  En la conquista del “continente negro” (de lo real, de la naturaleza o de la mujer), la transparencia, el despliegue de la complejidad serán un objetivo en sí mismo y para sí mismo.  La representación deviene así más importante que el mundo que ella supone representar pues también este último se obstina en pecar por opacidad y complejidad, haciendo a la vez resistencia al proyecto cientista.
En el seno de este ideal totalitario y totalizante, desplegar lo real, comprender lo real (para poder luego modificarlo a voluntad) pasa de una visión clara e irrumpe aquella figura que pudiéramos nombrar como el “ingeniero”, que sabe cómo construir cosas, las conoce hasta sus más ínfimos constituyentes, sabe montarlo y desmontarlo, y por su obediencia deviene, o está obligado a devenir transparente y moldeable. Es por eso que el ideal de modernidad ha soportado mal su cohabitación con todas las opacidades propias de la vida. La vida es finalmente, a los ojos del ingeniero positivista, un    mecanismo, ciertamente, complejo, pero un mecanismo que al mismo    tiempo puede entenderse como lo que puede ser desmontado, comprendido, transformado y recreado a voluntad. Es decir, un mecanismo que puede y debe ser transparente a la razón.

Misterio y enigma
Todo transcurre como si se tuviese que dejar de lado el misterio, al menos, transformar todos los misterios, toda opacidad en “enigma”. La  diferencia entre misterio y enigma está lejos de ser un simple detalle o una vaga nube semántica.  El concepto de “misterio”, en efecto, nos sugiere un imposible estructural, un pliegue que  no puede ser “desplegado”. En ese concepto, la verdad está ligada, no a un saber a partir del cual se funda y existe todo saber. En el misterio, hay un “no- sabido” infranqueable que no tiene nada que ver con algún oscurantismo, sino más bien con la posibilidad racional y práctica de conocer esta frontera que es la verdad.
Esa posición no es bien entendida ni nueva, es verdad que el “Lo único que sé, es que no sé nada” de Sócrates se perpetúa en los poetas y los pensadores a través de siglos, sin olvidar que esta función fundamental y fundadora del misterio se consigue en el origen des las filosofías taoístas y budistas. Es también finalmente aquello que será fundado como “ciencia” gracias a la teoría de la incertidumbre de Heisenberg y a los teoremas de Gódel. Este no saber  no es entonces un fracaso del saber, sino la fuente de aquél. El no- saber de la verdad no es una falla, es un motor para todo saber que exista como exigencia.  Este “imposible” no funda una prohibición, lo imposible no tiene su origen en la impotencia, sino más bien al contrario, en el seno de la tradición socrática, es este imposible lo que funda los posibles.
Tal es de manera sintética la evocación de una “línea de misterio”. El “enigma”, al contrario, implica una concepción muy diferente que parte del postulado de que un saber a la vez “consistente y completo” es posible. Es lo que significa la famosa frase de Kepler, para el cual lo que diferencia a Dios de lo hombres, es que el primero conoce siempre todos los teoremas, en tanto que los segundos no los conoce todos todavía.  Ese “todavía” muestra bien lo que es el espíritu del hombre de la modernidad, para el cual existen muchos enigmas, como el de los “ángeles muertos”, pero en la estricta medida en que el deberá y podrá conocerlo y dominarlos todo como el conjunto de lo real.
Es así como en una de las cuestiones filosóficas y científicas  centrales que encarnan el enigma del mecanismo de la vida,  se piense que habría que dar una “solución final” (en los  términos en que se expresaban el lógico alemán Hilbert, hablando de problemas que frenaban el        desarrollo de las matemáticas al comienzo de siglo y que tenían que ver con la contradicción). Esta cuestión, es lo que nos permite simplemente enunciar bajo esta pregunta: “¿Qué es un hombre?”. El cientista del comienzo del siglo XIX da una respuesta muy alejada de la de los cientistas positivistas contemporáneos dos siglos después, a saber que el hombre es x metros encerrados en piel, muchos metros de intestinos, metros de circulaciones diversas, metros de músculos, una gran cantidad de agua, etc. Es decir que es suficiente desplegar un hombre para tener un acceso directo a la base del enigma. Un hombre, como cualquiera otro enigma, se resumiría en una agregación de elementos que se pueden y se deben conocer para accionar y dominar lo real. Como si surgiese, en esta confrontación “misterio-enigma” una lucha paralela. Tal posición no puede evitar que evoquemos esta frase de Leibniz: “Allí donde existe seres por agregación no hay seres del todo” .
Pero en 1818, la joven Mary no podía conocer los trabajos que            dieron nacimiento, algunas decenas de años más tarde, a la genética.  Es por eso que, en su relato Franskestein o El Prometeo Moderno, con el objeto de reproducir un hombre, el doctor Frankenstein no tenía posibilidad de una técnica de clonaje, que es hoy en día una realidad. Deberá contentarse con restos humanos aún frescos que recogerá en el cementerio. Pero   nuestro buen doctor no actúa a ciegas, al contrario: anticipándose a casi dos siglos de nuestros genetistas, se preocupa por escoger bien entre los cuerpos que provienen de de personas “bien nacidas”. La selección y el sueño eugenista no  aparecen como la pretendida opinión actual, como un accidente inevitable, fruto de los avances científicos. En efecto, “mejorar la raza” en nombre del bien de la humanidad no corresponde a un azar, a un descubrimiento científico que, teniendo en sus manos la selección, permite (ciertamente) pensar en el eugenismo. Al contrario. Como lo muestras algunos pasajes de la novela, es la búsqueda del eugenismo (en nombre del bien) lo que motiva la búsqueda y no lo inverso.
Por otra parte, lo que es creado debería, en principio, ser transparente a los ojos del creador.  Es por eso que los hombres vuelven a Dios cuando desean conocer su propio secreto. El hombre como creación prueba así devenir transparente a él mismo por medio de la creación de otro hombre.  Por ello el monstruo nace no sólo de la unión de fragmentos de cuerpos, sino también de una pequeña concesión hecha a la trascendencia, de reencontrarla en ese collage con un relámpago que le da la energía          necesaria.  El monstruo creado no tendrá, paradojalmente un nombre, se llamará simplemente, en la novela, la “creatura”. Pero la historia y el devenir hicieron bien las cosas, puesto que con el tiempo termina por identificarse la creatura con su creador.
El monstruo es así colocado como arquetipo del hombre moderno en la medida en que es a  la vez doctor y creatura: ideal del individuo moderno, creador y creatura en el mismo ser. El ideal del individuo de nuestros días es heredero directo de esta profecía novelesca.  El cuerpo humano es visto como un ensamblaje de órganos que deben ser utilizados al servicio de una instancia superior, el “yo”, de la misma manera como la sociedad del individuo considera que la naturaleza y el mundo deben seguir este mismo camino de devenires transparentes y construibles. Estas experiencias genéticas, mezclas extrañas de especies, transgresión sistémica de todo aquello que, hasta ayer, ordenaba  nuestro mundo, apareciendo así como un camino inocente, una inofensiva combinatoria de progresos científicos y técnicos que no se correspondería con ningún fantasma o ideología.
Este pasaje del misterio al enigma puede también ser pensado como el pasaje del código, a la “combinatoria”, que es la construcción de un “código desacralizado”. Es decir, la combinatoria, contrariamente al funcionamiento de un código, está compuesta por elementos intercambiables sin ninguna “cualidad”. Una sociedad fundada sobre una combinatoria es una sociedad serializada al extremo, desterritoriolizada. Cada elemento o individuo debe estar “casi vacío” en un igualitarismo  masificante, donde el mito que inspira la vida en la sociedad es un mito de autonomía total.  En otros términos, en una sociedad “combinatoria”, los hombres creen que las leyes y los principios de una sociedad no son creadas o no deben ser creadas sino por los habitantes que viven en ella.
El mecanismo de desacralización consiste precisamente en negar o de oponerse a la concepción según la cual existen principios o leyes necesarias a partir de las cuales una sociedad puede existir.  Estos principios no son “universales” en el sentido moderno del concepto, puesto que ninguna forma concreta constituye “una forma universal” o un modelo.  Pero esos principios son, ciertamente no “humanista”, sino profundamente humanos en la medida en que ellos participan o devienen de los principios elementales de la vida misma, los cuales no resultan en ningún caso de un acuerdo entre doctores e ingenieros.
Frankenstein, como nuestros tecnócratas y nuestros científicos contemporáneos, considera que todo limita la autonomía.  El todo no podrá entonces ser otra cosa que la suma, cierto complejo, la suma de todo al mismo tiempo, de las partes, y estas partes deben todas ser conocidas sobre el camino hacia el dominio total.  Promesa profética de un hombre-dios, creador creado, en un mundo sin alma, sin misterios ni opacidades, Frankenstein es el padre de la sociedad panóptica, del utilitarismo de Bentham, contemporáneo de Mary Godwin que estaba en trance de elaborar el modelo de una ciudad y un  mundo de “luces sin sombras”.

El hombre-dios

En el mito de Frankenstein, el hombre aparece como la creatura creadora, finalmente desembarazada de Dios, puesto que se autoproclama maduro para ocupar el lugar del todo poderoso. De la misma manera que la creatura toma el nombre del creador y termina por confundirse con él, del mismo modo el hombre, en su voluntad de dominio total y su arrogancia si límites, termina por tomarse por Dios y por creerse maestro de la creación.
Ese mundo “sin fronteras”, ese mundo panóptico que Mary nos transmite por la mediación de una “historia para congelar la sangre” (según sus propios términos), ese mundo de pesadilla que la joven anarquista romántica no se ahorra para describir realmente hasta el límite del horror, es simplemente nuestro mundo cotidiano contemporáneo.  Como lo describe Novalis, en tal mundo, los dioses habitan y se refugian en las noches…
Pero Frankestien, no más que las críticas de Habermas o de otros discípulos de La Escuela de Francfort, no parte de una visión reaccionaria del mundo.  Al contrario, es una profunda preocupación por la libertad: no hay que frenar o limitar la libertad de los hombres, sino más bien debemos recordar que el cientificismo y el racionalismo, en su orgullo inquebrantable, son la figura misma de Titán. El hombre del panóptico, el individuo que ha “vencido todos los obstáculos naturales”, no solamente al hombre del paraíso, aquel de la felicidad sin límites.  El hombre creado por nuestras sociedades “frankesteinenses” es también y sobre todo el excluido total, el errante nostálgico que no llega siempre asume la figura del nómada puesto que su errancia se debe a una  desterritorización, a un desarraigo, que lo exilia no sólo de su sociedad y de su historia, sino también de él mismo. Nuestra sociedad, lejos de haber construido un paraíso de “hombre-dioses”, ha construido más bien una cultura donde la exclusión y la tristeza son la norma y el único horizonte.
La sociedad del individuo coloca en el centro de su preocupación la oposición “fuerza-debilidad”, y, a partir de esta dicotomía simplista, se ordena lo cotidiano de nuestras vidas, teniendo en cuenta que    queremos evitar permanentemente colocarnos en posición de debilidad. Pero, es más, fuerza y debilidad aparecen como un verdadero vector teleológico que da un sentido en sí al devenir mismo de la humanidad, la cual debe dirigirse hacia la fuerza, repeliendo toda debilidad: libre es el hombre o el pueblo que es “fuerte”.
No obstante, la creatura de Shelley nos recuerda la existencia de otra dimensión escapando radicalmente a esta dicotomía fuerte-débil que nos condena sistemáticamente a reproducir los esquemas de la opresión y del poder: aquella de la fragilidad. El acercamiento sigiloso de la creatura a una familia, constituirá una reterritorización, un anclaje por el cual su imagen se humanizará, se pacificará por la vía de aquello que fue, es y será opacidad romántica: el amor y la solidaridad. La pequeña hija que permite que el lugar se recomponga está presentada por Mary Godwin, como extraña de hecho al panóptico, puesto que ella es ciega, y es la ceguera fisiológica la que le dará la paz de espíritu necesaria para “ver” el alma y la bondad que se esconde en el pliegue de la creatura.
En esta dimensión de la fragilidad en que la pequeña hija y la creatura se reencuentran,  ninguno de los dos sabe esta verdad fundamental. No hay dominador que sea dominado, o, dicho en otras palabras, que la solidaridad y el amor son indispensables para vivir, para que la vida sea.

Benasayag, Miguel (2003). Le mythe de l`individu. Paris: La Découverte/Poche. pp. 53- 61.



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