El maestro que vendrá
Celso Medina
Fotograma de la Película La Pared, de Pink Floid |
Casi fue una profecía aquella noticia
lapidaria de Friedrich Nietzsche en
Así hablaba Zaratustra en la que se
nos informaba que Dios había muerto. Muerte que no fue forjada solo por los
filósofos vitalistas de finales del siglo XIX, también de alguna manera Comte y
Spencer habían contribuido a construir esa tumba contra lo religioso. Su
religión de la ciencia y del dato infestó la modernidad de una incredulidad
aguda. De manera que con Nietzsche y con los positivistas nos
quedamos sin salvavidas, en medio de una orfandad trágica. Todo el siglo XX nos
la pasamos sufriendo de ella. Los dioses
hebreos fueron perdiendo su espacio en Occidente. Valéry decía a comienzos del pasado siglo "Hemos descubierto que somos mortales". Y esa conciencia
de precariedad, lejos de volcarnos hacia una nueva mirada a lo divino, nos hizo
más soberbio, reinstaló la primacía del mito del Titán, dios vencedor, que
utiliza el poder para dominar, no para hacer que circule democráticamente la
autoridad de las instituciones.
Con Dios moría también la figura del
maestro, nacido al calor de las prédicas religiosas. Se le confundió con el
académico, con el intelectual, con el tutor, etc. Su misión ya no era formar,
sino ofrecer algunas herramientas de un saber que previamente se había acotado,
bajo el imperio de una nueva máquina de aprendizajes: los currículos escolares.
La escuela, entonces, se convierte en el
recinto donde se reparten las desigualdades. En el espacio de una gran
paradoja: se pretende incluir, intentando homogeneizar a seres sobre los cuales
se tiene plena conciencia de que son diversos.
Y ahora asistimos a la reafirmación de
ese entierro: el del maestro. Todo el
sistema escolar internacional viene cediendo terreno a la cultura empresarial.
El ciudadano no es el norte, sino el futuro empleado. Una pareja de fonemas
liderizan la dialéctica de la discusión de lo educativo: aCtitud vs. aPtitud.
El primer fonema pierde cada día terreno por el segundo. Ya no aspiramos a
hombres o a mujeres actos para hacerse un espacio en el mundo, sino a un homo faber apto para adaptarse, una
especie de camaleón capaz de amoldarse a los colores de su ambiente, para pasar
desapercibido y refugiarse en su cúpula egoica. Las asignaturas pierden su
especificidad, convirtiéndose en módulos para la mano y el cerebro apto. El
modelo de la inteligencia artificial ha
convertido la ergonomía cognitiva en religión. El conocimiento pierde
complejidad, y se convierte en máquinas de alisar la realidad, ofreciendo
verdades "amigables", comestibles, como si fuese un menú de McDonal.
Ya no habrá necesidad de formar maestros, pues esa profesión se habrá diluido y
'democratizado'. Bastará con dejar al educando en manos del computador o cuando
se requiera más atención, llamar al coaching (si es ontológico, mejor) para que
asista al descarriado, o también podría ser una salida dejarle en sus manos los
tratados de Walter Risso o entusiasmarlo con la filosofía de Paulo Coehlo.
Asistimos a un matrimonio extraño, se
casa Comte con un Krisnamurti modosito. La inteligencia ya no es un atributo de
los hombres, sino de los objetos. Y el hombre debe ser como ellos, predecibles
y perder la esperanza de vivir; tócale tan solo sobrevivir. La educación será
entonces ese soma que se le ofrecía a los personajes de la novela de Aldoux
Husley (Un mundo feliz), que hará
que todos seamos felices. Es allí donde lamentaremos la ausencia del maestro:
sus libros, su pizarra serán sustituidos por un gotero, para que cada quien
reciba democráticamente su dosis para que el reino de la felicidad se haga
patente en esta realidad, donde no habrá necesidad ni de de dioses ni ninguno
de esos fantasmas que crean las pesadilla de las que nos alertó Goya en sus
acuarelas negras.
1 comentario:
EXCELENTE CONTRIBUCIÓN AL DEBATE EN TORNO A LA EDUCACIÓN Y EL MAESTRO, ANTE UNA REALIDAD CULTURAL QUE SE NOS QUIERE MOSTRAR MEDIÁTICAMENTE COMO LISA, LINEAL Y ACRÍTICA. UN ABRAZO.
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