Fernando del Paso
“Soy ambisiniestro”
(Discurso íntegro de
Fernando del Paso en la ceremonia del Cervantes. 2016)
Majestades,
Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte,
Señor Rector de la Universidad de Alcalá, Señora Presidenta de la Comunidad de
Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas,
locales y académicas, querida esposa–oíslo-e hijos, queridos parientes y amigos
que me acompañan, queridos todos, Señoras y Señores:
La del alba
sería, cuando timbró el teléfono de mi casa y yo pensé que si no era una
tragedia la que me iban a anunciar, sería la mal obra de un rufián que deseaba
perturbar mis buenas relaciones con Morfeo, o quizás el mago Frestón. Pero no
fue así, por ventura: era mi hija Paulina quien desde Los Cabos, Baja
California, me anunciaba haberse enterado que me habían otorgado este premio,
lo cual colmome de dicha pese a que desde ese instante las múltiples llamadas
telefónicas que recibí por parte de amigos, parientes y periodistas, incluyendo
los de España, para ratificar la gran nueva, no me dejaron volver a pegar el
ojo. Yo, ni tardo ni perezoso acometí de inmediato la empresa de despertar a
cuanto amigo y pariente tengo para informarles lo que me habían comunicado.
En marzo del
año pasado, cuando tuve el honor de recibir en la ciudad mexicana de Mérida el
Premio José Emilio Pacheco a la Excelencia Literaria, hice un discurso que
causó cierto revuelo. Sé muy bien que esas palabras despertaron una gran
expectativa en lo que se refiere a las palabras que hoy pronuncio en España.
Las cosas no han cambiado en México sino para empeorar, continúan los atracos,
las extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los feminicidios, la
discriminación, lo abusos de poder, la corrupción, la impunidad y el cinismo.
Criticar a mi país en un país extranjero me da vergüenza. Pues bien, me trago
esa vergüenza y aprovecho este foro internacional para denunciar a los cuatro
vientos la aprobación en el Estado de México de la bautizada como Ley Atenco,
una ley opresora que habilita a la policía a apresar e incluso a disparar en
manifestaciones y reuniones públicas a quienes atenten, según su criterio,
contra la seguridad, el orden público, la integridad, la vida y los bienes, tanto
públicos como de las personas. Subrayo: es a criterio de la autoridad, no
necesariamente presente, que se permite tal medida extrema. Esto pareciera tan
solo el principio de un estado totalitario que no podemos permitir. No
denunciarlo, eso sí que me daría aún más vergüenza.
Quizá debí
haber comenzado este discurso de otra forma y decirles que yo nací en el ámbito
de la lengua castellana el 1º de abril de 1935 en la ciudad de México.
“Felicidades señora, es un niño”, dicen que dijo el médico que estaba exhausto
de maniobrar una y otra vez con los fórceps, antes de ponerme no de patitas
sino de orejitas en el mundo y quién al ver por primera vez mis entonces
diminutos órganos reproductores, coligió con gran perspicacia que yo era un
varón, rollizo no, pero tampoco escuálido: yo no quería nacer y a veces todavía
pienso que no quiero nacer.
Me cuentan
que lloré un poco y ¡Oh, maravilla! lloré en castellano: y es que desde hace 81
años y 22 días, cuando lloro, lloro en castellano; cuando me río, incluso a
carcajadas, me río en castellano y cuando bostezo, toso y estornudo, bostezo,
toso y estornudo en castellano. Eso no es todo: también hablo, leo y escribo en
castellano.
Pancho y
Ramona, el Príncipe Valiente, Lorenzo y Pepita, Tarzán y Mandrake, fueron mis
primeros personajes favoritos, y yo no podía esperar a que mi padre despertara
para que me leyera las historietas dominicales a colores, de modo que me di
priesa en aprender a leer en la pre-primaria en la que me inscribieron mis
padres, dirigida por dos señoritas que no eran monjas pero sí muy católicas y
tan malandrines que me daban con grandes bríos y denuedo reglazos en la mano
izquierda–yo soy zurdo- cuando intentaba escribir con ella, sin obtener su
objetivo: no soy ambidextro, soy ambisiniestro. Más tarde mi mano izquierda se
dedicó a dibujar y fue así como se vengó de la derecha. Pero aprendí a leer con
los dos ojos, y con los dos ojos y entre los rugidos de los leones me las vi
con don Quijote de La Mancha. En
efecto, un hermano de mi padre que tenía una gran biblioteca virgen–nadie la
leía: compraba los libros por metro-, me invitó a pasar quince días en su casa,
muy cercana al zoológico, desde donde se escuchaban a distintas horas del día
los estentóreos rugidos de los leones y yo me dije: ¿leoncitos a mí? y me
zambullí en la literatura de los clásicos castellanos: desde entonces estoy
familiarizado con todos ellos: Tirso de Molina, Lope de Vega, Garcilaso,
Góngora, el Arcipreste de Hita, Quevedo, Baltasar Gracián y varios otros. Fue
allí también, en la casa de mi tío donde me enfrenté con Don Quijote en
desigual y descomunal batalla: él, las más de las veces jinete en Rocinante o a
horcajadas en Clavileño y yo, en miserable situación pedestre. No obstante mi
Señor y Sancho Panza estaban ilustrados por Gustave Doré y eso me sirvió de
báculo. Salí de su lectura muy enriquecido y muy contento de haber aprendido
que la literatura y el humor podían hacer buenas migas. De esto colegí que
también los discursos y el humor podían llevarse.
De ahí
continué leyendo, apasionado, a numerosos y muy buenos escritores españoles.
Antonio Montaña Nariño, un escritor colombiano ya fallecido, entró a la agencia
de publicidad donde yo trabajaba y me presentó a su amigo, el hispano-mexicano José
de la Colina. Pronto ellos se transformaron en mis primeros mentores literarios
y me dieron a conocer a Benito Pérez Galdós, Ramón Menéndez Pidal, Ramón Gómez
de la Serna, Ramón María del Valle Inclán, Antonio y Manuel Machado, Rafael
Alberti y otros autores que me hicieron enamorarme profundamente de la lengua.
En aquél entonces yo me regocijaba mucho leyendo a estilistas como Gabriel
Miró. Antonio y José me dieron también a conocer a Joyce, Faulkner, Dos Passos,
Erskine Caldwell, Julien Green, Marcel Schwob y otros muchos grandes autores de
las literaturas anglosajona y francesa.
También desde
luego a excelentes escritores españoles como Rafael Sánchez Ferlosio, Juan José
Armas Marcelo, Juan Marsé, los hermanos Goytisolo, Fernando Savater, Camilo
José Cela, Javier Marías, Arturo Pérez- Reverte y a quién detonó toda mi
vocación literaria: el poeta Miguel Hernández, autor de El rayo que no cesa.
Recuerdo que
hace algunos años en una universidad francesa, cuando comencé a dar una lista
de los escritores que según yo me habían influido, una persona del público
señaló que yo no había mencionado a ningún escritor español y me dijo que cómo
era posible. Yo le contesté: los españoles no me han influido, a los españoles
los traigo en la sangre, y agregué a la enumeración aquellos latinoamericanos
que son parte de mis lecturas más importantes y por lo tanto de mi vida como
Borges, Onetti, Carpentier, Lezama Lima, Cortázar, Asturias, Vargas Llosa,
García Márquez, Neruda, Huidobro, Gallegos, Guimarães Rosa y César Vallejo y
entre los mexicanos Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mariano Azuela,
Martín Luis Guzmán, sin olvidar a Fernández de Lizardi y a nuestra amada monja
Sor Juana Inés de la Cruz.
Los
maravillosos sonetos de Miguel Hernández me motivaron a escribir Sonetos
de lo diario, publicados por Juan José Arreola en “Cuadernos del Unicornio” en
1958. Pero en realidad mi primera incursión en el mundo castellano tuvo lugar
cuando era yo muy peque: “Nano Papo quiee cuca pan quiquía”, que mi madre
interpretaba fielmente: “Nano Papo” era: “Fernando del Paso”, “quiee cuca pan
quiquía” quería decir “quiere azúcar pan y mantequilla”. Algunas tías
malhumoradas, pronosticaron que yo no iba a dar pie con bola con el lenguaje.
Se equivocaron de palmo a palmo. Poco después, al parecer insatisfecho con el
eufemismo familiar que se le asignaba a los glúteos, los llamé “las
guinguingas” y pronto este neologismo fue adoptado por toda la familia. La
publicación de los Sonetos me sirvió para conocer a Arreola y a Juan Rulfo,
quien sabía todo lo que había que saber sobre novela mexicana, española, rusa,
inglesa, italiana, alemana, y, en fin, sobre novela mundial. Comencé entonces a
escribir José Trigo, un libro reflejo de mi obsesión por el lenguaje,
mi fascinación por la mitología náhuatl y que obedecía a tantos otros propósitos,
que lo transformaron casi en un despropósito. Pero ahí está, tan campante, a
sus 50 años de edad: fue publicado en 1966. Seguí después con Palinuro de
México, una especie de autobiografía inventada, una recreación literaria de mi
vida como niño y adolescente, conjugada en varios tiempos verbales: lo que fui,
lo que yo creí que era, lo que no fui, lo que hubiera sido, lo que sería, etc.
Y después vino Noticias del Imperio, la novela sobre los emperadores
Maximiliano y Carlota en la que me propuse darle a la documentación el papel de
la tortuga y a la imaginación el de Aquiles. Desde muy peque el melodrama de
estos dos personajes, el saber que habíamos tenido en México un emperador
austriaco de largas barbas rubias al que fusilamos en la ciudad de Querétaro y
una emperatriz belga que vivió, loca, hasta 1927, cuando Lindbergh cruzó el
Atlántico en avión, me había fascinado. Por supuesto, en cuanto ganó Aquiles la
novela quedó terminada. He escrito también libros de poesía, libros para niños
y dos obras de teatro. Una de ellas que he soñado que algún día se represente o
se lleve a escena en este país: La
muerte se va a Granada, sobre el asesinato de Federico García Lorca.
Toda mi vida
ha continuado la riña entre mi mano izquierda y mi mano derecha. Ninguna de las
dos ha triunfado y esto ha significado para mí un conflicto muy profundo. Sin
embargo mi mano derecha se ha impuesto, no sé si soy escritor, pero sé que no
soy pintor, nunca he dejado de escribir para dibujar y siempre he dejado de
dibujar para escribir.
Sin embargo
la lucha más prolongada que he sostenido en la vida ha sido contra mi propia
salud. Desde que era muy peque y me operaron de algo que se llama “adenoides”
hasta el momento actual, en que supero las secuelas, largas y dolorosas, de dos
series de infartos al cerebro de carácter isquémico, he estado cuando menos
quince veces en el quirófano: por una apendicitis, por dos hernias, dos tumores
benignos, un desgarre en el corazón, un stent en la arteria femoral
superficial de la pierna derecha, otro en la arteria coronaria izquierda, dos
oclusiones intestinales y entre otras cosas dos operaciones de las que llaman
“a corazón abierto”. Además de recurrentes ataques de gota y una fractura del
tobillo derecho. Tan mal he estado en los últimos tiempos que cuando alguien me
vio me dijo: “pero hombre, ¿así va usted a ir a España?” y yo le contesté: “yo
a España voy así sea en camilla de propulsión a chorro o en avión de ruedas”.
¿Dije antes
que "todavía pienso que no quiero nacer"? ¡Pamplinas! Fue una
bravuconada. La vida ha sido bastante cuata conmigo. Quise escribir y escribí.
Nunca escribí para ganar premios, pero ya ven ustedes, aquí estoy. Quise
casarme con Socorro y me casé con ella. Quisimos tener hijos y tuvimos hijos.
Quisimos tener nietos y tuvimos nietos. Y desde hace unos dos años tenemos una
bisnieta: Cora Kate McDougal del Paso. Espero que algún día sus padres le
recuerden que su bisabuelo le deseó que ella agradezca haber venido al mundo a
compartir la vida con todos nosotros, aunque no sé en que lengua lo hará,
puesto que nació en la tierra de James Joyce, Irlanda, y parece destinada a
vivir en ese país. También desde aquí le mando mil besos a nuestra otra casi
bisnieta, Ximena, a quien le digo casi bisnieta porque es la nieta de un casi
nuestro hijo, Arturo. Hay más, les voy a contar una historia. Seré breve, es la
misma historia que conté en la Caja de las Letras: Hace mucho tiempo el joven
poeta mexicano tabasqueño, José Carlos Becerra, obtuvo una beca Guggenheim y
con ella se fue a Londres con el propósito de comprar un automóvil con el cual
recorrer toda Europa. Una madrugada, camino a Bríndisi, en Italia, no se sabe
qué sucedió: tal vez se quedó dormido al volante, el caso es que se desbarrancó
y se mató. Yo llegué también con mi beca Guggenheim a Londres pocos meses
después y me alojé en la casa del mismo amigo mutuo, Alberto Díaz Lastra, en
donde él se había alojado. Allí, José Carlos olvidó una camisa que yo heredé.
Desde entonces, cada vez que yo sentía pereza de escribir, desánimo o
escepticismo, me ponía la camisa y comenzaba a trabajar. Consideré que yo tenía
un deber hacia aquellos artistas, hombres y mujeres, cuya muerte prematura les
impidió decir lo que tenían que decir. Por eso esa camisa tiene tanta
importancia en mi vida. Depositarla en la Caja de las Letras no significa que
no vuelva yo a escribir: la magnificencia e importancia del Premio de
Literatura Española Cervantes, me obliga moralmente a hacerlo y así lo haré: me
pondré la camisa, así sea metafóricamente, una y otra vez, hasta que se acabe
(no la camisa sino mi vida).
Pero no vine
aquí para contar mi vida y mis obras, ni para comentar mis penas. Tampoco a
hablar de las guinguingas de nadie, ni siquiera de las de Don Quijote,
aturdidas y compungidas como debieron estar, tras tantas tan tremendas tundas
que le propinaron durante su azarosa profesión caballeril. Vine y estoy aquí
hoy, 23 de abril de 2016, en el que se conmemora el aniversario número 400 de
la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, discurso en ristre y con los colores
de España en el pecho, muy cerca del corazón, para agradecer: a sus majestades
los Reyes de España Felipe VI y doña Letizia, por su muy generosa hospitalidad;
por su hospitalidad también a la ciudad de Alcalá de Henares, a su Alcalde, y
al Rector de esta Universidad; al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
así como al Instituto Cervantes; al jurado del Premio Cervantes por su
decisión, riesgosa diría yo, en la medida en que juzgó como tal a mi
literatura. Agradezco también a mis amigos y familiares presentes, a oíslo
Socorro y a mis hijos: Fernando que descanse en paz, a Alejandro, Adriana y
Paulina el gran apoyo que me han dado toda la vida. Socorro: perdóname si
alguna vez te hice daño: te pido perdón en público. Asimismo y profundamente a
la Providencia, a la casualidad o a la causalidad el haberme hecho súbdito de
la lengua castellana, a mi país México y a mis padres por haberme dado este
lenguaje y sobre todo, gracias a ti, España, mil gracias.
Por cierto,
también sueño en español.
Vale.
Fernando del Paso
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