Francois
Sagan:
La elegancia,
el humor y la frescura
Josyane
Savigneau
Francois Sagan no conoció realmente lo que otros llaman la “edad adulta”,
con lo que ello implica de compromiso y de resignación.
Siempre supo conservar esa mirada de infante sorprendida, incisiva, que
le cubría todo su rostro, esa manera de consumir su vida, ese desdén por la
economía, y esa inalterable energía en un cuerpo aparentemente frágil que hizo
pensar que no resistiría todo lo que confrontó: alcohol, velocidad, accidentes,
juego, droga, carencia de dinero,
enfermedades, etc. Ella manifiesta voluntariamente su “impresión de cabalgar en
la vida a toda velocidad”: “Cuando uno
arriesga su vida, se está persuadido de que no la vamos a perder… No
tengo miedo de morir… en fin… no tengo miedo…”
Francois Sagan no era una de esas escritoras segura de su futuro que,
como Marguerite Yourcenar por ejemplo, construyeron pacientemente su estatus y
su leyenda. Ella entró brutalmente, como
por azar y casi traumaticamente, a los
diecinueve años, a la leyenda, con una pequeña novela cuyo título fue
inolvidable: Buenos días tristeza. En
1954, los desórdenes amorosos de una adolescente de la burguesía acomodada,
contados por una joven adolescente de buena familia, prendieron rápidamente el
escándalo. Y sobre todo ese relato “poco
convencional” se vendió inmediatamente en cientos de miles de ejemplares,
reportándole a su autora mucho dinero, que gastó sin ningún miramiento.
Sagan, sus amigos, sus relaciones, sus noches en el casino, su pasión por
los carros caros que rodaban rápidos, sus accidentes, su fortuna, sus
desengaños… alimentaron las columnas de la prensa . Ella era una estrella.
Los que pensaban que los escritores deben ser silenciosos y sufridos,
escribir y no vivir, la detestaron rápidamente. Esta “pequeña música”, que como
la habían nombrado desde sus primer libro, para calificar su estilo, devino en una
manera irónica de decir que sus novelas no eran una “gran cosa”. Y además,
siempre la vieron como una persona que siempre tuvo lujosas mansiones,
castillos, vivió un mundo de ricos, de gente ociosa pasando sus días y sus
noches con un vaso en la mano… Esa es al menos la manera como se caricaturizó a
una escritora y a una obra que merece sin duda una reconsideración.
Seguramente, ese “encantador pequeño monstruo”, designado así por Francois Mauriac a la salida de Buenos días tristeza, debió publicar muchos
de sus libros (unos cuarenta en sus totalidad)
para honrar los gastos que había realizado durante un largo tiempo, y
que no siempre fueron obras maestras. Pero, sobre todo, esta mujer tan cortesana,
tan delicada, pecaba por exceso de lucidez y por modestia intelectual. Le faltó
esta forma de megalomanía que ayuda a los escritores construir su obra,
persuadidos de que están creando una cosa única, y que va a perdurar por
siempre.
“Yo me revelé escritora desde que comencé a leer”, confiaba Francois
Sagan a Le Monde en 1984, treinta
años después de Buenos días tristeza. "No fui sin duda original en eso. Después del bachillerato, me hastiaba. Estaba
en la Sorbona, en el propedéutico. Comencé a escribir esa novela en los bares.
La terminé, la envié a los editores. Julliard la aceptó. Hubo artículos de
Mauriac, el Premio de los críticos, y todo comenzó… un éxito gigantesco, desproporcionado.
Yo sabía a qué atenerme respecto a mis pequeñas novelas. No debía tener
vergüenza, esa no era mala literatura. Pero yo sabía leer. Había leído a
Proust, a Stendhal… Gente como esa te agua la fiesta”.
Todo eso lo decía sin grandilocuencia, sin amargura- una palabra cuyo
sentido Sagan no conocía. Con humor, con esa manera de hablar extraña, esas
palabras que se atropellaban y se ahogan en la risa.
Ni tartamudeos ni farfullos, sino una modo de ir rápido con la palabra, así
como iba por la vida. Y ella precisaba,
riendo aún, que era suficiente escuchar la banda magnética a una velocidad
inferior y se entendería todas las palabras que ella pronunciaba. Era verdad.
Sí, ella había sido, como Brigitte Bardot en otro lugar, el símbolo de
aquello que iba a ser denominado “liberación de las costumbres”, “revolución
sexual”, sí, ella militó para que las mujeres tuvieran el derecho a disponer de
su cuerpo (ella firmó en 1971 el famoso manifiesto de los 343 mujeres
declarando haber abortado). Sagan se mofaba voluntariamente de esa sociedad
donde se había reemplazado la prohibición del amor físico por “el sexo devenido
casi obligatorio”: “No es seguro que nos hayamos iniciado una cosa tan
espantosa…”
“La imagen que se ha dado de mí durante años, es la de una persona que ha
vivido una “vida disoluta”, como se dice todavía. No es forzosamente la que yo
deseé, pero finalmente fue más placentera que la de otros. Todo cuenta: el
whisky, el ferrary, el juego, es una imagen más divertida que laboriosa. De
todas maneras, hacía mal en intentar imponerme en ese entonces”. Así concluía
una larga entrevista (Le Monde fechada
el domingo 19 de 1985). De esa manera
quería refugiarse en la risa. Eludir las cosas graves, hacerse ligera,
respetar aquello que considera ser los signos de “la buena educación” ofrecida
por sus padres.
Elegancia: esa podría ser seguramente la palabra que se aspira retener
para simbolizar a Francois Sagan. Se podría hablar largamente de sus
compromisos políticos (de la guerra de Argelia a la victoria de la izquierda en
1981), de su amistad con Francois Miterrand, de los “affaires” no del todo
claros ni esclarecidos en los cuales se vio mezclada. Los biógrafos lo han
hecho y la seguirán haciendo, lo que es legítimo.
Más allá de los avatares de lo cotidiano, Sagan fue sin duda una figura
de la elegancia del espíritu, que se expresa plenamente en un libro magnífico, Con mi mejor recuerdo. Allí se le cruzan
Jean-Paul Sastre, Billie Holiday, Tennessee Williams, Orson Welles, Carlson
MacCullers y otros; pero eso no es para nada una galería de retratos de
celebridades, sino más bien fragmentos, pedazos de recuerdos, de ternuras, la más
bella prueba de que Sagan tenía una cualidad rara, el don del amor y de la
admiración, como aquellos que no envejecerán jamás, ni serán presuntuosos y mucho
menos amargados.
Le Monde, 26 de septiembre de 2004
Traducción: Celso medina
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