Franskestein: Un individuo
Robert De Niro, en Frankenstein, película de Kenneth Branagh |
Miguel Benasag
Traducción del francés: Celso Medina
El cuerpo como enemigo
Paradigma del sujeto autónomo, en lucha por dominar el mundo, la
figura del individuo moderno no puede ser separada del sueño, del proyecto
central de la modernidad, que tiene como eje principal el cientificismo y el
racionalismo. Según este ideal, la
conciencia, como forma del sujeto de la racionalidad, se opone a su enemigo más
inmediato y más cotidiano: el cuerpo, el propio cuerpo de cada uno de nosotros. En esta
óptica, cada quien, en la misma medida en que participa de la “iluminación”,
por mediación de la conciencia, se coloca no obstante en esta misma
“condena”, desafío éste que se genera por el hecho de poseer un cuerpo.
“Poseer un cuerpo”: ya en esta misma formulación
aparece el contenido profundo de la cosmogonía que lo articula: un instante
“x”, el “yo” del “yo pienso”, existe y se pronuncia como única prueba de su
existencia propia y de aquel mundo. Esta instancia consciente considera y enuncia que “posee
un cuerpo” exactamente como podría decir que se posee un coche o una casa, y en
la exacta medida en que, tan estrecha como pueda ser la relación entre esta
“posesión”, no existe entonces ningún tipo de identificación entre el “objeto”
poseído y el sujeto que lo posee. No obstante el cuerpo es para cada
consciencia individual el reto mismo que pone en acción su poder de
enmascaramiento. Así el alma debe
manipularla según su voluntad, como si ella manipulase una marioneta sin vida,
etimológicamente el “soma” hace justamente referencia a cuerpo como cadáver.
El mito de Frankenstein ilustra perfectamente ese
sueño de dominación como ideal de la
libertad humana, dominación desde y a partir del “enemigo interno”, el
cuerpo, que debe, como el resto de lo real y de la naturaleza, plegarse al
poder de transparencia del yo consciente, ideal del individuo. Es entonces en el seno de ese dispositivo
cultural donde aparece ese mito, actuando como crítica, pero al mismo tiempo
como radiografía, interpretación de una época.
Surgido de la genial imaginación de una joven que no
tenía, en esa época, no más de dieciocho años, Mary Shelley- cuando todavía se llamaba Mary Godwin (1918)-, el
doctor Frankenstein encarna el paradigma del hombre moderno por la cual el
sueño de la razón está ya en trance de convertirse, a los ojos de la joven novelista y de sus amigos revolucionarios
románticos, la pesadilla del espíritu.
Para el racionalismo moderno, si la libertad y la
felicidad del hombre son o pasan por la dominación, esta dominación de lo real
debe efectuarse por mediación de la razón. Razón que, en el espíritu
occidental, es indisociable al determinismo.
La razón y el cientificismo deterministas están también ubicados en
lugares de condena: no es reconocido sino es aquello que es analíticamente
previsible, y la razón lanza su cruzada por la transparencia total. En la conquista del “continente negro” (de lo
real, de la naturaleza o de la mujer), la transparencia, el despliegue de la
complejidad serán un objetivo en sí mismo y para sí mismo. La representación deviene así más importante
que el mundo que ella supone representar pues también este último se obstina en
pecar por opacidad y complejidad, haciendo a la vez resistencia al proyecto
cientista.
En el seno de este ideal totalitario y totalizante,
desplegar lo real, comprender lo real (para poder luego modificarlo a voluntad)
pasa de una visión clara e irrumpe aquella figura que pudiéramos nombrar como
el “ingeniero”, que sabe cómo construir cosas, las conoce hasta sus más ínfimos
constituyentes, sabe montarlo y desmontarlo, y por su obediencia deviene, o
está obligado a devenir transparente y moldeable. Es por eso que el ideal de
modernidad ha soportado mal su cohabitación con todas las opacidades propias de
la vida. La vida es finalmente, a los ojos del ingeniero positivista, un mecanismo, ciertamente, complejo, pero un
mecanismo que al mismo tiempo puede
entenderse como lo que puede ser desmontado, comprendido, transformado y
recreado a voluntad. Es decir, un mecanismo que puede y debe ser transparente a
la razón.
Misterio y enigma
Todo transcurre como si se tuviese que dejar de lado
el misterio, al menos, transformar todos los misterios, toda opacidad en
“enigma”. La diferencia entre misterio y
enigma está lejos de ser un simple detalle o una vaga nube semántica. El concepto de “misterio”, en efecto, nos
sugiere un imposible estructural, un pliegue que no puede ser “desplegado”. En ese concepto,
la verdad está ligada, no a un saber a partir del cual se funda y existe todo
saber. En el misterio, hay un “no- sabido” infranqueable que no tiene nada que
ver con algún oscurantismo, sino más bien con la posibilidad racional y
práctica de conocer esta frontera que es la verdad.
Esa posición no es bien entendida ni nueva, es
verdad que el “Lo único que sé, es que no sé nada” de Sócrates se perpetúa en
los poetas y los pensadores a través de siglos, sin olvidar que esta función
fundamental y fundadora del misterio se consigue en el origen des las
filosofías taoístas y budistas. Es también finalmente aquello que será fundado
como “ciencia” gracias a la teoría de la incertidumbre de Heisenberg y a los
teoremas de Gódel. Este no saber no es
entonces un fracaso del saber, sino la fuente de aquél. El no- saber de la
verdad no es una falla, es un motor para todo saber que exista como
exigencia. Este “imposible” no funda una
prohibición, lo imposible no tiene su origen en la impotencia, sino más bien al
contrario, en el seno de la tradición socrática, es este imposible lo que funda
los posibles.
Tal es de manera sintética la evocación de una
“línea de misterio”. El “enigma”, al contrario, implica una concepción muy
diferente que parte del postulado de que un saber a la vez “consistente y
completo” es posible. Es lo que significa la famosa frase de Kepler, para el
cual lo que diferencia a Dios de lo hombres, es que el primero conoce siempre
todos los teoremas, en tanto que los segundos no los conoce todos todavía. Ese “todavía” muestra bien lo que es el
espíritu del hombre de la modernidad, para el cual existen muchos enigmas, como
el de los “ángeles muertos”, pero en la estricta medida en que el deberá y
podrá conocerlo y dominarlos todo como el conjunto de lo real.
Es así como en una de las cuestiones filosóficas y
científicas centrales que encarnan el
enigma del mecanismo de la vida, se
piense que habría que dar una “solución final” (en los términos en que se expresaban el lógico
alemán Hilbert, hablando de problemas que frenaban el desarrollo de las matemáticas al
comienzo de siglo y que tenían que ver con la contradicción). Esta cuestión, es
lo que nos permite simplemente enunciar bajo esta pregunta: “¿Qué es un
hombre?”. El cientista del comienzo del siglo XIX da una respuesta muy alejada
de la de los cientistas positivistas contemporáneos dos siglos después, a saber
que el hombre es x metros encerrados en piel, muchos metros de intestinos,
metros de circulaciones diversas, metros de músculos, una gran cantidad de
agua, etc. Es decir que es suficiente desplegar un hombre para tener un acceso
directo a la base del enigma. Un hombre, como cualquiera otro enigma, se
resumiría en una agregación de elementos que se pueden y se deben conocer para
accionar y dominar lo real. Como si surgiese, en esta confrontación
“misterio-enigma” una lucha paralela. Tal posición no puede evitar que
evoquemos esta frase de Leibniz: “Allí donde existe seres por agregación no hay
seres del todo” .
Pero en 1818, la joven Mary no podía conocer los
trabajos que dieron nacimiento, algunas decenas de
años más tarde, a la genética. Es por
eso que, en su relato Franskestein o El Prometeo Moderno, con el objeto
de reproducir un hombre, el doctor Frankenstein no tenía posibilidad de una
técnica de clonaje, que es hoy en día una realidad. Deberá contentarse con
restos humanos aún frescos que recogerá en el cementerio. Pero nuestro buen doctor no actúa a ciegas, al
contrario: anticipándose a casi dos siglos de nuestros genetistas, se preocupa
por escoger bien entre los cuerpos que provienen de de personas “bien nacidas”.
La selección y el sueño eugenista no
aparecen como la pretendida opinión actual, como un accidente
inevitable, fruto de los avances científicos. En efecto, “mejorar la raza” en
nombre del bien de la humanidad no corresponde a un azar, a un descubrimiento
científico que, teniendo en sus manos la selección, permite (ciertamente)
pensar en el eugenismo. Al contrario. Como lo muestras algunos pasajes de la
novela, es la búsqueda del eugenismo (en nombre del bien) lo que motiva la
búsqueda y no lo inverso.
Por otra parte, lo que es creado debería, en
principio, ser transparente a los ojos del creador. Es por eso que los hombres vuelven a Dios
cuando desean conocer su propio secreto. El hombre como creación prueba así
devenir transparente a él mismo por medio de la creación de otro hombre. Por ello el monstruo nace no sólo de la unión
de fragmentos de cuerpos, sino también de una pequeña concesión hecha a la trascendencia,
de reencontrarla en ese collage con un relámpago que le da la
energía necesaria. El monstruo creado no tendrá, paradojalmente
un nombre, se llamará simplemente, en la novela, la “creatura”. Pero la historia
y el devenir hicieron bien las cosas, puesto que con el tiempo termina por
identificarse la creatura con su creador.
El monstruo es así colocado como arquetipo del
hombre moderno en la medida en que es a
la vez doctor y creatura: ideal del individuo moderno, creador y
creatura en el mismo ser. El ideal del individuo de nuestros días es heredero
directo de esta profecía novelesca. El
cuerpo humano es visto como un ensamblaje de órganos que deben ser utilizados
al servicio de una instancia superior, el “yo”, de la misma manera como la
sociedad del individuo considera que la naturaleza y el mundo deben seguir este
mismo camino de devenires transparentes y construibles. Estas experiencias
genéticas, mezclas extrañas de especies, transgresión sistémica de todo aquello
que, hasta ayer, ordenaba nuestro mundo,
apareciendo así como un camino inocente, una inofensiva combinatoria de
progresos científicos y técnicos que no se correspondería con ningún fantasma o
ideología.
Este pasaje del misterio al enigma puede también ser
pensado como el pasaje del código, a la “combinatoria”, que es la construcción
de un “código desacralizado”. Es decir, la combinatoria, contrariamente al
funcionamiento de un código, está compuesta por elementos intercambiables sin
ninguna “cualidad”. Una sociedad fundada sobre una combinatoria es una sociedad
serializada al extremo, desterritoriolizada. Cada elemento o individuo debe
estar “casi vacío” en un igualitarismo
masificante, donde el mito que inspira la vida en la sociedad es un mito
de autonomía total. En otros términos,
en una sociedad “combinatoria”, los hombres creen que las leyes y los
principios de una sociedad no son creadas o no deben ser creadas sino por los
habitantes que viven en ella.
El mecanismo de desacralización consiste
precisamente en negar o de oponerse a la concepción según la cual existen
principios o leyes necesarias a partir de las cuales una sociedad puede
existir. Estos principios no son
“universales” en el sentido moderno del concepto, puesto que ninguna forma
concreta constituye “una forma universal” o un modelo. Pero esos principios son, ciertamente no
“humanista”, sino profundamente humanos en la medida en que ellos participan o
devienen de los principios elementales de la vida misma, los cuales no resultan
en ningún caso de un acuerdo entre doctores e ingenieros.
Frankenstein, como nuestros tecnócratas y nuestros
científicos contemporáneos, considera que todo limita la autonomía. El todo no podrá entonces ser otra cosa que
la suma, cierto complejo, la suma de todo al mismo tiempo, de las partes, y
estas partes deben todas ser conocidas sobre el camino hacia el dominio
total. Promesa profética de un
hombre-dios, creador creado, en un mundo sin alma, sin misterios ni opacidades,
Frankenstein es el padre de la sociedad panóptica, del utilitarismo de Bentham,
contemporáneo de Mary Godwin que estaba en trance de elaborar el modelo de una
ciudad y un mundo de “luces sin
sombras”.
El hombre-dios
En el mito de Frankenstein, el hombre aparece como
la creatura creadora, finalmente desembarazada de Dios, puesto que se autoproclama
maduro para ocupar el lugar del todo poderoso. De la misma manera que la
creatura toma el nombre del creador y termina por confundirse con él, del mismo
modo el hombre, en su voluntad de dominio total y su arrogancia si límites,
termina por tomarse por Dios y por creerse maestro de la creación.
Ese mundo “sin fronteras”, ese mundo panóptico que
Mary nos transmite por la mediación de una “historia para congelar la sangre”
(según sus propios términos), ese mundo de pesadilla que la joven anarquista romántica
no se ahorra para describir realmente hasta el límite del horror, es
simplemente nuestro mundo cotidiano contemporáneo. Como lo describe Novalis, en tal mundo, los
dioses habitan y se refugian en las noches…
Pero Frankestien, no más que las críticas de
Habermas o de otros discípulos de La
Escuela de Francfort, no parte de una visión reaccionaria del
mundo. Al contrario, es una profunda
preocupación por la libertad: no hay que frenar o limitar la libertad de los
hombres, sino más bien debemos recordar que el cientificismo y el racionalismo,
en su orgullo inquebrantable, son la figura misma de Titán. El hombre del
panóptico, el individuo que ha “vencido todos los obstáculos naturales”, no
solamente al hombre del paraíso, aquel de la felicidad sin límites. El hombre creado por nuestras sociedades
“frankesteinenses” es también y sobre todo el excluido total, el errante
nostálgico que no llega siempre asume la figura del nómada puesto que su
errancia se debe a una
desterritorización, a un desarraigo, que lo exilia no sólo de su
sociedad y de su historia, sino también de él mismo. Nuestra sociedad, lejos de
haber construido un paraíso de “hombre-dioses”, ha construido más bien una
cultura donde la exclusión y la tristeza son la norma y el único horizonte.
La sociedad del individuo coloca en el centro de su
preocupación la oposición “fuerza-debilidad”, y, a partir de esta dicotomía
simplista, se ordena lo cotidiano de nuestras vidas, teniendo en cuenta
que queremos evitar permanentemente
colocarnos en posición de debilidad. Pero, es más, fuerza y debilidad aparecen
como un verdadero vector teleológico que da un sentido en sí al devenir mismo
de la humanidad, la cual debe dirigirse hacia la fuerza, repeliendo toda
debilidad: libre es el hombre o el pueblo que es “fuerte”.
No obstante, la creatura de Shelley nos recuerda la
existencia de otra dimensión escapando radicalmente a esta dicotomía
fuerte-débil que nos condena sistemáticamente a reproducir los esquemas de la
opresión y del poder: aquella de la fragilidad. El acercamiento sigiloso de la
creatura a una familia, constituirá una reterritorización, un anclaje por el
cual su imagen se humanizará, se pacificará por la vía de aquello que fue, es y
será opacidad romántica: el amor y la solidaridad. La pequeña hija que permite
que el lugar se recomponga está presentada por Mary Godwin, como extraña de
hecho al panóptico, puesto que ella es ciega, y es la ceguera fisiológica la
que le dará la paz de espíritu necesaria para “ver” el alma y la bondad que se esconde
en el pliegue de la creatura.
En esta dimensión de la fragilidad en que la pequeña
hija y la creatura se reencuentran,
ninguno de los dos sabe esta verdad fundamental. No hay dominador que
sea dominado, o, dicho en otras palabras, que la solidaridad y el amor son
indispensables para vivir, para que la vida sea.
Benasayag, Miguel (2003). Le mythe de l`individu.
Paris: La Découverte /Poche.
pp. 53- 61.
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