Siglo XX
¿Existe una autobiografía de mujeres?
Eliane Lecarme-
Tabone
Marguerite Yourcenar, Simone de Beauvoir y Nathalie Sarraute |
Un
género literario tan ligado a la construcción de la identidad como lo es la
autobiografía no debería ser extraño a la cuestión del sexo. Preguntarse, no
obstante, si las autobiografías escritas por mujeres presentan características
comunes y específicas no implica, evidentemente, que dichos textos no sean
susceptibles de otras indagaciones, ni que se les niegue en ningún caso su
diversidad, ni su eventual alcance general.
Bien al contrario, habría que ajustar aquí una clara suplementariedad a su estudio, e intentar reconocer- para legitimarla- la especificidad de una mirada o de un punto de partida respecto a las referencias de los modelos masculinos, interpretados como universales, que ocultan y al mismo tiempo descalifican la cultura femenina.
Bien al contrario, habría que ajustar aquí una clara suplementariedad a su estudio, e intentar reconocer- para legitimarla- la especificidad de una mirada o de un punto de partida respecto a las referencias de los modelos masculinos, interpretados como universales, que ocultan y al mismo tiempo descalifican la cultura femenina.
Esta
empresa no está exenta de dificultades. Hemos eliminado todos los tópicos
reductores y condescendientes de una “naturaleza femenina”, por definición
inmutable e inferior, y los hemos sustituido por “una construcción social y
cultural de la diferencia de los sexos”, que las feministas norteamericanas han
elaborado y vulgarizado bajo el término de “género”. Ocurre que no siempre es
fácil distinguir en estas dos visiones aquello que destaca el sexo y aquello
que es imputable a otras determinaciones como la clase de origen o la
particularidad de tal configuración familiar. La búsqueda de una asignación
identitaria corre el riesgo, es más, de contravenir los deseos de las
interesadas. Si la autora de El Segundo Sexo (Simone de Beauvoir) se interroga, en su obra autobiográfica, sobre
el grado de pertenencia a la condición femenina, Marguerite Yourcenar desdeña
la cuestión de las diferencia de los sexos, y Nathalie Sarraute afirma haber
querido describir, en Infancia, “una
infante” más que una pequeña niña. Es más, la mayor parte de las autobiografías
femeninas reconocen en su personalidad una bisexualidad que desplaza las
limitaciones propias a cada sexo y, en tanto que escritoras, ciertamente tienen
la tendencia a neutralizar las diferencias para pertenecer a aquel espacio que
Flaubert llamó el “tercer sexo”. Pero reagrupar estas afirmaciones, es ya
revelar los puntos comunes de estos seres de excepción que son las mujeres que
escriben y publican- y es legítimo no respetar al pie de la letra las
intenciones de las autoras. Privilegiando las obras de Colette, Simone de
Beauvoir, Marguerite Yourcenar y Nathalie Sarraute, intentaremos entonces
averiguar si tanto por las experiencias que ellas relatan como por su relación
con el gesto autobiográfico, las mujeres imprimen una marca particular a la
escritura del yo.
La identidad y el nombre. Una marca preliminar se impone: la identidad nominal del autor, del
narrador y del personaje, condición necesaria de la autobiografía, deviene más
compleja y más problemática cuando surge de mujeres, no obstante su relación
con el nombre es por definición fluctuante. Muchas de ellas recurren a un
nombre de escritor que termina por devenir su nombre legal y que simboliza su
nuevo nacimiento por la escritura: es el caso notable de George Sand y de
Marguerite Yourcenar (nacida Crayencour, del cual Yourcenar es el anagrama).
Natalie Tcherniak guarda el patronímico de su marido, Raymond Sarraute. Sidonie
Gabriel Colette, luego de más de una peripecia, escogió hacer del nombre de su familia,
providencialmente idéntico a un nombre femenino, su único nombre.
Cierto
que el relato de infancia se impone en toda autobiografía del siglo XX, pero las
autobiografías de mujeres exploran sus primeros años con un deseo más afirmado
de resucitar la infinita riqueza sensorial. Experiencias desagradables o
embriagantes, que conciernen a los objetos, a la naturaleza o a los seres próximos,
olores, contactos, sonidos; instantáneas visuales que se rememoran prolijamente
y con trascendente impacto. Esas vivencias pueden apreciarse en los relatos de
infancia feliz recogidos en La Casa de
Claudine, de Colette, o en las Memorias de una joven formal, de Simone
Beauvoir. También se percibe la evocación de los inicios de una infancia
desgarradora, en el caso de Infancia,
de Nathalie Sarraute. Por otra lado, la lectura es una actividad común en los
jóvenes y niñas, pero también lo son los juegos de la pequeña infancia (muñeca,
salto de cuerdas, imitación de la madre…). La niña se distingue frecuentemente
del pequeño niño.
Las
autobiogafías femeninas rinden cuentas de las aventuras específicas del cuerpo
femenino reapropiándose de un discurso frecuentemente monopolizado por los
hombres. Los relatos que desplazan la
edad de la pubertad (lo que no es el caso de Infancia) evocan en general la experiencia de las reglas que cada
autobiografía aborda con los matices singulares de su subjetividad. Embarazo,
parto, son eventualidades inevitables de la vida femenina que se revelan como
temas obligados. Frente a la crudeza terrorífica de un relato de Zola, la niña
Colette se siente “amenazada en (su) destino de pequeña mujer” y se desmaya (La Casa de Claudine, Plèide, II, p. 991),
y la madre comenta : “¿Eso es lo que le enseña ese Zola?”. Más tarde, ella
vivirá, no sin ambivalencia pero con beatitud, su propio embarazo. Muy
refractaria y escéptica era Simone de Beauvoir a la infancia y a la noción de
instinto maternal. Marguerite Yourcenar describe, en el comienzo de Recuerdos piadosos, el parto sangrante y
mortal de su madre, Fernanda, con la frialdad clínica que denuncia el horror de
la condición femenina en el siglo XIX. Violette Leduc en La bastarda, y, más recientemente, Annie Ernaux en su libro El Evento, aportan un testimonio muy personal sobre el aborto.
Las dos narran con sinceridad sus relaciones sexuales apasionadas, una con
mujeres, la otra con un hombre (Pasión
simple).
Tendríamos
que apreciar en el momento de madurez de estas escritoras un “retorno” a la
madre, que Béatrice Didier interpreta como “un fascinante retorno a lo mismo o
más bien a ella misma” (La escritura
femenina, PUF, 1981, p. 26). Es seguramente lo que pasa con Colette, cuya
madre muere en 1912. Ausente mucho
tiempo de su obra, la figura maternal se impone progresivamente, en 1921-1922,
en las novelas que, reunidas, constituyeron La
casa de Claudine. Principio estructurante del relato, la madre toma
dimensiones míticas en Sido (1930).
Pero es solamente después de haber publicado las Memorias de una joven formal (1958), La fuerza de la edad (1960) y la Fuerza de las cosas (1963) que Simone de Beauvoir retoma, con su
madre agonizante, el diálogo roto en el momento de la adolescencia. Esa
conversión opera definitivamente en Una
muerte dulce (1964). De igual modo
Marguerite Yourcenar afirma haber experimentado una simpatía nueva por una
madre muerta en su nacimiento, escribiendo Recuerdos
piadosos (1974), primer volumen de la trilogía familiar. Es más bien del
lado de Jeanne de Reval, madre sustituta idealizada en ¿Qué?La eternidad, donde la celebración y la identificación pueden
percibirse. Contrariamente, Infancia
describe la progresiva emancipación de una niña en relación a una madre
atractiva pero indiferente, que la abandonó y a la que en ningún momento la
narradora nos invita a reivindicar.
El modelo del padre. La relación con el padre parece haber aportado a estas escritoras la
valoración necesaria a su éxito y uno de los motores de su vocación literaria. Muchas
de ellas tuvieron en sus padres a su confesor preferido y el aporte intelectual
más importante. La niña Colette se erige en juez de las odas que el Capitán
compone. El padre de Simone de Beauvoir
la inicia activamente en la literatura. M. de Crayencour lee en voz alta las
obras que él le gusta, y enseñó a su hija latín y griego. En el caso de
Nathalie Sarraute, su madre era escritora también, beneficiada de un real
prestigio intelectual; pero es, no obstante, el padre quien asume el rol
pedagógico sobre su hija, la que la protege de su afección. Y algo muy
relevante: las hijas acompañaron, una vez adulta, la carrera de escritor de sus
padres: M. de Beauvoir ensayó escribir
novelas, M. de Crayencour escribió el primer capítulo de una novela que su hija
transformará., Colette descubre, luego de la muerte de su padre, cientos de páginas
dejadas en blanco bajo una portada que rezaba: “una obra imaginaria, el
espejismo de una carrera de escritor” (Sido,
Pléide, III, p. 532).
La
institución escolar era impulsada en ciertos casos por el padre (exclusivo en
el caso de M. Yourcenar). Ciertamente que la notable escuela comunal de la
pequeña Natacha y la conservadora escuelita de la pequeña Simone no se parecen
casi, pero las dos manifiestan la misma pasión por aprender, la misma ambición de
saber de todo y de sobresalir en todo, como si cada una de ellas comprendieran
que su libertad futura pasaba obligatoriamente por ello.
Si
uno interroga las obras de estas escritoras sobre el lugar que en ellas ocupa los otros, se nota que confieren una
gran importancia a la familia y a los amigos. Simone de Beauvoir, que introdujo
su hermana Poupette desde los primeros párrafos de Memorias de una joven formal, reserva con creces un lugar de
elección a su amigo Zaza, muerto prematuramente, a quien ella levanta un
verdadero “monumento”. Se destaca, de igual manera, que escriben aquello que se
podría llamar “autobiografía de pareja”, en la que una de las dos partes
implicadas asume el relato de su vida común. Así, en La Fuerza de la Edad y La Fuerza
de las Cosas, Simone Beauvoir hace la historiografía de su vida con Sartre.
En Mis aprendizajes, Colette arregla
sus cuentas con su primer marido, Willy, luego de treinta años de su
separación. Se podría citar también El
Ruido no pasa, de Clara Malraux. Fundmentada en el “nos” y en el “yo” de la
autobiografía, se apodera así de su
matriz de sentido.
Escribir
y publicar autobiografías supone a la vez un gran interés por el yo y el deseo
de hacerlo público, dos actitudes contrarias a la inhibición largamente aprendida
por las mujeres, tradicionalmente relegadas a las esferas privadas. Esa gesta
autobiográfica revela frecuentemente una tensión entre el deseo de decir y las
ganas de esconderse. Críticos
norteamericanos han inventado el término “autoginografía” (autogynography) para designar el punto de partida oblicuo y alusivo
de ciertos textos autobiográficos femeninos.
Sarraute
y Yourcenar manifiestan vivas reticencias ante el enunciado autobiográfico: la
primera, habla de la inautenticidad de las autobiografías, recusando la noción
de identidad y las etiquetas psicológicas, implicadas en aquéllas; la segunda
se inclina por una negación del clásico
egotismo autobiográfico, que es generado por una concepción del
individuo que niega su autonomía. Es a los 83 años cuando Sarraute se decide
escribir Infancia (1983), a pesar de
su desconfianza respecto a los recuerdos de infancia convencional. Yourcenar
comenzó a los 71 años su trilogía familiar titulada El Laberinto del mundo.
El vuelco genealógico. La perspectiva ante el acto autobiográfico toma en Yourcenar la forma
de un vuelco genealógico, ya adoptado por George Sand. Comienza por el relato
de su nacimiento. Recuerdos piadosos
(1974) explora la ascendencia maternal remontándose hacia el pasado. Archivos del norte (1977) continúa una
visión inversa apartándose de “la noche de los tiempos”, para arribar
progresivamente a su familia paternal, a su padre y en fin a su propia vida
sucintamente evocada en las dos últimas páginas. En ¿Qué? La Eternidad (1988), inacaba y póstuma, el relato
autobiográfico propiamente dicho, donde ella habla de sus recuerdos personales,
no comienza sino después de doscientas páginas consagradas al padre, pero
también a Jeanne de Reval y su marido Egon, sobre los cuales el último capítulo
vuelve de nuevo. El rol de historiadora
y novelista la llevan a la
autobiografía. La narradora expresa generosamente sus opiniones y sus convicciones
sobre ella misma como heroína de su
propia vida. La “heterografía” permite no obstante confidencias indirectas: a
través de la historia de Jean, esposa amante y traicionada por un artista
homosexual. Es de sus propias experiencias de lo que nos habla Marguerite
Yourcenar púdicamente. George Sand y Colette practican igualmente ese tipo de
proyección.
Susceptible de otras explicaciones, la
estética de la fragmentación podría no obstante destacar igualmente el mismo
pudor autobiográfico, en la medida en que ella favorece, eclipsa y esquiva los
elementos biográficos, lo que impide toda reconstrucción coherente y sistemática.
Infancia se presenta bajo la forma de
nueva secuencias discontinuas, sin numeración ni títulos, llenos de blancos y
de puntos suspensivos, que corresponden al surgimiento de los recuerdos
largamente olvidados. La discontinuidad, garantía de la autenticidad, permite
también una selección de los eventos rememorados, de allí que la escritora se
aparte notablemente de todo aquello que toque al despertar sexual. La invención
de un dispositivo original, donde la instancia narrativa dialoga con un doble
que le critica y la pone en guardia contra las tentaciones posibles del
estereotipo, contribuye igualmente a contener la efusión excesiva del yo.
Colette practica también la fragmentación. Su obra autobiográfica está
repartida en textos sucesivos, hasta en los escritos de madurez, a la forma
atípica, que son La estrella vespertina (1946)
y El Fanal azul (1949), La casa de
Claudine- el título es ambiguo puesto que Claudine es una heroína novelesca- se
compone de cortas novelas, cerradas sobre ellas mismas, que constituyen inmersiones
en el pasado. La relevancia del personaje central de la madre, la discontinuidad
de la composición, enmascara un relato de aprendizaje personal, alusivo.
Simone
de Beauvoir se desmarca de estas estrategias de ambigüedad: asume enteramente
su proyecto autobiográfico, en el cual defiende la ancianidad y la legitimidad
y a la cual da la amplitud. Su relato de infancia y de juventud es fuertemente
estructurado y refiere firmemente un itinerario personal de liberación que una
dialéctica de lo particular y de lo general protege del peligro del narcisismo.
Se puede ver en este cuerpo de obras un progreso en la afirmación del tema
femenino que no se desarrolló en el curso de los decenios de las referidas
escritoras. Poco después con La Bastarda
(1964), Violette Leduc dará un paso más por la intrepidez de sus confesiones,
abriéndole camino a Christine Argot o a Catherine Mollet, hoy en día.
Fuente : «XXe. Siécle. Existe-t-il une
autobiographie des femmes? »
Fuente: Magazine
littéraire. Marzo-abril 2007. pp. 18-22.
Traducción
del francés: Celso Medina
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