La Universidad y la formación
Celso Medina
Ilustración: Celso Medina |
Lo ha dicho Edgar Morin: el gran regalo de la Europa
Medieval a la Europa Moderna fue la Universidad. Pero ése no fue un regalo
plácido, porque en ella ha discurrido una eterna dialéctica, que escenifica una
dura y ardua lucha de la utopía contra la burocracia.
En esa cruenta batalla, dos figuras sobresalen: Platón, con su república de sabios y Weber, desnudando sin reparos la enorme “jaula de hierro”, que ha requerido la razón para encerrar todo el utopismo en un sistemático mundo donde soñar es difícil y complicado. La Universidad fue el camino expedito hacia la modernidad; a través de ella sus cimientos más fuertes se consolidaron. Ella vivió de la paradoja: se alimentó de la crítica, a sabiendas de que ponía en riesgo su propia existencia. Morin sostiene que “la universidad conserva, memoriza, integra, ritualiza una herencia cognitiva; pero ella la regenera y la reexamina, actualizándola, transmitiéndola”.
En esa cruenta batalla, dos figuras sobresalen: Platón, con su república de sabios y Weber, desnudando sin reparos la enorme “jaula de hierro”, que ha requerido la razón para encerrar todo el utopismo en un sistemático mundo donde soñar es difícil y complicado. La Universidad fue el camino expedito hacia la modernidad; a través de ella sus cimientos más fuertes se consolidaron. Ella vivió de la paradoja: se alimentó de la crítica, a sabiendas de que ponía en riesgo su propia existencia. Morin sostiene que “la universidad conserva, memoriza, integra, ritualiza una herencia cognitiva; pero ella la regenera y la reexamina, actualizándola, transmitiéndola”.
Es una paradoja que el sistema educativo moderno
comenzase su organización por su cima: la Universidad. La educación formal era
privilegio de unos pocos, que contrataban a preceptores para educar a sus
hijos. No era, pues, la educación una preocupación realmente pública; la
inquietud que gravitaba en la Iglesia y los jefes de los estados nacientes europeos
era el forjamiento de una élite, que necesitaba rescatar aquélla prédica de
Platón de que los pueblos deben ser gobernados por sabios.
En la Universidad la Modernidad aprendió a cocinar sus
ingredientes más plenos: el propio término “universidad” lleva implícito el
concepto de universalismo, concepto hipostasiador que da inicio a la más
predominante de las teleologías mundiales, la teleología del Occidente, cuyo
despliegue se realiza en desmedro de una multitud de culturas ignoradas.
¿Quién hizo a quién? ¿Hizo la Universidad? ¿O es la
Modernidad un producto de la Universidad? Lo cierto es que ella es la
institución más eficaz que creó el Occidente; tan lo es así, que transcurridos
más de ocho siglos de su fundación, ella ha sabido adaptarse a los múltiples
avatares que le ha deparado la historia. Con ella la Modernidad afinó su
maquinaria ideologizante para configurar su imaginario; es decir, su visión de
mundo afincada en su particular teleología.
Hagamos un ejercicio de etimología con la palabra universidad. Proviene del latín
universitas, -atis. El Diccionario de la Real Academia Española nos ofrece
estas tres acepciones:
1. f. Institución de
enseñanza superior que comprende diversas facultades, y que confiere los grados
académicos correspondientes. Según las épocas y países puede comprender
colegios, institutos, departamentos, centros de investigación, escuelas
profesionales, etc.
2. Instituto público de
enseñanza donde se hacían los estudios mayores de ciencias y letras, y con
autoridad para la colación de grados en las facultades correspondientes.
3. Edificio o conjunto de
edificios destinado a las cátedras y oficinas de una universidad.
De esas acepciones podemos desprender las funciones
esenciales de la Universidad: primero, otorga título; legitima las profesiones,
colaborando con una de las acciones claves de la modernidad: las disciplinas
que implicó la división social del trabajo; segundo, funda un saber instituido,
en oposición a otros saberes que se generan en los márgenes de la sociedad;
tercero, su edificio domestica el conocimiento, reduce su espacio
sacralizándose como fuente privilegiada de emanación cognoscitiva.
No sería riesgoso afirmar que la Universidad es la
primera maquinaria de la modernización que iniciara, según Mafessoli, San
Agustín. En su famoso libro La ciudad de dios (413-426) el religioso
crea la primera gran teleología occidental, sustentada en un proyecto cuyo
futuro tenía como base esencial la salvación prometida por Cristo. La palabra
clave es ecuménico; es decir, la propagación universal del cristianismo, cuyo
proyecto se iniciase en el Concilio de Nicea en el 325. De esa manera el monoteísmo pudo instalarse
generando una única fuerza generadora de religiosidad. Y ese proyecto no pudo
conocer mecanismo más expedito que instituciones escolares sustentadas
curricularmente por el catolicismo, y al mando del papado.
Pero también hay otra arista de esa universalidad
digna de tomar en cuenta. La Universidad
(al menos las tres más antiguas: Bologna, París y Salamanca), era un
espacio constelador, hacia donde se dirigía gente procedente de diversas
latitudes geográficas. En ese sentido, podríamos decir que ese universalismo
propició el encuentro de varias subjetividades y culturas. Los estudiantes que
procedían de un mismo país constituyeron las llamadas “naciones” para afianzar las solidaridades regionales y
protegerse entre ellos. De igual manera, podríamos agregar que de esa manera se
comienza a minar el sedentarismo tradicional de la cultura, abriéndose paso a
un nomadismo que contribuiría a las intercontaminaciones de las grandes
culturas de la época.
Para darle coherencia a esta exposición nos vemos
obligados a definir otro término de la temática que discutimos aquí. Se trata
del término imaginario, proveniente del latín imaginarius, al que el DRAE
asocia las siguientes acepciones:
1. adj. Que sólo existe en la imaginación.
2. Decíase del estatuario o pintor de imágenes.
Entendemos el
imaginario como un conjunto de imágenes que construyen las tramas del mundo; es
decir, el conjunto de representaciones que urden nuestro estar en la vida,
tanto privada como pública. La imagen,
átomo básico de ese imaginario, hace posible la percepción del hombre; su
existencia es absolutamente ficcional.
La realidad es una instancia permanentemente prorrogada, puesto que su
dimensión es espacial, simultánea y nuestros sentidos son incapaces de aprehenderla.
El más efectivo mecanismo de acercamiento a ella es el lenguaje, y éste está
subordinado a la secuenzalización de los eventos, razón por la cual se ve
impelido a inventar su propio orden, que no es el de la misma naturaleza.
El imaginario es la gran fábrica de valores y de
cognitividades. Se construye de razón y de sin razón. Nos permea en la
conciencia y en la inconsciencia. Se hace de generalizaciones y de intuiciones.
Pero sería absurdo pensar en el forjamiento de un
imaginario al margen de la problemática del poder. La trama que armamos del mundo tiene su tamiz
ideológico. Nos ideamos el mundo desde nuestro espacio complejo de sujeto. Un
espacio contradictorio donde el individuo convive conflictualmente con el ser
social, con miles de velos que matizan nuestra óptica.
Si también nos viésemos en la necesidad de definir la
Modernidad, tendríamos que pensar primero en la idea de sujeto, su protagonista
capital. ¿Cómo concebimos nosotros a un
sujeto? Tal vez ingenuamente: como un ser que se ilusiona con su derecho a ser
particular. Esa ilusión se construye de
mitos sociales e individuales.
¿Qué idea se hizo la modernidad del sujeto? ¿Cómo
contribuyó la Universidad a construirla?
El sujeto moderno se forja montado en el caballo del
aristotelismo y del platonismo. Es esencialmente un ser racional y
utópico. Michel Mafessoli encuentra la
génesis de la Modernidad en las prédicas de San Agustín, fundamentalmente en su
teleología, que se alimenta de tres factores: primero, el monoteísmo, que cortó
radicalmente con el pluralismo deico grecolatino; segundo, la soterología; es
decir la prédica salvacionista del cristianismo, delineando una historia que
tiene un fin absoluto: el espacio divino donde dios espera; y el tercer factor
es la prevalencia de la razón racionalista, reductora, por encima de las otras
razones, entre ellas la razón sensible.
Esa teleología se fundamenta en una infraestructura
mental, sustentada en:
El futurismo: el presente no interesa; por ello el mundo se
desdeña a favor de lo que vendrá. Lo que es es lo que será. Por ello el sujeto no tendrá tiempo de vivir
su cercanía; vive para lo lejos, para lo que será. La proxemia histórica se
caracteriza, entonces, por la lejanía.
La Razón: El cerebro se cortocircuita con lo sensible. Conocer se vuelve una
máquina de simplificar. La ciencia se
envanece, arropada bajo el manto de una positividad que se arroga el privilegio
del conocer. La realidad rugosa, llena
de sinuosidades, debe ser alisada, sin importar que ese proceso deseche el
corazón de los hechos.
El individualismo epistémico (Mafessoli): El sujeto moderno es un ser que se
postula como individuo. El sujeto único, de "una naturaleza", según
Rousseau, que primeramente se oye a sí mismo. Sueña con un particularismo que
lo inscriba en la historia como protagonista. El sujeto individual es el ser
dramático, que no puede sino vivir en la plenitud conflictual, teniendo al otro
como acompañante sino como ser al que hay someter.
Esa infraestructura mental hizo posible la gran
teleología del Occidente. El sujeto se define como un ser que razona para el
futuro. Y su principal espacio de ejercicio lo hace desde la Universidad. La
prédica monoteísta de ese sujeto coquetea enormemente con el laicismo, y a
veces realiza una versión no deica de su divinidad.
Dios es moneda
con que se confecciona esa trama imaginaria que hizo posible el espíritu
moderno. La Universidad, que nace bajo las sotanas curales,
racionalizó su dios, y sintió la tentación de convertir el espacio escolar
universitario en santuario laico.
Otra paradoja en la historia de la Universidad: Ella
tuvo que alimentarse de lo más sofisticado de los espacios culturales orientales.
Su filosofía, su medicina, su derecho, tiene grandes deudas con los pueblos
árabes, hindúes, etc. Desde allá estas
instituciones trajeron herramientas que cimentaron sus epistemologías. Por
ejemplo, de las escuelas brahmánicas aprendieron nociones esenciales de
religión, filosofía, matemáticas, historia y astronomía. De la China utilizaron
el papel que potenciaría la imprenta. La Escuela de Alejandría, y su famosísima
biblioteca, con medio millón de rollos de papiro que contenía un inmenso legado
de la tradición del conocimiento, constituyeron una importante herencia de las
universidades medievales. Habría que sumar
a eso las iniciativas de Sócrates, Platón, Aristóteles, Protágoras (sofista).
En todos ellos se produjeron importantes hallazgos que fueron posteriormente
reutilizados que asumidos como suya por la cultura occidental. Es importante
destacar el antecedente de El-Azhar, institución educativa islámica, que ya
existía en 988. De ella la Universidad occidental heredó el sistema decimal y
el concepto de cero, que impactó enormemente en la matemática de Occidente.
También se destacó ese centro educativo por los estudios de medicina.
Lo que se cimentó de esas viejas herencias fue su
contraparte: se pierde el concepto de unidad; la educación comienza su más
feroz centro de amaestramiento y compartimentación. El otro hito apuntalador de
la Modernidad es el especialismo. El
saber total al entrar a la Universidad se fragmenta y desde el inicio mismo los
saberes se distribuyen en trivium: gramática, retórica y dialéctica, y en
cuadrivium: aritmética, geometría, astronomía (o astrología) y música. La
Universidad Medieval se erige en la autorizadora, en la que refrenda y otorga
el título de profesional, que autoriza a
los hombres a ejercer ciertas actividades. Esa refrendación es privilegio de
quien para ese momento detenta el poder: la iglesia. A partir del siglo XII el cabildo de Notre Dame, en París, otorgaba la licencia
docendi, que legitimaba los títulos de los egresados de la Universidad.
La lucha por el universalismo no constituyó un triunfo
plácido para el Occidente. Uno de sus más feroz opositor, fue Comenio, quien
fue incansable hacedor de programas educativos, creador de una didáctica muy
integral, no sólo preocupada por las técnicas de enseñanzas, sino también por
aspectos más trascendentes: el destierro del latín, la necesidad de una
enseñanza de la lengua materna, es decir toda una lucha que dinamitaba esa
preocupación universalista que naciera con la vieja Universidad de Bologna.
Factor clave que propendió a cambios sustanciales en
la Universidad fue la lucha intestina del cristianismo en el siglo XVI. Las
prédicas de Calvino de leer directamente la biblia introdujo inflexiones
impactantes: por medio de la biblia se multiplican los lectores; la Reforma
democratizó la hermenéutica religiosa. A Dios cada quien se lo podía llevar a
su casa, a su cuarto. La Universidad de
Glasgow (1574-1580) hace que aparezca
esa palabra tan singular como lo es currículum. Ya era necesario afinar el encierro
y programar concienzudamente a la gente que se reunía alrededor de Dios. Eso
tuvo como consecuencia la Contrarreforma, apuntalado por el concilio de Trento
(1545-1563), y que dio origen a la Compañía de Jesús, a cuya cabeza estuvo San
Ignacio de Loyola (1491-1556). La disciplina y la misión educadora insurgen.
Emile Durkheim cita una normativa, que muy bien pudo geneologizarla Foucault:
“Un vigilante lo sigue por todas partes, a la iglesia, a la clase, al
refectorio, al recreo”. Ese vigilante es el gran hermano, el panóptico
foucaultiano, que ha trocado la educación en una máquina que oprime con miles
de sutilezas y con descarados castigos.
Josep María Bricall traza un pasaje de ricos
acontecimientos que le ocurrieron a la Universidad de 1500 a 1800. La misión
educadora va trazando un recorrido lleno de particularidades, en donde siempre
prevalece una vieja discusión: ¿Qué es la Universidad? ¿Una máquina sólo
pensante? ¿O una institución propiciadora de los cambios que la sociedad
requiere? Bricall destaca el desplazamiento gradual del centro de gravedad del
sistema universitario europeo, que se desplaza desde Bologna y París hacia
Padua y Leiden, zonas de altísimo desarrollo económico de Venecia y Amsterdam.
La Universidad del pensamiento puro, tuvo que abrirle
paso a una revolución científica, que se produjo al margen de ella. La
universidad que piensa, da paso a la universidad que experimenta. El conocer
debe ir a la calle, contaminarse con él. Y ocurrió que ido a ese espacio, la
Universidad comprueba una verdad amarga: el mundo y sus excrecencias producen
incertidumbres. Introducida la duda, la Universidad comenzó a recorrer la
tragedia del saber moderno: la educación te hará lúcido, más no feliz. Nietzsche
dirá que la ciencia produce conciencia; de manera que la historia no da lucidez
sino sed de infinito.
Pero en la Universidad se han producido lo más odiosos
experimentos escolares en procura de seguirle el paso al imaginario moderno. Objetivismo,
universalismo han sido sus creaciones más trascendentes. En aras de reducir al
máximo el hacer educativo, hace de las clases pioneras de currículum de Comenio
verdaderas máquinas reductoras. En su
afán hacer válida la ideología reificadora que denunciara Marx, lanza hacia el
entramado deshumanizador a la pedagogía: la convierte en maquina dicente; el
viejo sistema anual, lo sustituye por un sistema de acreditaje, que convierte
la acción pedagógica en tiempos horas, cambiables por cualquier otro asignatura
que tenga el mismo valor crediticio. Por ejemplo, a la hora de equivalencias es
dable, cambiar Bioquímica por Filosofía, si ambas tienen un creditaje de tres.
Es decir el crédito es la moneda cambiaria.
Creo que relativamente poco ha cambiado la Universidad
desde sus inicios en el siglo XII. Aún pervive en ella aquella pretensión de
Platón de la república de los sabios. Lo que ha sí ha hecho la Universidad es
hacer de camaleón que cambia al compás de la música que le ha venido tocando la
modernidad. La Universidad se fundó para conservar heredades, pero esas
heredades para su conservación necesitan remozarse permanentemente. Por ello la
Universidad se protege pero a la vez embiste contra la obsolescencia, cambia
siempre para conservarse.
En la Universidad siempre se ha dado la dialéctica de
un conocer puro, libre de toda presión heterónoma y un conocer alterno.
Recordemos al Kant que redactó El
conflicto de las facultades. La razón debe ser la fuerza que regule la
universidad. Sobre ello dice Derridá: “jamás se ha fundado un proyecto de
Universidad contra la razón” (1989: 65).
Habría que decir que esa razón moderna tampoco es
homogénea. Siempre ha estado facturada por las ideologías dominantes. Por
ejemplo, la Universidad napoleónica, ambientada en el espíritu de igualdad,
fraternidad, libertad de la Revolución Francesa, hizo una lectura laica de Kant
y de Leibniz. La fuerza moral natural
del ser humano, no podía emerger sino se daba en los escenarios públicos sus
caldos de cultivos. Y el caldo por excelencia fue una educación universitaria
capaz de hacer más flexible el universalismo. A dios habría que dejarlo en la
casa, y éste debía acostumbrarse a educarse bajo una nueva ética: la de un ciudadano
que nace igualado políticamente ante todos sus semejantes.
Derridá, con esa metodología metaforológica común en
él, y que hace siempre muy compleja su comprensión, habla de las “pupilas de la
universidad”. Es decir, la Universidad sería una institución que tiene como
finalidad “ver”. Habría que preguntarle al filósofo francés, ¿de quién es el
lente que hace ver a la Universidad?
¿Cómo administra su diafragma para procurar una visualización razonada?
¿Cómo podría faltar aquí el gran lugar común de que
vivimos una crisis de los metarrelatos y que vivimos o padecemos la era
postmoderna? Ésta es una era donde la
modernidad se radicaliza: alarga su agonía, pero no muere. Y nos ha
acostumbrado al juego dramático. Las crisis se suceden, pero la razón moderna
sigue campante y se alimenta con hartazgo, como lo afirma Alain Touraine, de la
crítica.
En medio de ese panorama, el profesor Bricall describe
el nuevo paisaje de la Universidad que sobrevive en ese contexto: en primer
lugar señala la existencia de una nueva clase de estudiantes, que ya no son solos
los infantes o jóvenes, que iban casi con una tábula rasa a las aulas. Ahora
los adultos acuden a la Universidad y ponen en aprietos a los profesores y a
las instituciones. También es significativa la explosión de la población
estudiantil femenina, que ya comienza a desplazar en porcentaje a la masculina.
Esa feminización de la Universidad por supuesto que impacta el nuevo saber
universitario.
De igual manera habría que hablar de los cambios en
las tecnologías. La insurgencia de las ingenierías y los politécnicos,
generando concreciones ha obligado a las universidades dedicadas a las
humanidades a revisar sus cognitividades y sus temáticas. La informática, por
ejemplo, ha hecho que el profesor y el aula misma disminuyan su autoridad
pedagógica. Y al profesor le tocaría hacer más énfasis en propiciar valores que
en informar, en un medio donde las informaciones aumentan de manera geométrica
diariamente.
El otro problema que enfrenta la Universidad es la
crisis de las disciplinas. La máquina profesionalizante ha entrado en crisis;
muchos son los egresados universitarios que abandonan la carrera que hicieron
para explorar en otros ámbitos donde se le requiere. Entonces, se ven obligados
a aprender de la misma manera como lo hacían los antiguos alumnos de las
incipientes escuelas de artesanos renacentista. La Universidad que ideó la
Modernidad; es decir, la que le hace un lugar en el reparto social del trabajo
está botando al mercado de trabajo seres casados con sus rutinas, pero les
falta creatividad, flexibilidad, adaptabilidad para enfrentar los complejos
retos del mundo laboral contemporáneo.
Si nos fuerzan un poco a decidirnos, creeríamos no en
la Universidad sino en la “Multiversidad”, de la que nos habla el educólogo
Clark Kerr. Sería una Universidad desfronterizada, con un inmenso diafragma,
desescolarizada, convirtiéndose ella misma en un espacio climático, donde cada
hacer sea educativo.
Siempre recordamos una acción valiente de Alfredo
Armas Alfonso, el pionero de la extensión universitaria de la Universidad de
Oriente. Le dio rango de profesor a Daniel Mayz, el mejor bandolinista y músico
que ha tenido la tierra de Sucre. Y don Daniel aparecía todas sus quincenas a
cobrar su salario y como no sabía firmar, ponía sus huellas digitales en la
nómina. Ojalá esa nómina se conserve, para que rememoremos esos momentos en que
la UDO era una verdadera multiversidad; trascendía sus muros y abría
ampliamente su diafragma para ver con plenitud el mundo que bullía más allá de
sus pupilas.
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