sábado, 25 de junio de 2016

Rómulo Gallegos,  hombre de una sola pieza


Celso Medina



Rómulo Gallegos (1884-1969) hizo literatura esencialmente para procurar una comprensión del país que vivió, al que solo pudo gobernar nueve meses, a pesar de que fue el primer presidente electo en libérrimas elecciones. Su proceso creativo es una hoja de ruta que debemos estudiar. 
Criado por su padre, porque su madre muere tempranamente,  Gallegos experimenta una juventud cargada de retos complejos. Estudia en un seminario católico, en el que se mantiene muy poco tiempo.  Luego se inscribe en la carrera de abogacía y apenas logra  cursar los tres primeros años.  En esa experiencia universitaria comienza su carrera literaria, o lo que es lo mismo su ejercicio de comprensión de Venezuela (para utilizar una frase súper difundida por Mariano Picón Salas).  Era el año 1909, recién se estrenaba Juan Vicente Gómez, de quien se pensaba iba a ser un gobernante provisional, que daría cabida a un proceso de modernización y democracia. Pero fueron vanas las ilusiones, como todos sabemos. En ese intervalo de idealismo exacerbado, con Julio Planchart, Salustio González, Julio Rosales y Enrique Soublette el autor de Doña Bárbara impulsaría la revista La Alborada, que en sus ocho números fijó un hito relevante en el pensamiento venezolano de principios del siglo XX. En los quince artículos que Gallegos escribió en esa efímera publicación, está la génesis de su ideología,  que luego circularía en las voces y personajes de sus cuentos y novelas. Era tan promisorio el destino que nuestro escritor le auguraba a Venezuela, que llegó a decir esto:
“Solemne hora decisiva para los destinos de la patria es la que marca la actualidad. En el ambiente que ella ha creado parecen advertirse las señales que anuncian el advenimiento de aquel milagro político desde largo tiempo esperado como única solución eficaz del complejo problema de nuestra nacionalidad republicana”.

Por supuesto, no era sino ilusión lo que alimentaba a este grupo de jóvenes escritores.  Gómez se quedaría 27 años en el gobierno, y su administración no hizo sino fortalecer los males que avizoraron los impulsores de La Alborada. Rafael Fauquié (1985) localiza en esos artículos de Gallegos dos importantes ideologemas: la “reedificación nacional” y “el despertar del espíritu dormido” del pueblo venezolano. La primera se haría con la democracia, la segunda con una apuesta muy capital en nuestro escritor, la educación.
Gallegosejerció con honestidadlos oficios de narrador y el de educador. Este último lo inició muy tempranamente, cuando tuvo que ganarse la vida como maestro. Luego desde la dirección del Liceo Caracas (hoy,“Andrés Bello”), sería mentor de una importante generación de jóvenes que tuvieron mucha trascendencia en la vida  política de la posterior Venezuela. Su idea de educación jamás se divorció de su ideología literaria; incluso, ese matrimonio es excusa para una crítica literaria que concibe su narrativa como un dispositivo por donde desfila el naturalismo darwiniano y el determinismo de Le Bon y los positivistas venezolanos (Cfr. Orlando Araujo, 1984). Pero lo que constela la vida de Gallegos es su afán de comprensión. Que no estemos de acuerdo con su visión, es otra cosa. En definitiva, el trabajo de un intelectual es tener una posición frente al mundo. Y nuestro escritor la tuvo. Araujo sostiene que  “Éticamente, Rómulo Gallegos fue hombre de una sola pieza”. Y lo queremos probar no con sus grandes obras, sino con dos textos que han recibido poca atención de la crítica. Ellos sonsu cuento “Pataruco”(1919)  y  la noveleta “La rebelión” (1922).
El referido cuento está escrito con sobriedad textual y con un efectivo manejo de la anécdota. Son dos “Patarucos” los personajes; el padre y el hijo. El primero era “el mejor arpista de la Fila de Mariches”, que se hizo rico gracias a maniobras no muy claras, y luego se casa con una “mujer blanca y fina”, con la que tuvo muchos hijos, uno de ellos,  “Pedro Carlos, heredó la vocación por la música”, convirtiéndose luego en el otro Pataruco. El padre quiere mejorar la raza, casándose con mujer blanca y luego a su hijo, que nació con la vocación por el arpa, lo envía a Europa a “mejorar” su música, además de obtener “un barniz de cultura que corría pareja con la acción suavizadora y blanqueante del clima sobre el cutis”.  Pero Pedro Carlos al regresar a Caracas, ofrece un concierto para dar testimonio de sus aprendizajes. “… soñaba con traducir en grandiosas y nuevas armonías la agreste majestad del paisaje vernáculo, lleno de luz gloriosa”.  Pero ni el público ni el mismo joven sienten afecto por las piezas interpretadas. El resultado “sólo daban la impresión de una mascarada de negros disfrazados de príncipes blondos”. “-Le sale el pataruco; por mucho que se las tape, se le ven las plumas de las patas”. La conclusión del personaje no puede ser más desesperanzadora:
“Y buscando las causas de su incapacidad husmeó el rastro de la sangre paterna. Allí estaba la razón: estaba hecho de una tosca substancia humana que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del arte, hasta que la obra de los siglos no depurase el grosero barro originario”.

Visto así, el relato no sería sino un descarado ideologismo positivista, digno de los sociólogos gomecistas (Arcaya, Gil Fortoul, Vallenilla Lanz, entre otros), sonoro eco de los racismos de Gustave Le Bon (el sociólogo francés favorito de los positivistas de Gómez). Pero el relato galleguiano no solo construye con eficacia su trama, sino también su ideologema, que muy tempranamente (1919) apuesta por una “barbarie” a la que no considera del todo maligna.  Una especie de epifanía reorienta al personaje. Oye la música de unos cantores de su hacienda: “A la luz mortal de los humosos candiles, envueltos en la polvareda que levantaba el frenético escobilleo del golpe”. Y el resplandor  epifánico lo ilumina:
“Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquella era su verdad, la inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los artificios y las equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su padre, como el Pataruco”.

Pudiera uno establecer comparaciones con el Alberto Soria de Idolos rotos (Manuel Díaz Rodríguez), quien siente que su búsqueda artística choca con una sociedad que no lo comprende y opta por el nihilismo. Pedro Carlos, contrariamente,  al volver a tocar su arpa, se resitúa, mira con un ojo ontológico el espejo que le revela la esencia que busca. “… aquella era su verdad”. Por ello
“… ahora era una música extraña, pero propia, auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la raza la rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la melancólica tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del invasor…”. 

Es, sin duda,  la voz de un personaje que hablaba por un joven intelectual formado en el positivismo, pero con ideas que empezaban a diferenciarse de los sociólogos gomecistas, inventores del “gendarme necesario”.
“La rebelión” asoma en el ideologema de Gallegos ciertas tensiones. Hay aquí una galería de personajes que alegorizan la Venezuela que vivió el escritor: un padre violento, el Comandante Carlos Gerónimo Figuera (Mano Carlos), asesinado en la puerta de su casa en pago de una deuda pendiente con el matón Julián Camejo; una madre, Efigenia, de nombre sonoramente emblemático, “con su voz de sierva sumisa que habla al amo que acaba de azotarla”; un hijo, Juan que luego se hará “Mano Juan”, portador del gen violento y atrabiliario de su padre y una familia, Las Cedeño, rémora de una clase social venida a menos. Del campo a la ciudad, es el recorrido del niño Juan, quien va experimentando su formación y más que formarse parece la encarnación de su padre, su “escultor invisible”:
“Juan Lorenzo es ahora un muchacho fornido, malencarado, de trato áspero y violento. Las riñas callejeras le han endurecido hasta volverlo cruel; las costumbres plebeyas lo han convertido en una criatura desagradable ante quien su madre ha terminado por adoptar la misma actitud medrosa que observaba con el Comandante Figuera…”

Juanse convierte en el guapo más famoso de Caracas, líder de su zona, habitada por seres humildes. Hasta que decide probar suerte en la zona social más alta. Se codea con gente que mira con recelo. Un pasaje revela un guiño biográfico, al aludir a los jóvenes que se obsesionan con ser abogados. Esta experiencia genera claras contradicciones en el personaje, quien termina con serios problemas de ubicación social. Esa nueva relación, le ocasiona conflictos con los guapetones de su zona, que lo retan. Los enfrenta exitosamente, pero su victoria finalmente termina envolviéndolo en complejas tensiones.
El título del relato es sugerente. Hay una rebelión pero no creo que sea como tal vez irónicamente lo explicita el final (“rompiendo con el Maneto, se rebeló contra su casta”), sino contra las dos fuerzas centrípetas que asedian al personaje: una, la de la clase alta que visita, egoísta, disociada de la problemática nacional, pendiente más de trepar socialmente (no es gratuito que los jóvenes anhelasen ser abogados); otra, la de su clase social, inmersa en una violencia gratuita, cargada de un machismo que impedía“el despertar del espíritu dormido” del pueblo venezolano.
Los dos relatos ponen en la escena ideológica galleguiana dos aspectos claves en la ética del escritor. El primero tiene una moraleja: la búsqueda está en procurar una autenticidad honesta, inmersa en la realidad nacional. El segundo, plantea serias tensiones para procurar una sociedad que se libere del peor mal que venía padeciendo Venezuela: el mal de la entropía, producida quizás por una crisis larvada históricamente por la ignorancia y la falta espacios donde los venezolanos vivan con tolerancia. La cura contra esos males estaba en la educación y en la democracia. Impregnadas por ellas marchó el hacer intelectual de Rómulo Gallegos, lo que hizo  de este escritor un hombre de una sola pieza.


Referencias
Araujo,Orlando (1984). Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos. Caracas: Editorial Ateneo de Caracas.
Fauquié, Rafael (1985).  Rómulo Gallegos: la realidad, la ficción, el símbolo. Caracas: Academia Nacional de la Historia, col. Estudios.
Gallegos, Rómulo (1981). Cuentos completos. Prólogo de Gustavo Luis Carrera. Caracas: Editorial Monte Ávila.





1 comentario:

Luis Emeterio Gonzalez dijo...

Excelente texto hermano. Es un reconocimiento a los fundamentos de nuestra literatura y los paradigmas nacionales que la sustentan. Que escribas sobre Gallegos y sobre Andrés Eloy Blanco, engrandecen y complementan tu visión, porque todavía recuerdo los primeros tiempos cuando llegaste a Maturin y te escuché criticar con altivez a Gallegos y Andrés Eloy, tildándolos de escritores menores, ante una alocución del doctor Zambrano, a quien también, menospreciabas en aquellos tiempos juveniles. Hoy celebro la madurez con que te expresas de los tres intelectuales aludidos y el reconocimiento a sus méritos, aunque no compartas todas sus posiciones. Allí siento tu grandeza hermano, y mis respetos.