Rómulo Gallegos, hombre de una sola pieza
Celso Medina
Rómulo
Gallegos (1884-1969) hizo literatura esencialmente para procurar una
comprensión del país que vivió, al que solo pudo gobernar nueve meses, a pesar
de que fue el primer presidente electo en libérrimas elecciones. Su proceso
creativo es una hoja de ruta que debemos estudiar.
Criado
por su padre, porque su madre muere tempranamente, Gallegos experimenta una juventud cargada de
retos complejos. Estudia en un seminario católico, en el que se mantiene muy
poco tiempo. Luego se inscribe en la
carrera de abogacía y apenas logra cursar los tres primeros años. En esa experiencia universitaria comienza su
carrera literaria, o lo que es lo mismo su ejercicio de comprensión de
Venezuela (para utilizar una frase súper difundida por Mariano Picón Salas). Era el año 1909, recién se estrenaba Juan
Vicente Gómez, de quien se pensaba iba a ser un gobernante provisional, que
daría cabida a un proceso de modernización y democracia. Pero fueron vanas las
ilusiones, como todos sabemos. En ese intervalo de idealismo exacerbado, con Julio
Planchart, Salustio González, Julio Rosales y Enrique Soublette el autor de Doña Bárbara impulsaría la revista La
Alborada, que en sus ocho números fijó un hito relevante en el pensamiento
venezolano de principios del siglo XX. En
los quince artículos que Gallegos escribió en esa efímera publicación, está la
génesis de su ideología, que luego
circularía en las voces y personajes de sus cuentos y novelas. Era tan
promisorio el destino que nuestro escritor le auguraba a Venezuela, que llegó a
decir esto:
“Solemne
hora decisiva para los destinos de la patria es la que marca la actualidad. En
el ambiente que ella ha creado parecen advertirse las señales que anuncian el
advenimiento de aquel milagro político desde largo tiempo esperado como única
solución eficaz del complejo problema de nuestra nacionalidad republicana”.
Por
supuesto, no era sino ilusión lo que alimentaba a este grupo de jóvenes
escritores. Gómez se quedaría 27 años en
el gobierno, y su administración no hizo sino fortalecer los males que avizoraron
los impulsores de La Alborada. Rafael Fauquié (1985) localiza en esos artículos
de Gallegos dos importantes ideologemas: la “reedificación nacional” y “el despertar
del espíritu dormido” del pueblo venezolano. La primera se haría con la
democracia, la segunda con una apuesta muy capital en nuestro escritor, la
educación.
Gallegosejerció con honestidadlos oficios
de narrador y el de educador. Este último lo inició muy tempranamente, cuando
tuvo que ganarse la vida como maestro. Luego desde la dirección del Liceo
Caracas (hoy,“Andrés
Bello”), sería mentor de una importante generación de jóvenes que
tuvieron mucha trascendencia en la vida
política de la posterior Venezuela. Su idea de educación jamás se
divorció de su ideología literaria; incluso, ese matrimonio es excusa para una
crítica literaria que concibe su narrativa como un dispositivo por donde
desfila el naturalismo darwiniano y el determinismo de Le Bon y
los positivistas venezolanos (Cfr. Orlando Araujo, 1984). Pero lo que constela
la vida de Gallegos es su afán de comprensión. Que no estemos de acuerdo con su
visión, es otra cosa. En definitiva, el trabajo de un intelectual es tener una
posición frente al mundo. Y nuestro escritor la tuvo. Araujo sostiene que “Éticamente, Rómulo Gallegos fue hombre de
una sola pieza”. Y lo queremos probar no con sus grandes obras, sino con dos
textos que han recibido poca atención de la crítica. Ellos sonsu cuento
“Pataruco”(1919) y la noveleta “La rebelión” (1922).
El referido cuento está escrito con sobriedad
textual y con un efectivo manejo de la anécdota. Son dos “Patarucos” los
personajes; el padre y el hijo. El primero era “el mejor arpista de
la Fila de Mariches”, que se hizo rico gracias a maniobras no muy claras, y
luego se casa con una “mujer blanca y fina”, con la que tuvo muchos hijos, uno
de ellos, “Pedro Carlos, heredó la
vocación por la música”, convirtiéndose luego en el otro Pataruco. El padre
quiere mejorar la raza, casándose con mujer blanca y luego a su hijo, que nació
con la vocación por el arpa, lo envía a Europa a “mejorar” su música, además de
obtener “un barniz de cultura que corría pareja con la
acción suavizadora y blanqueante del clima sobre el cutis”. Pero Pedro Carlos al regresar a Caracas,
ofrece un concierto para dar testimonio de sus aprendizajes. “… soñaba con traducir
en grandiosas y nuevas armonías la agreste majestad del paisaje vernáculo,
lleno de luz gloriosa”. Pero ni el
público ni el mismo joven sienten afecto por las piezas interpretadas. El
resultado “sólo daban la impresión de una mascarada de negros disfrazados de
príncipes blondos”. “-Le sale el pataruco; por mucho que se las tape, se le ven
las plumas de las patas”. La conclusión del personaje no puede ser más
desesperanzadora:
“Y buscando las causas de su incapacidad husmeó el
rastro de la sangre paterna. Allí estaba la razón: estaba hecho de una tosca
substancia humana que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del
arte, hasta que la obra de los siglos no depurase el grosero barro originario”.
Visto
así, el relato no sería sino un descarado ideologismo positivista, digno de los
sociólogos gomecistas (Arcaya, Gil Fortoul, Vallenilla Lanz, entre otros),
sonoro eco de los racismos de Gustave Le Bon (el sociólogo francés favorito de los
positivistas de Gómez). Pero el relato galleguiano no solo construye con
eficacia su trama, sino también su ideologema, que muy tempranamente (1919)
apuesta por una “barbarie” a la que no considera del todo maligna. Una especie de epifanía reorienta al
personaje. Oye la música de unos cantores de su hacienda: “A
la luz mortal de los humosos candiles, envueltos en la polvareda que levantaba
el frenético escobilleo del golpe”. Y el resplandor epifánico lo ilumina:
“Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquella
era su verdad, la inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los
artificios y las equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su
padre, como el Pataruco”.
Pudiera
uno establecer comparaciones con el Alberto Soria de Idolos rotos (Manuel Díaz Rodríguez), quien siente que su búsqueda
artística choca con una sociedad que no lo comprende y opta por el nihilismo.
Pedro Carlos, contrariamente, al volver
a tocar su arpa, se resitúa, mira con un ojo ontológico el espejo que le revela
la esencia que busca. “… aquella era su verdad”. Por ello
“… ahora era una música extraña, pero propia,
auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la raza la
rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la melancólica
tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del invasor…”.
Es,
sin duda, la voz de un personaje que
hablaba por un joven intelectual formado en el positivismo, pero con ideas que
empezaban a diferenciarse de los sociólogos gomecistas, inventores del
“gendarme necesario”.
“La
rebelión” asoma en el ideologema de Gallegos ciertas tensiones. Hay aquí una
galería de personajes que alegorizan la Venezuela que vivió el escritor: un
padre violento, el Comandante Carlos Gerónimo Figuera (Mano Carlos), asesinado
en la puerta de su casa en pago de una deuda pendiente con el matón Julián
Camejo; una madre, Efigenia, de nombre sonoramente emblemático, “con su voz de
sierva sumisa que habla al amo que acaba de azotarla”; un hijo, Juan que luego
se hará “Mano Juan”, portador del gen violento y atrabiliario de su padre y una
familia, Las Cedeño, rémora de una clase social venida a menos. Del campo a la
ciudad, es el recorrido del niño Juan, quien va experimentando su formación y
más que formarse parece la encarnación de su padre, su “escultor invisible”:
“Juan Lorenzo es ahora un muchacho fornido,
malencarado, de trato áspero y violento. Las riñas callejeras le han endurecido
hasta volverlo cruel; las costumbres plebeyas lo han convertido en una criatura
desagradable ante quien su madre ha terminado por adoptar la misma actitud
medrosa que observaba con el Comandante Figuera…”
Juanse
convierte en el guapo más famoso de Caracas, líder de su zona, habitada por
seres humildes. Hasta que decide probar suerte en la zona social más alta. Se
codea con gente que mira con recelo. Un pasaje revela un guiño biográfico, al
aludir a los jóvenes que se obsesionan con ser abogados. Esta experiencia
genera claras contradicciones en el personaje, quien termina con serios
problemas de ubicación social. Esa nueva relación, le ocasiona conflictos con
los guapetones de su zona, que lo retan. Los enfrenta exitosamente, pero su
victoria finalmente termina envolviéndolo en complejas tensiones.
El
título del relato es sugerente. Hay una rebelión pero no creo que sea como tal
vez irónicamente lo explicita el final (“rompiendo con el Maneto, se rebeló
contra su casta”), sino contra las dos fuerzas centrípetas que asedian al
personaje: una, la de la clase alta que visita, egoísta, disociada de la
problemática nacional, pendiente más de trepar socialmente (no es gratuito que
los jóvenes anhelasen ser abogados); otra, la de su clase social, inmersa en
una violencia gratuita, cargada de un machismo que impedía“el
despertar del espíritu dormido” del pueblo venezolano.
Los
dos relatos ponen en la escena ideológica galleguiana dos aspectos claves en la
ética del escritor. El primero tiene una moraleja: la búsqueda está en procurar
una autenticidad honesta, inmersa en la realidad nacional. El segundo, plantea
serias tensiones para procurar una sociedad que se libere del peor mal que
venía padeciendo Venezuela: el mal de la entropía, producida quizás por una
crisis larvada históricamente por la ignorancia y la falta espacios donde los venezolanos
vivan con tolerancia. La cura contra esos males estaba en la educación y en la
democracia. Impregnadas por ellas marchó el hacer intelectual de Rómulo
Gallegos, lo que hizo de este escritor
un hombre de una sola pieza.
Referencias
Araujo,Orlando (1984). Lengua y creación en la obra de Rómulo
Gallegos. Caracas: Editorial Ateneo de Caracas.
Fauquié, Rafael (1985). Rómulo Gallegos: la realidad, la ficción, el símbolo. Caracas: Academia Nacional de la Historia, col. Estudios.
Gallegos, Rómulo (1981). Cuentos
completos. Prólogo de Gustavo Luis Carrera. Caracas: Editorial Monte Ávila.
1 comentario:
Excelente texto hermano. Es un reconocimiento a los fundamentos de nuestra literatura y los paradigmas nacionales que la sustentan. Que escribas sobre Gallegos y sobre Andrés Eloy Blanco, engrandecen y complementan tu visión, porque todavía recuerdo los primeros tiempos cuando llegaste a Maturin y te escuché criticar con altivez a Gallegos y Andrés Eloy, tildándolos de escritores menores, ante una alocución del doctor Zambrano, a quien también, menospreciabas en aquellos tiempos juveniles. Hoy celebro la madurez con que te expresas de los tres intelectuales aludidos y el reconocimiento a sus méritos, aunque no compartas todas sus posiciones. Allí siento tu grandeza hermano, y mis respetos.
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