Cómo salvar la educación (y al sujeto) por la
literatura: sobre Philippe Meirieu y Jorge Larrosa
Flávio Henrique Albert Brayner
Philippe Mierieu y Jorge Larrosa |
Numerosos artículos
aparecidos en los últimos años en revistas especializadas en educación en los
Estados Unidos, Europa y en Brasil, así como varios libros, dan muestra de un
interés creciente de los educadores por una aproximación entre literatura y
educación.
No se trata de procurar en la literatura nacional o extranjera, clásica o contemporánea, “temas” escolares o pedagógicos tratados de forma novelesca, que describen los putos de vista de los escritores sobre la escuela de su tiempo, las (des)venturas de la experiencia escolar de los autores, la denuncia del tradicionalismo, del autoritarismo y de la adoctrinamiento de los sistemas pedagógicos de una cierta época a partir de la producción literaria. Se trata, antes, de una producción pedagógica que procura en los textos ficcionales los instrumentos de reflexión que puedan ayudar la formación de los futuros educadores, o establecer una forma de diálogo silencioso capaz de proporcionar una especie de autoconstrucción de sí (perdón por el pleonasmo) a partir de diferentes perspectivas permitidas por la sustancia literaria: una singularización en el interior de un mundo plural, una capacidad de recogimiento, de juicio y de decisión a partir de un punto de vista descentrado que la literatura podría aportar.
No se trata de procurar en la literatura nacional o extranjera, clásica o contemporánea, “temas” escolares o pedagógicos tratados de forma novelesca, que describen los putos de vista de los escritores sobre la escuela de su tiempo, las (des)venturas de la experiencia escolar de los autores, la denuncia del tradicionalismo, del autoritarismo y de la adoctrinamiento de los sistemas pedagógicos de una cierta época a partir de la producción literaria. Se trata, antes, de una producción pedagógica que procura en los textos ficcionales los instrumentos de reflexión que puedan ayudar la formación de los futuros educadores, o establecer una forma de diálogo silencioso capaz de proporcionar una especie de autoconstrucción de sí (perdón por el pleonasmo) a partir de diferentes perspectivas permitidas por la sustancia literaria: una singularización en el interior de un mundo plural, una capacidad de recogimiento, de juicio y de decisión a partir de un punto de vista descentrado que la literatura podría aportar.
Nanine Charbonnel, profesora
de la Universidad de Estrasburgo, por ejemplo, sustenta que el texto literario
“debería formar parte integrante de un estudio del pensamiento pedagógico. La
hora todavía no ha llegado en que tal estudio se imponga en nuestros cursos de
educación, pero eso llegará” (Charbonnel, 1991, p. 112) [1].
La autora de Las aventuras de la metáfora no está sola en la empresa de
adopción del texto ficcional en la formación educacional. Philippe Meirieu, por
ejemplo, considera que “la literatura puede permitirnos aprender la experiencia
singular de toda empresa educativa (…) crear una disposición de espíritu apto
para establecer recogimiento en un universo marcado por la pluralidad de las
experiencias y de los hechos” (Meirieu, 1999, p. 12).
De una manera general, diría
que ese interés reciente por la literatura por parte de tanto educadores señala
una especie de cansancio; en los últimos tres o cuatro décadas, la discusión
pedagógica fue marcada, bien sea por un sociologismo que intentaba demostrar el
enraizamiento social (y de clase) de toda práctica educativa o la influencia
decisiva del medio social de origen sobre la perfomancia escolar de los
alumnos, o bien sea por un psicologismo que, basado excesivamente sobre el
aprendizaje, transformaba la sala del aula en laboratorio de adquisiciones y de
desenvolvimiento cognitivo. En relación a un discurso esencialmente
“científico” que daba el tono del logo pedagógico, se ve, ahora, la emergencia
de un humanismo que toma la forma especial, no de una “educación estética” (a
lo Schiller), sino de una nueva relación entre literatura y educación.
En ese nuevo entusiasmo
producido por una posible alianza entre literatura y educación, se puede
encontrar, orientaciones diferentes: la primera que llamaría pedagogización de
la literatura, retoma, de una cierta forma, la tradición del Bildungsroman, ampliando
y hasta traspasando su forma y su contenido, pero desechando, en la práctica,
“resultados” semejantes: una construcción de si por medio de un viaje
acompañado y reflexivo cuyo fin es una elevación personal que la educación y la
instrucción no puede proporcionar. En esa primera orientación encuadro al
profesor de la Universidad de Lyon II, Philippe Meirieu. En la segunda
orientación, de inspiración claramente nietzscheana, procura una solución que
llamaría literaturización de la pedagogía. Si en el primer caso la literatura contribuye
a los elementos para un diálogo interior a través de la experiencia de otros
hombres (ficcionales o no), en el segundo las ambiciones son más amplias: hacer
de la educación una reescritura de sí en que el acto ejercido sobre sí mismo
(como una especie de auto-subjetivación) se confunde con la escritura
ficcional, en la cual vida y literatura se interpenetran y toman la forma de
una “estética de la existencia”. En esa segunda orientación ubico al profesor
de la Universidad de Barcelona, Jorge Larrosa.
En su trabajo sobre
literatura y educación, quiere decir, sobre el papel que la literatura puede
hacer en la formación del educador,
Meirieu señala, desde el inicio
del libro, las deficiencias de las llamadas “ciencias de la educación”:
Solo existe ciencia de lo general; las ciencias de la educación están
condenadas a trabajar sobre vastos conjuntos, a establece reglas generales,
tanto en el plano de los aprendizajes cognitivos como sobre las condiciones
psicológicas del evento escolar. Ellas están en busca de invariantes y de
correlaciones, reconociéndose prudentemente en las descripciones y en los
análisis de los discursos o de las experiencias ya realizadas y de quienes
ellas se esfuerzan para tomar una cierta distancia. Saludable precaución
científica, pero que distancia, inevitablemente, las tensiones vivas que animan
a los hombres (Meirieu. 199, p.11).
“Tensiones vivas” que una
ciencia de la educación que procura invariantes no puede obtener y cuyo punto
de Arquímedes es el diálogo (interior y entre subjetividades diferentes) proporcionado
por la literatura en un proceso de autoconstrucción y su búsqueda de
universalidad, como se puede observar en algunos pasajes del prefacio en
cuestión:
(…) como todos los oficios humanos, el oficio de la educación (…) no es
reducible al conjunto de las competencias para ejercerlo. Educar supone una
arte de “hacer”. Y más adelante, en sus “vacíos”, el texto literario permite al
lector hablar de sí mismo, dialogar con otros hombres, en un movimiento que ya
es una forma de universalidad, a la cual debe llegar toda educación que no se
limite a “fabricar” algo (idem, p. 18).
¿Versión contemporánea del
Bildungroman? ¿Estrategia humanista para escapar del logos pedagógico
dominante? ¿Salida romántica de una situación marcada por el principio de la
perfomancia y de la utilidad? ¿Solución decadentista o nuevo continente que se
abre a la educación después de la enorme sospecha (postmoderna) lanzada contra
el discurso “científico”?
Temo que el deseo- legitimo,
por supuesto- de recurrir a la literatura como vehículo de formación sea más
complejo de lo nos hacen creer las nobles intenciones de ciertos educadores. O
que es, finalmente, lo que se “esconde” detrás de ese deseo de apelar a la literatura como medio de
formación?
La pedagogización de la
literatura en Philippe Meirieu: la tensión entre Kultur y Zivilisastion
En primer lugar, la vieja
distinción alemana entre Kultur y Zivilisastion me parece, en este debate
decisivo. Luego creo que sea necesario tomar en cuenta ciertos propósitos de la
estética de la recepción (Hans Robert Jauss) para tratar la relación entre el
texto ficcional y el lector, un tema que estimo gravemente ausente de las
tentativas de aproximar la literatura de la formación del educador. Philippe
Meirieu será, en este primer momento, mi interlocutor privilegiado.
Digamos, para abreviar, que
la tradición romántica alemana, erigiéndose contra el racionalismo de la
Ilustración y el clasicismo normativista burgués, produjo dos conceptos para
designar, de un lado, el mundo espiritual de los valores sustantivos (kultur)
y, de otro, un universo material dominado por el cálculo, el lucro, la
producción de mercaderías que el capitalismo había instaurado (zivilisation).
El arte (y la cultura en general) estaba situada en una esfera que permitía al
hombre, a pesar de la dominación del mundo industrial, el “vuelo del espíritu”:
una capacidad de descolocarse del mundo de facticidad para elevarse por encima
del universo de utilidades y de los valores de cambio.
Pero en los conceptos de
Kultur y de Zivilisation (Hauser, 1951) interesan ¿interesan a un debate sobre
lo pedagógico (y en la utilización de la literatura en la formación9? En la medida, creo yo, en que ellas permitan
distinguir dos formas del uso social de la Razón (y, por tanto, de una razón
pedagógica), a saber: una razón de tipo “sustantiva”. Capaz de pensar fines y
valores sociales de nuestras decisiones, y una razón de naturaleza “instrumental”,
perfomántica y finalista. Si aceptamos el pesimismo weberiano que concibe la modernidad como progreso continuo de una
Zwerkrrationalitat, un proceso de desencantamiento del mundo; si, en el dominio
pedagógico, somos hoy seducidos o constreñidos por discursos que privilegian la
“internacionalidad”, el “emprendimiento”, la “flexibilidad” ante las nuevas
tecnologías y la “inserción” en el mercado; si la investigación pedagógica está
en vías de tomar un camino que lo lleva a aprendizajes a partir de formas de
cognición más o menos controlables; si en otros términos, el discurso
pedagógico está adhiriendo las formas instrumentales de la razón, de ser
absorbido por el dominio de la Zivilisation, se puede entonces comprender la
intención de incorporar la literatura en la formación del educador: ella es ese
esfuerzo tan noblemente romántico de recusar de un logos pedagógico de
perspectiva claramente perfomativa e instrumental, tanto en una tentativa de
“reencantamiento” del discurso pedagógico por medio de la rehabilitación del
ideal de la “formación” (Bildung), en cuanto auto-subjetivación que escapa, en
parte, a las posibilidades de control exterior, ya que la narración literaria
(….) no dice todo, en sus intersticios y sus ambigüedades, autoriza al
lector a hablar del mismo, y hasta evocar púdicamente la parte más secreta del
mismo. Pero ella dice, de cualquier forma, suficientemente para resistir la
captura total por nuestro imaginario y reasociarnos a otros seres humanos, en
un movimiento de objetivación que esboza una forma de universalidad (Meirieu,
1999, p. 16).
Algunos pasajes del libro de
Meirieu revelan el estado de espíritu de un autor que recusa que lo pedagógico
caiga deliberadamente o ingenuamente en las garras de un orden dominado por la
razón instrumental:
Qué tristeza ver la escuela
abandonar progresivamente todo trabajo sobre lo simbólico procurar
desesperadamente la justificación de sus acciones en los usos sociales
inmediatos de los saberes que ella enseña (…) la formación de los educadores,
como la educación de las crianzas, no tiene nada que ver con un proceso de
fabricación, cuyo suceso estaría garantizado anticipadamente (ídem, p.
131-132).
En resumen, el programa de
alianza entre la literatura y la educación propuesto por Meirieu me parece la
tentativa de resistir a la unidimensionalidad (Marcuse) de la educación, a su
absorción por la facticidad del presente y preservar, así, las posibilidades de
la Kultur. Entre tanto, en ese caso podríamos levantar una cuestión del saber,
digamos adorniano: una literatura sometida a las demandas del mercado puede
ayudar a reflexionar sobre el papel de una educación cada vez más dependiente
de los llamados de ese mercado?
Mi opinión es que el
discurso (poco) crítico sobre el carácter mercantil del arte (en el caso, de la
literatura) no considera que los mismos productos de la industria cultural constituyan
mercaderías sui generis: es apenas parcialmente que la necesidad estética puede
ser manipulada, porque la producción y la reproducción del arte, en la sociedad
industrial, no llega nunca a determinar la forma de la recepción; este no es un
consumo pasivo, sino una actividad estética dependiente del aprobación o del
rechazo, y, por esa razón, en gran parte no sometida al cálculo mercantil.
Acontece, en tanto, que ese
argumento, en lugar de venir en socorro de los proponentes de una
pedagogización de la literatura, abre un nuevo problema aparentemente
descuidado: la relación entre el lector del texto ficcional, particularmente
aquel que se encuentra en formación (para tonarse educador), y una recepción
también particular de la literatura que pretende contribuir para esa formación.
Aquí observo- al menos en Meirieu- la ausencia de una teoría de la recepción
que pueda dar cuenta de esa situación particular. Al fin de cuentas, hay una
enorme diferencia entre el “simple” lector
de un texto ficcional y el lector que se quiere formar a partir del
texto literario para ejercer una futura actividad profesional (pedagógica).
El problema de la recepción
Consideremos, de inicio, el
hecho de que entre el texto literario y el lector no existe espacio vacío que
pueda ser “presentido” por las posibilidades interpretativas individuales. Entre los dos se interpone un conjunto de
expectativas, de un lado y de otro, definidas por el horizonte cultural e
histórico, una estrategia mediática, un medio social que valora (o no) ciertas
lecturas, un investimento simbólico realizado por el consumidor de obras
literarias, etc. Imaginemos, en seguida, que entre el texto literario y el
lector se interpone un lector, y que ese lector-naturalmente- proponga su
propia lectura y su propia interpretación (en este caso, pedagógica) del texto
ficcional. Estaríamos en una situación en que apenas no transformaríamos a
nuestros estudiantes en lectores de “segundo grado” (indirectos), pero en la
cual la operación de lectura sería dirigida, en la selección de las obras y una
manera de tratarla. En razón de esa consideración doble, estoy convencido de
que la relación entre literatura y educación, quiere decir, de la literatura en
la formación del educador, tiene necesidad de ser tratada en el interior de una
estética de la recepción.
Retomemos una frase de
Meirieu que condensa, de una cierta manera, su “teoría” de la recepción de los
textos literarios con visión formativa:
Su eficacia formadora es, en tanto, ligada a distancia que ellas
establecen con el lector: muy próximos a ellos, corren el riesgo de suscitar
procesos de identificación que tornará difícil la distancia crítica. Muchos
exóticos, corren el riesgo de ser rechazados, considerados como radicalmente
extraños a los problemas encontrados cotidianamente, y para concluir su
“teoría”: porque solo existe formación si un conflicto socio cognitivo entre en
juego. (Meirieu, 199. P. 17)
Esa posición coincide con la
de Wolfgang Iser, para quien la función social del texto literario es de
cuestionar el saber a priori de
lector y así forzarlo a un diálogo interior (Iser, 1979). Entonces, en la
concepción de Iser, es el texto per se
el que realiza esa tarea, y no un lector interpuesto. Y un lector, en el caso
de Meirieu. ¡Muy especial!
“Especial” en la medida en
que realiza una lectura “pedagogizante” del texto literario, abandonando, por
ejemplo, la dimensión del placer estético. Para Meirieu, la obra ficcional
surge como una función-medio: permitir a los otros el “crecer” con las
experiencias relatadas por algunos autores escogidos (y eso ha despertado del
hecho de que esas experiencias no son tratadas por los autores como
perteneciendo al orden del “crecer”).[2]
La palabra “pedagógica”,
asociada a las obras literarias, parece constituir una etiqueta poco honorable
(para los autores, claro), y pocos escritores aceptarían clasificar sus
trabajos como “pedagógicos”. La literatura es algo que se anuncia como
radicalmente productora de una realidad y de una subjetividad que no tiene otro
modo de existencia a no ser estrictamente literaria. Es lo que Larrosa califica
de “radical imposibilidad de subordinación de la literatura”. Lo que significa
que el carácter pedagógico de una obra de ficción es esencialmente un hecho de
lectura, una vez que toda narrativa literaria, toda obra de ficción, puede ser
leída a partir del presupuesto de que ella contiene una enseñanza, la misma
será difícil de agotar en sus todas sus dimensiones (Larrosa, 2000. P.
45). La “pedagocidad” de un texto
depende, en suma, de las condiciones de lectura: lo pedagógico debe ser
procurado, antes de cualquier cosa, no… pedagógico, y solo secundariamente en
la literatura. El problema surge cuando a un hecho de lectura especial
(pedagogizante) se asocia la escritura del formador que ofrece al lector (él
también es especial) un grado de lectura determinada, una interpretación ya
estructurada que subordina la obra y al lector. En consecuencia, no se trata
más de un lector abierto y desconocido, sino de un lector orientado en su
lectura, dirigido en su modalidad de recepción.
En el caso de la literatura,
el problema es todavía más complejo porque lecturas administradas “ya leídas”,
ya interpretadas, alimentan el marco contradictorio (y moderno!) de una comunicación
intersubjetiva colonizada por acciones de naturaleza finalista. Y más allá de
eso, no podríamos estar más próximos, aunque sea en un segundo grado, del
Bilgungsroman, en donde lidiamos con las transformaciones: la del autor y de
los estudiantes. Romanticismo e “instrumentalismo” se unen en una extraña
receta emancipadora!
En otro registro, y con el
objetivo de establecer las relaciones entre el texto ficcional y el lector a
partir de un perfil de recepción ya orientado por el perfil del texto,
Karlheinz Stierle (1979), en su ensayo “¿Qué significa la recepción del texto
ficcional?”, realiza una distinción que considero importante en ese debate: la
distinción entre recepción pragmática y recepción ficcional. Para ese autor,
parece indispensable sobre pasar la idea de una recepción puramente material y
basada en la facticidad del texto, para delinear el perfil de la recepción: “la
cuestión de la especificidad de la recepción es, antes de todo, la cuestión de
la especificad de su construcción” (Stierle, 1979, p. 136). En lugar de tomar
el texto como una constante que produzca una vasta gama de de recepciones, ella
procura revelar la constancia en otro polo, de manera de obtener las
condiciones de mejor describir la interacción texto-lector. De allí su
distinción entre recepción pragmática y recepción ficcional, cada una
correspondiendo a un texto del mismo orden (texto pragmático y texto
ficcional). El texto pragmático es aquel que presenta un estado de hecho, es
decir, una interpretación que ofrece un modo de orientación en cuanto a la
situación dada, interpretación llamada “elemental” porque el texto se propone
convertirse en un trampolín para la acción. El texto pragmático debe ser
“programado” para que su lector pueda recibirlo de acuerdo con un esquema de
acción previamente conocido tanto por el autor como por el lector, que
participan, ambos, del mismo saber social. En resumen, ambos de una cierta
manera, prevén sus respectivos papeles: el productor sabe lo que espera de él
el receptor y este sabe lo que debe ofrecerle.[3]
En ese sentido, escribe Stierle, “ viendo el campo de acción, el texto
pragmático se orienta más allá del mismo” (Stierle, 1979, p. 112).
En el campo ficcional (texto
y recepción), cambian de dirección, porque no se puede afirmar que la ficción remite
al campo de la acción. Como dice también Stierle, “los textos ficcionales son,
en sentido propio del término, textos de ficción solamente cuando se puede
contar con la posibilidad de un desvío (de lo que es ofrecido por el texto),
desvío, en verdad, no sometido a correcciones, sino solamente interpelable o
criticable” (idem, p. 114-115), que permite una nueva manipulación, sea de
conceptos, sea de las experiencias, dejando al lector las oportunidades de
experiencia no previstas por la recepción pragmática.
Si la distinción esbozada es
válida, entonces el libro de Meirieu, que se coloca en la interposición entre
el lector eventual (sus estudiantes) y la obra (el lector que habla de sí y de
sus lecturas y nos da una interpretación pedagogizante), termina por
transformar una recepción ficcional en recepción pragmática, situación no
prevista en el ensayo de Stierle. Transformada en función-medio con vista a
“crecer”, el texto literario sale de su órbita ficcional para ser absorbido por
un universo instrumental, situación que termina por vaciar el potencial de
Kultur comprendido en la obra de arte. Un efecto perverso absolutamente
indeseable, si tomamos en serio las pretensiones de nuestro autor.
“Estetización de la
pedagogía” en Jorge Larrosa: la tensión entre sociedad administrada y
“estilística de si”
Y, curiosamente, desde que
entramos en una era “post-metafísica”, todo parece transformado en ficción. Si,
como decía Lyotard, la post modernidad se define por una incredulidad en
relación a las metanarrativas totalizadoras, esa sospecha parece haber
producido un efecto inesperado: un retorno a “todo-narrativo”!
Paul Ricoeur decía en Tiempo y relato que
(…) nuestra propia existencia no puede ser separada del modo por el cual
nosotros podemos narrarnos. Es contando nuestra historia como nos damos una
identidad. (…) Y no hay mucha diferencia si esas historias son verdaderas o
falsas: tanto la ficción como la historia son construcciones identitarias
(Ricoeur, 1985, p. 213).
Michel Foucault (1977), en
una entrevista a Quinzine Litteraire, afirmaba:
Me di cuenta de que solo escribía ficciones. No quiere decir que esté
faltando con la verdad. Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar
la ficción en la verdad; de inducir efectos de verdad con un discurso ficcional
y hacerlo de tal manera que el discurso de verdad suscite, “fabrique cosas que
no existen todavía, que “ficcione”.
El propio de Meirieu (1999)
termina su libro con la frase “Cada uno ve bien que lo pedagógico se sitúa
resueltamente en el interior de la ficción”.
Es verdad que la narración,
especialmente, la narración novelesca, abre posibilidades de que nuevos
narradores retomen e reinterpreten los eventos, en una historia sin fin, en una
“obra abierta”, conduzcan al “paraíso imaginario de los individuos. Y el
territorio donde nadie es poseedor de la verdad, en Ana Karenina, pero donde
todos tengan derecho a ser comprendidos” (Kundera, 1989. P. 192). Pero de allí
a suponer que todo es ficción, que toda “política de la verdad” no pase de un
esclarecimiento de qué fue originalmente una metáfora (que una expresada se
tornó verdad) me parece una exageración, una aplicación desmesurada del
perspectivismo nietzscheano, sobre un fondo de intenciones democráticas. Y es
exactamente de allí desde donde parte la “literaturarización de la pedagogía”
de Larrosa (Larrosa, 2000, p. 56).
En lectura y metamorfosis,
nuestro autor construye una interpretación sensible e inteligente del poema de
Rilke “El lector” (Der Leser), en el cual el núcleo del análisis se sitúa en
una cierta idea de letura; “la relación entre el presente del texto y el más
allá de los escrito: la lectura se colocaría justamente en un modo donde el
presente señala el ausente, el sentido se sitúa más allá de lo escrito”
(Larrosa, 2000, p. 110). Se trata, como
en Mierieu, de una lectura que debe modificar al lector, en la cual este debe
hacerse indiferente al primer ser (el “mundo administrado”), sustraído de su
origen y arrancado de lo que le puede confortar.
Mundo administrado![4]
En ese punto el profesor de la Universidad de Barcelona se aproxima, una vez
más, a las posiciones de Mierieu. No en el sentido de que la literatura debe
promover el “vuelo del espíritu” para más allá de las demandas del presente,
sino en el sentido de que una educación estrictamente asociada a las exigencias
del mercado, del performance, de la
competencia técnica, es apenas “fabricación”. Si anteriormente teníamos
necesidad de librar a los hombres de las ilusiones y de las sombras, de la
ideología y de la “consciencia ingenua”, hoy es necesario librarlo de la
“sociedad administrada”. ¿Y cómo hacerlo? Curiosamente, no más por la filosofía
o por una acción política “transformadora”, sino por una acción sobre sí mismo,
una auto interpelación proporcionada por la literatura. Con la literatura
podemos, finalmente, disponer de un nuevo instrumento soteriológico, menos
ambicioso, tal vez, pero también menos ofensivo quela razón y la política.
Nosotros que contemplábamos al lector, pertenecíamos al mundo
administrado: estábamos seguros de nuestra identidad, sabíamos quiénes éramos;
(…) para tornarnos lo que nosotros somos, para
dominar el tiempo y contarlo, para saber lo que son las cosas, para
manipularlas siguiendo nuestra voluntad, recorríamos las horas en curso, los
espacios y el tiempo que el mundo administrado e interpretado activó para
convertirnos en aquello que somos y para hacer de nosotros los habitantes
secularizados del primer mundo (mundo administrado). (Larrosa, 2000, p. 115).
No se podía ser más claro:
se trata de denunciar el carácter normalizador, doctrinario, disciplinar y
disciplinador del logos pedagógico, de sus demandas moralizadoras, progresistas
y optimistas, lo que, personalmente, considero perfectamente aceptable en una
época que no quiere (ni puede) alimentar más ciertas ilusiones de una pedagogía
Aufklärer. El problema es que el ataque al discurso pedagógico utiliza el mismo
orden del discurso (analítico, proposicional, salvacionista) que hace de la
pedagogía un discurso, un logos. En fin, si, como quería Benjamín, sustentar
una perspectiva revolucionaria exige una fuga de la esfera del “progreso”, [5]
tal como es concebido por la Ilustración, y, si criticar la esperanza igualmente
Aufklärer de la auto emancipación del espíritu y de la autoconciencia por la
educación y la manera larrosoniana de sustentar el optimismo en una posibilidad
emancipadora (de la sociedad emancipada), entonces lo que nosotros expulsamos
por la puerta del frente, retorna por la de atrás: continuamos “progresistas” y
“optimistas”.
Se puede encontrar la base
de la “pedagogía profana” de Larrosa en la célebre frase de Nietzsche que
nuestro autor “no resiste en transcribir”:
“¿Qué es la verdad? Una multitud en movimiento de metáforas, metonimias,
antropomorfismos; en una palabra, un conjunto de relaciones humanas que,
elevadas, transpuestas y efectuadas poéticamente y retóricamente, desde un
largo uso, el pueblo considera como sólidas y canónicas: las verdades son
ilusiones que olvidamos, metáforas ya utilizadas que perderán su fuerza
sensible… (Nietzsche apud Larrosa, 200, p. 123).
Por ello Larrosa no puede
hablar de “proyecto”, ya que eso implicaría la aceptación del logos pedagógico dominante,
es decir, el establecimiento de una
relación patológica con el saber (y con la vida), haciendo de la pedagogía una
forma perversa e imperial de relación con la verdad, el progreso, el orden y la
disciplina.
La literatura participa,
así, en la concepción de Larrosa y una ausencia de un “proyecto” de una
solución pedagógica estetizante. La cuestión no está sujeta a partir de bases
no-cognitivas y realizable no interior de una institución (el discurso de
Larrosa no pasa por la escuela); esa discusión estaría, antes, situada en las balizas
en las vanguardias estéticas realizaran en el inicio del siglo que finalizó:
una reformulación radical de la imagen que pueda “reescribir” al sujeto fuera
del os vicios, de las patologías y de las perversiones de una lengua incapaz de
admitir o impensable, o desviante, la recreación de si a partir de una
“política de renombramiento” (una especie de Buendía pedagógico, dar nombre a un mundo virgen y primigenio). En
síntesis, nada de autonomía sin una mudanza radical del lenguaje pedagógico.
Si por encima, las ideas de
Larrosa van a procurar inspiración en Nietzsche, por debajo se van a juntar a
las de otro nietzscheano: Michel Foucault.
Foucault (1984, p. 23): “Yo
fui llevado a sustituir una historia de los sistemas de moral, que sería hecha
a partir de prohibiciones, por una historia de las problematizaciones éticas a
partir de las practicas de sí”. En El cuidado de sí, Foucault (1985) recuerda
el papel del sueño erótico (Artemidoro, Pseudo Luciano, Marco Aurelio) para
mostrar cómo la moral se modifica en una conversión a sí, y cómo el modo de
subjetivación se transforma con el estoicismo. Es decir, como la idea de una
construcción de sí es, al mismo tiempo, permanente e histórica, cada
civilización crea su estética de la existencia. El problema no es el
“descubrir” lo que somos, sino “recusar” lo que han hecho de nosotros. El
“proyecto”, por así decirlo, es una “estilística de sí”, una construcción de su
propia vida como una obra de arte. Ese ejercicio sería, así, una forma de
asignarnos las innumerables maneras que tenemos de construirnos por medio de
una nueva formación en la ciudad. Se trata, en un sentido mucho más preciso, de
una autopedagogía.
Pero, no puedo impedirme ver
en ese tipo de ejercicio alguna cosa decadente.[6]
Como si las soluciones (existencialmente) estetizantes y altamente
individualistas surgiesen siempre en aquellos momentos en que “nosotros no
somos más, sino también no somos todavía”: solución que refleja un profundo
malestar y que nos torna vulnerable sea en la adquisición de “yoes” postizos,
sea la de un narcisismo patológico, más volcado al consumo de sí que para la
construcción subjetiva. Un malestar que, en verdad, se encuentra en el
origen del dandismo, de la bohemia, del anarquismo como estilo de vida. En
suma, de lo marginal, en profundo desacuerdo con un mundo que no lo comprende,
pero del cual le gustaría gozar todas sus bondades, con un mínimo de
compromiso:
Solamente el combate de las palaras aún no pronunciadas contra las
palabras ya pronunciadas permite la ruptura del horizonte dado, permite al
sujeto inventarse de otra forma, que el “yo” sea un “otro” (…) Solamente así se
puede escapar, aunque sea provisoriamente, de la captura social de la
subjetividad. (2000, p. 78).
Esa conversión a sí se hace,
según Larrosa, por la lectura, siendo su vehículo la obra literaria. La lectura
surge, así, como el trabajo de autoconstrucción subjetiva no determinada por
las “cosas dichas”, un “yo” que se forja en la forma de un viaje interior y exterior
“como una experiencia estética”.
Un punto central de esa
experiencia concierne a la capacidad de “extrañamiento” y de “ad-miración”
(Thaumadzeins): una capacidad que muchos autores ya atribuirán a las crianzas.
En la interpretación que
Larrosa nos ofrece de Rilke (Elegías de Duino y Sonetos a Orfeo), las crianzas
juegan un papel esencial porque ellas “desconocen el pasado y el futuro”,
justamente por su
(…) incompleta pertenencia al mundo interpretado (…) Los ojos
desinteresado del lector, batiéndose contra un mundo pleno y terminado serían
ojos que adquirirán algo del mirar pueril de un niño… (…) Así, con ese mirar,
vivir lo existente no es solo distinguir, clasificar y ordenar el mundo
interpretado y administrado, no es solo juzgar el mundo interpretado, no es tampoco
solo calificar cosas (…), sino dejar aparecer lo existente en su ser, en su
plenitud y su distancia, es decir, en su verdad. (Larrosa, 200, p. 69).
Si antes era el mirar lo
advertido y remante del platonismo que permitirá un acceso a las cosas situadas
más allá de las apariencias, hoy es mirar ingenuo y pequeño, no contaminado por
esas ortopedia visual propuesta por la Ilustración, que nos proporcionará la
verdad. Nosotros estamos, más allá de lo mismo, mediante una concepción de “lectura”
que vaya completamente al encuentro aquella propuesta de Mierieu: un sugerir el
“crecer”, el otro retorno (?) al “mirar pueril”.
Personalmente, tengo algunas
dificultades en aceptar esa ficción proyectada sobre una infancia cuyo mirar
permanecería impermeable a la sociedad administrada. Un autor que elabora un sofisticidísimo
programa proposicional, que sustenta una “Tesis” sobre la recepción de la obra
poética y alimenta expectativas futuras (transformarse por la lectura)
(Larrosa, 2000, p. 112), puede ser todo menos un “niño”! Es más: la sociedad
administrada no es algo que se situaría
“del otro lado”, en el exterior, produciendo y fomentando identidades por medio
de tecnologías de subjetividades; en
cuanto de “este lado” se encontrarían aquellos que proponen un nuevo logos
pedagógico, los portadores de una súper visión sobre los mecanismos de
subjetivación impuestos por el “sistema”, de los cuales no podemos tampoco
sospechar, porque los instrumentos de que disponemos son justamente aquellos forjados
por el propio orden administrado. ¿Cómo, entones, lo percibiríamos? ¿Y por qué
detentan las condiciones de reacción crítica y de “extrañamiento” que otros no
poseen?
Para concluir…
En sus Conferencias sobre el
psicoanálisis, Freud afirmaba que el lector de novelas
(…) no puede darse abiertamente a las emociones normalmente ajustada,
porque su placer tiene como presupuesto la ilusión estética, es decir, el
alivio de su dolor por la seguridad de que, primero, se trata de otro que sufre
y, luego, de que se trata simplemente de un juego que no puede causar ningún
daño a nuestra seguridad personal (Freud, 1976, p. 235).
Pero la catarsis
aristotélica no resume toda la relación entre arte y su consumidor, la frase
freudiana puede alumbrarnos, mucho oportunamente, que la obra literaria es ante
de todo… obra literaria, y que toda recuperación pedagogizante de de ella no
pasa de una forma de control de su recepción, una manera de administrar la
ficción.
No obstante, con ojos
diferentes, Mierieu y Larrosa parten de la misma creencia en el poder formador
y regenerador de la literatura, aunque diverjan en puntos fundamentales:
Mierieu propone lecturas “ya leídas”, administradas, con fines precisos;
Larrosa, la aparta de la recepción dirigida de la obra ficcional. Ambos están en profundo desacuerdo con un
mundo cuya exigencia mayor se ate a la utilidad y al performance.
En el fondo, pienso que reside en todo eso un ataque sistemático contra la
modernidad, que termina siempre, luego de algunas peripecias, en su estricta
identificación con la llamada “razón instrumental”, imperdonable traición de la
Ilustración, causa de nuestro malestar profundo. Hay, en tanto, en nuestros dos
autores, la intención subterránea de todo reformador educativo: reescribir
subjetividades! Queda saber si la literatura podrá alimentar los predicados
necesarios de esa reescritura y, si fuese así, no estará transformándose en una
nueva- y no menos sofisticada- “tecnología del yo”.
Refrencias bibliográficas
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la métaphore. Strasbourg:
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FOUCAULT, M.,
(1977). Les rapports de pouvoir passent à l´intérieur du corps. Quinzaine
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_________________(1984). Histoire de la
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__________________(1985). História da
sexualidade III: o cuidado de si. Rio de Janeiro: Graal.
FREUD, S., (1976). Conférences sur la
psychanalyse: ebauche sur la fantasie. Paris: La Pleiade. HAUSER, A., (1951). The social
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significa a recepção de textos ficcionais? In: LIMA, L. C. A literatura e o
leitor: textos de estética da recepção. Rio de Janeiro: Paz e Terra, p.
183-187.
Brayner, Flávio Henrique Albert Como
salvar a educação (e o sujeito) pela literatura: sobre Philippe Meirieu e Jorge
Larrosa Revista Brasileira de Educação, núm. 29, maio-ago;, 2005, pp. 63-72
Associação Nacional de Pós-Graduação e Pesquisa em Educação Rio de Janeiro,
Brasil.
Traducción del portugués al
español: Celso Medina
[1] Todos los títulos y citas del original en lengua extranjera son
traducciones libres.
[2] Lo que puede implicar un
caso de “sobreinterpretación” (Umberto Eco), situación en que se sobre pasa los
límites interpretativos impuestos por la propia materialidad del texto.
[3] El texto (y la recepción)
pragmático coloca, así, fuera de propósito toda tentativa de producir, en el
lector, un conflicto “socio cognitivo”, fundamentalmente en la “teoría” de la
recepción de Meirieu. Interviniendo entre el lector y la obra con una
interpretación pedagógica, Meirieu no solamente “prepara” a su lector en vista
de una recepción determinada (sobre todo el lector que no tiene acceso a la
obra orinal), sino él ya sabe a quién se dirige. El lector, a su vez, alimenta
igualmente las expectativas de una recepción pedagógica del texto.
[4] La expresión viene de
Adorno e Horkheimer, e impactó en las páginas de Marcuse (“sociedad
administrada”).
[5] Cfr,. Tesis sobre la
filosofía de la historia, particularmente el análisis del cuadro de Paul Kleee,
Angelus Novus.
[6] No tomo la expresión en
sentido negativo o peyorativo, ya que “decadencia” es también anunciadora de algo
nuevo.
1 comentario:
Entonces, el cine sería, “una tecnología del yo” tan o más significativa que la misma literatura… ¿una cinefiliarización de la pedagogía?
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