viernes, 10 de junio de 2016

Siglo XX
¿Existe una autobiografía de mujeres?

Eliane Lecarme- Tabone



Marguerite Yourcenar, Simone de Beauvoir y  Nathalie Sarraute



Un género literario tan ligado a la construcción de la identidad como lo es la autobiografía no debería ser extraño a la cuestión del sexo. Preguntarse, no obstante, si las autobiografías escritas por mujeres presentan características comunes y específicas no implica, evidentemente, que dichos textos no sean susceptibles de otras indagaciones, ni que se les niegue en ningún caso su diversidad, ni su eventual alcance general.
Bien al contrario, habría que ajustar aquí una clara suplementariedad a su estudio, e intentar reconocer- para legitimarla- la especificidad de una mirada o de un punto de partida respecto a las referencias de los modelos masculinos, interpretados como universales, que ocultan y al mismo tiempo descalifican la cultura femenina.
Esta empresa no está exenta de dificultades. Hemos eliminado todos los tópicos reductores y condescendientes de una “naturaleza femenina”, por definición inmutable e inferior, y los hemos sustituido por “una construcción social y cultural de la diferencia de los sexos”, que las feministas norteamericanas han elaborado y vulgarizado bajo el término de “género”. Ocurre que no siempre es fácil distinguir en estas dos visiones aquello que destaca el sexo y aquello que es imputable a otras determinaciones como la clase de origen o la particularidad de tal configuración familiar. La búsqueda de una asignación identitaria corre el riesgo, es más, de contravenir los deseos de las interesadas. Si la autora de El Segundo Sexo (Simone de Beauvoir)  se interroga, en su obra autobiográfica, sobre el grado de pertenencia a la condición femenina, Marguerite Yourcenar desdeña la cuestión de las diferencia de los sexos, y Nathalie Sarraute afirma haber querido describir, en Infancia, “una infante” más que una pequeña niña. Es más, la mayor parte de las autobiografías femeninas reconocen en su personalidad una bisexualidad que desplaza las limitaciones propias a cada sexo y, en tanto que escritoras, ciertamente tienen la tendencia a neutralizar las diferencias para pertenecer a aquel espacio que Flaubert llamó el “tercer sexo”. Pero reagrupar estas afirmaciones, es ya revelar los puntos comunes de estos seres de excepción que son las mujeres que escriben y publican- y es legítimo no respetar al pie de la letra las intenciones de las autoras. Privilegiando las obras de Colette, Simone de Beauvoir, Marguerite Yourcenar y Nathalie Sarraute, intentaremos entonces averiguar si tanto por las experiencias que ellas relatan como por su relación con el gesto autobiográfico, las mujeres imprimen una marca particular a la escritura del yo.
La identidad y el nombre. Una marca preliminar se impone: la identidad nominal del autor, del narrador y del personaje, condición necesaria de la autobiografía, deviene más compleja y más problemática cuando surge de mujeres, no obstante su relación con el nombre es por definición fluctuante. Muchas de ellas recurren a un nombre de escritor que termina por devenir su nombre legal y que simboliza su nuevo nacimiento por la escritura: es el caso notable de George Sand y de Marguerite Yourcenar (nacida Crayencour, del cual Yourcenar es el anagrama). Natalie Tcherniak guarda el patronímico de su marido, Raymond Sarraute. Sidonie Gabriel Colette, luego de más de una peripecia, escogió hacer del nombre de su familia, providencialmente idéntico a un nombre femenino, su único nombre.
Cierto que el relato de infancia se impone en toda autobiografía del siglo XX, pero las autobiografías de mujeres exploran sus primeros años con un deseo más afirmado de resucitar la infinita riqueza sensorial. Experiencias desagradables o embriagantes, que conciernen a los objetos, a la naturaleza o a los seres próximos, olores, contactos, sonidos; instantáneas visuales que se rememoran prolijamente y con trascendente impacto. Esas vivencias pueden apreciarse en los relatos de infancia feliz recogidos en La Casa de Claudine,  de Colette, o en las Memorias de una joven formal, de Simone Beauvoir. También se percibe la evocación de los inicios de una infancia desgarradora, en el caso de Infancia, de Nathalie Sarraute. Por otra lado, la lectura es una actividad común en los jóvenes y niñas, pero también lo son los juegos de la pequeña infancia (muñeca, salto de cuerdas, imitación de la madre…). La niña se distingue frecuentemente del pequeño niño.
Las autobiogafías femeninas rinden cuentas de las aventuras específicas del cuerpo femenino reapropiándose de un discurso frecuentemente monopolizado por los hombres.  Los relatos que desplazan la edad de la pubertad (lo que no es el caso de Infancia) evocan en general la experiencia de las reglas que cada autobiografía aborda con los matices singulares de su subjetividad. Embarazo, parto, son eventualidades inevitables de la vida femenina que se revelan como temas obligados. Frente a la crudeza terrorífica de un relato de Zola, la niña Colette se siente “amenazada en (su) destino de pequeña mujer” y se desmaya (La Casa de Claudine, Plèide, II, p. 991), y la madre comenta : “¿Eso es lo que le enseña ese Zola?”. Más tarde, ella vivirá, no sin ambivalencia pero con beatitud, su propio embarazo. Muy refractaria y escéptica era Simone de Beauvoir a la infancia y a la noción de instinto maternal. Marguerite Yourcenar describe, en el comienzo de Recuerdos piadosos, el parto sangrante y mortal de su madre, Fernanda, con la frialdad clínica que denuncia el horror de la condición femenina en el siglo XIX. Violette Leduc en La bastarda, y, más recientemente, Annie Ernaux en su libro El Evento, aportan  un testimonio muy personal sobre el aborto. Las dos narran con sinceridad sus relaciones sexuales apasionadas, una con mujeres, la otra con un hombre (Pasión simple).
Tendríamos que apreciar en el momento de madurez de estas escritoras un “retorno” a la madre, que Béatrice Didier interpreta como “un fascinante retorno a lo mismo o más bien a ella misma” (La escritura femenina, PUF, 1981, p. 26). Es seguramente lo que pasa con Colette, cuya madre muere en 1912.  Ausente mucho tiempo de su obra, la figura maternal se impone progresivamente, en 1921-1922, en las novelas que, reunidas, constituyeron La casa de Claudine. Principio estructurante del relato, la madre toma dimensiones míticas en Sido (1930). Pero es solamente después de haber publicado las Memorias de una joven formal (1958), La fuerza de la edad (1960) y la Fuerza de las cosas (1963) que Simone de Beauvoir retoma, con su madre agonizante, el diálogo roto en el momento de la adolescencia. Esa conversión opera definitivamente en Una muerte dulce (1964).  De igual modo Marguerite Yourcenar afirma haber experimentado una simpatía nueva por una madre muerta en su nacimiento, escribiendo Recuerdos piadosos (1974), primer volumen de la trilogía familiar. Es más bien del lado de Jeanne de Reval, madre sustituta idealizada en ¿Qué?La eternidad, donde la celebración y la identificación pueden percibirse. Contrariamente, Infancia describe la progresiva emancipación de una niña en relación a una madre atractiva pero indiferente, que la abandonó y a la que en ningún momento la narradora nos invita a reivindicar.
El modelo del padre. La relación con el padre parece haber aportado a estas escritoras la valoración necesaria a su éxito y uno de los motores de su vocación literaria. Muchas de ellas tuvieron en sus padres a su confesor preferido y el aporte intelectual más importante. La niña Colette se erige en juez de las odas que el Capitán compone.  El padre de Simone de Beauvoir la inicia activamente en la literatura. M. de Crayencour lee en voz alta las obras que él le gusta, y enseñó a su hija latín y griego. En el caso de Nathalie Sarraute, su madre era escritora también, beneficiada de un real prestigio intelectual; pero es, no obstante, el padre quien asume el rol pedagógico sobre su hija, la que la protege de su afección. Y algo muy relevante: las hijas acompañaron, una vez adulta, la carrera de escritor de sus padres: M. de Beauvoir  ensayó escribir novelas, M. de Crayencour escribió el primer capítulo de una novela que su hija transformará., Colette descubre, luego de  la muerte de su padre, cientos de páginas dejadas en blanco bajo una portada que rezaba: “una obra imaginaria, el espejismo de una carrera de escritor” (Sido, Pléide, III, p. 532).
La institución escolar era impulsada en ciertos casos por el padre (exclusivo en el caso de M. Yourcenar). Ciertamente que la notable escuela comunal de la pequeña Natacha y la conservadora escuelita de la pequeña Simone no se parecen casi, pero las dos manifiestan la misma pasión por aprender, la misma ambición de saber de todo y de sobresalir en todo, como si cada una de ellas comprendieran que su libertad futura pasaba obligatoriamente por ello.
Si uno interroga las obras de estas escritoras sobre el lugar que en ellas ocupa los otros, se nota que confieren una gran importancia a la familia y a los amigos. Simone de Beauvoir, que introdujo su hermana Poupette desde los primeros párrafos de Memorias de una joven formal, reserva con creces un lugar de elección a su amigo Zaza, muerto prematuramente, a quien ella levanta un verdadero “monumento”. Se destaca, de igual manera, que escriben aquello que se podría llamar “autobiografía de pareja”, en la que una de las dos partes implicadas asume el relato de su vida común. Así, en La Fuerza de la Edad y La Fuerza de las Cosas, Simone Beauvoir hace la historiografía de su vida con Sartre. En Mis aprendizajes, Colette arregla sus cuentas con su primer marido, Willy, luego de treinta años de su separación. Se podría citar también El Ruido no pasa, de Clara Malraux. Fundmentada en el “nos” y en el “yo” de la autobiografía,  se apodera así de su matriz de sentido.
Escribir y publicar autobiografías supone a la vez un gran interés por el yo y el deseo de hacerlo público, dos actitudes contrarias a la inhibición largamente aprendida por las mujeres, tradicionalmente relegadas a las esferas privadas. Esa gesta autobiográfica revela frecuentemente una tensión entre el deseo de decir y las ganas de esconderse.  Críticos norteamericanos han inventado el término “autoginografía” (autogynography) para designar el punto de partida oblicuo y alusivo de ciertos textos autobiográficos femeninos.
Sarraute y Yourcenar manifiestan vivas reticencias ante el enunciado autobiográfico: la primera, habla de la inautenticidad de las autobiografías, recusando la noción de identidad y las etiquetas psicológicas, implicadas en aquéllas; la segunda se inclina por una negación del clásico  egotismo autobiográfico, que es generado por una concepción del individuo que niega su autonomía. Es a los 83 años cuando Sarraute se decide escribir Infancia (1983), a pesar de su desconfianza respecto a los recuerdos de infancia convencional. Yourcenar comenzó a los 71 años su trilogía familiar titulada El Laberinto del mundo.
El vuelco genealógico. La perspectiva ante el acto autobiográfico toma en Yourcenar la forma de un vuelco genealógico, ya adoptado por George Sand. Comienza por el relato de su nacimiento. Recuerdos piadosos (1974) explora la ascendencia maternal remontándose hacia el pasado. Archivos del norte (1977) continúa una visión inversa apartándose de “la noche de los tiempos”, para arribar progresivamente a su familia paternal, a su padre y en fin a su propia vida sucintamente evocada en las dos últimas páginas. En ¿Qué? La Eternidad (1988), inacaba y póstuma, el relato autobiográfico propiamente dicho, donde ella habla de sus recuerdos personales, no comienza sino después de doscientas páginas consagradas al padre, pero también a Jeanne de Reval y su marido Egon, sobre los cuales el último capítulo vuelve de nuevo.  El rol de historiadora y  novelista la llevan a la autobiografía. La narradora expresa generosamente sus opiniones y sus convicciones sobre  ella misma como heroína de su propia vida. La “heterografía” permite no obstante confidencias indirectas: a través de la historia de Jean, esposa amante y traicionada por un artista homosexual. Es de sus propias experiencias de lo que nos habla Marguerite Yourcenar púdicamente. George Sand y Colette practican igualmente ese tipo de proyección.
 Susceptible de otras explicaciones, la estética de la fragmentación podría no obstante destacar igualmente el mismo pudor autobiográfico, en la medida en que ella favorece, eclipsa y esquiva los elementos biográficos, lo que impide toda reconstrucción coherente y sistemática. Infancia se presenta bajo la forma de nueva secuencias discontinuas, sin numeración ni títulos, llenos de blancos y de puntos suspensivos, que corresponden al surgimiento de los recuerdos largamente olvidados. La discontinuidad, garantía de la autenticidad, permite también una selección de los eventos rememorados, de allí que la escritora se aparte notablemente de todo aquello que toque al despertar sexual. La invención de un dispositivo original, donde la instancia narrativa dialoga con un doble que le critica y la pone en guardia contra las tentaciones posibles del estereotipo, contribuye igualmente a contener la efusión excesiva del yo. Colette practica también la fragmentación. Su obra autobiográfica está repartida en textos sucesivos, hasta en los escritos de madurez, a la forma atípica, que son La estrella vespertina (1946) y El Fanal azul (1949), La casa de Claudine- el título es ambiguo puesto que Claudine es una heroína novelesca- se compone de cortas novelas, cerradas sobre ellas mismas, que constituyen inmersiones en el pasado. La relevancia del personaje central de la madre, la discontinuidad de la composición, enmascara un relato de aprendizaje personal, alusivo.
Simone de Beauvoir se desmarca de estas estrategias de ambigüedad: asume enteramente su proyecto autobiográfico, en el cual defiende la ancianidad y la legitimidad y a la cual da la amplitud. Su relato de infancia y de juventud es fuertemente estructurado y refiere firmemente un itinerario personal de liberación que una dialéctica de lo particular y de lo general protege del peligro del narcisismo. Se puede ver en este cuerpo de obras un progreso en la afirmación del tema femenino que no se desarrolló en el curso de los decenios de las referidas escritoras. Poco después con La Bastarda (1964), Violette Leduc dará un paso más por la intrepidez de sus confesiones, abriéndole camino a Christine Argot o a Catherine Mollet, hoy en día.

Fuente : «XXe. Siécle. Existe-t-il une autobiographie des femmes? »
Fuente: Magazine littéraire. Marzo-abril 2007. pp. 18-22.
Traducción del francés: Celso Medina



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