sábado, 25 de junio de 2016

Francois Sagan:
La elegancia, el humor y la frescura

Josyane Savigneau



Francois Sagan no conoció realmente lo que otros llaman la “edad adulta”, con lo que ello implica de compromiso y de resignación.
Siempre supo conservar esa mirada de infante sorprendida, incisiva, que le cubría todo su rostro, esa manera de consumir su vida, ese desdén por la economía, y esa inalterable energía en un cuerpo aparentemente frágil que hizo pensar que no resistiría todo lo que confrontó: alcohol, velocidad, accidentes, juego, droga,  carencia de dinero, enfermedades, etc. Ella manifiesta voluntariamente su “impresión de cabalgar en la vida a toda velocidad”: “Cuando uno  arriesga su vida, se está persuadido de que no la vamos a perder… No tengo miedo de morir… en fin… no tengo miedo…”
Francois Sagan no era una de esas escritoras segura de su futuro que, como Marguerite Yourcenar por ejemplo, construyeron pacientemente su estatus y su leyenda.  Ella entró brutalmente, como por azar y casi traumaticamente,  a los diecinueve años, a la leyenda, con una pequeña novela cuyo título fue inolvidable: Buenos días tristeza. En 1954, los desórdenes amorosos de una adolescente de la burguesía acomodada, contados por una joven adolescente de buena familia, prendieron rápidamente el escándalo.  Y sobre todo ese relato “poco convencional” se vendió inmediatamente en cientos de miles de ejemplares, reportándole a su autora mucho dinero, que gastó sin ningún miramiento.
Sagan, sus amigos, sus relaciones, sus noches en el casino, su pasión por los carros caros que rodaban rápidos, sus accidentes, su fortuna, sus desengaños… alimentaron las columnas de la prensa . Ella era una estrella.
Los que pensaban que los escritores deben ser silenciosos y sufridos, escribir y no vivir, la detestaron rápidamente. Esta “pequeña música”, que como la habían nombrado desde sus primer libro, para calificar su estilo, devino en una manera irónica de decir que sus novelas no eran una “gran cosa”. Y además, siempre la vieron como una persona que siempre tuvo lujosas mansiones, castillos, vivió un mundo de ricos, de gente ociosa pasando sus días y sus noches con un vaso en la mano… Esa es al menos la manera como se caricaturizó a una escritora y a una obra que merece sin duda una reconsideración.
Seguramente, ese “encantador pequeño monstruo”, designado  así por Francois Mauriac a la salida de Buenos días tristeza, debió publicar muchos de sus libros (unos cuarenta en sus totalidad)  para honrar los gastos que había realizado durante un largo tiempo, y que no siempre fueron obras maestras. Pero, sobre todo, esta mujer tan cortesana, tan delicada, pecaba por exceso de lucidez y por modestia intelectual. Le faltó esta forma de megalomanía que ayuda a los escritores construir su obra, persuadidos de que están creando una cosa única, y que va a perdurar por siempre.
“Yo me revelé escritora desde que comencé a leer”, confiaba Francois Sagan a Le Monde en 1984, treinta años después de Buenos días tristeza. "No fui sin duda original en eso. Después del bachillerato, me hastiaba. Estaba en la Sorbona, en el propedéutico. Comencé a escribir esa novela en los bares. La terminé, la envié a los editores. Julliard la aceptó. Hubo artículos de Mauriac, el Premio de los críticos, y todo comenzó… un éxito gigantesco, desproporcionado. Yo sabía a qué atenerme respecto a mis pequeñas novelas. No debía tener vergüenza, esa no era mala literatura. Pero yo sabía leer. Había leído a Proust, a Stendhal… Gente como esa te agua la fiesta”.
Todo eso lo decía sin grandilocuencia, sin amargura- una palabra cuyo sentido Sagan no conocía. Con humor, con esa manera de hablar extraña, esas palabras que se atropellaban y se ahogan en la risa.
Ni tartamudeos ni farfullos, sino una modo de ir rápido con la palabra, así   como iba por la vida. Y ella precisaba, riendo aún, que era suficiente escuchar la banda magnética a una velocidad inferior y se entendería todas las palabras que ella pronunciaba. Era verdad.
Sí, ella había sido, como Brigitte Bardot en otro lugar, el símbolo de aquello que iba a ser denominado “liberación de las costumbres”, “revolución sexual”, sí, ella militó para que las mujeres tuvieran el derecho a disponer de su cuerpo (ella firmó en 1971 el famoso manifiesto de los 343 mujeres declarando haber abortado). Sagan se mofaba voluntariamente de esa sociedad donde se había reemplazado la prohibición del amor físico por “el sexo devenido casi obligatorio”: “No es seguro que nos hayamos iniciado una cosa tan espantosa…”
“La imagen que se ha dado de mí durante años, es la de una persona que ha vivido una “vida disoluta”, como se dice todavía. No es forzosamente la que yo deseé, pero finalmente fue más placentera que la de otros. Todo cuenta: el whisky, el ferrary, el juego, es una imagen más divertida que laboriosa. De todas maneras, hacía mal en intentar imponerme en ese entonces”. Así concluía una larga entrevista (Le Monde fechada el domingo 19 de 1985). De esa manera  quería refugiarse en la risa. Eludir las cosas graves, hacerse ligera, respetar aquello que considera ser los signos de “la buena educación” ofrecida por sus padres.
Elegancia: esa podría ser seguramente la palabra que se aspira retener para simbolizar a Francois Sagan. Se podría hablar largamente de sus compromisos políticos (de la guerra de Argelia a la victoria de la izquierda en 1981), de su amistad con Francois Miterrand, de los “affaires” no del todo claros ni esclarecidos en los cuales se vio mezclada. Los biógrafos lo han hecho y la seguirán haciendo, lo que es legítimo.
Más allá de los avatares de lo cotidiano, Sagan fue sin duda una figura de la elegancia del espíritu, que se expresa plenamente en un libro magnífico, Con mi mejor recuerdo. Allí se le cruzan Jean-Paul Sastre, Billie Holiday, Tennessee Williams, Orson Welles, Carlson MacCullers y otros; pero eso no es para nada una galería de retratos de celebridades, sino más bien fragmentos, pedazos de recuerdos, de ternuras, la más bella prueba de que Sagan tenía una cualidad rara, el don del amor y de la admiración, como aquellos que no envejecerán jamás, ni serán presuntuosos y mucho menos amargados.

Le Monde, 26  de septiembre de 2004
Traducción: Celso medina


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