domingo, 10 de agosto de 2008

Entrevista Imaginaria a Andrés Eloy Blanco:


Mi poética es profundamente ética


Celso Medina



Yo tenía sólo un año. La dictadura de Pérez Jiménez amenazaba con reeditar la longevidad de Juan Vicente Gómez. Ese 21 de mayo de 1955 Venezuela se consternó; desde México se anunciaba su muerte, en un trágico accidente automovilístico. En la interioridad de cada venezolano quedó el luto. En el Gobierno hubo un respiro; moría uno de los dirigentes más connotados de AD, su peor enemigo. Todo un veterano en las luchas anti dictatoriales y, fundamental­mente, un poeta de enorme eco en el pue­blo venezolano.

¿Y yo? Con sólo un año, ni me enteré. En Cumaná me cuentan que el llanto se prolongó por mucho tiempo, en todos sus hogares. No era para menos; se moría su poeta, el que la bautizó Maríscala y Mari­nera, el que prolongó en las «Cajas de Estampas» su imagen por muchos ámbitos del mundo.
¿Y yo? Aquí, me propongo entrevistarlo. Sin libretas de apuntes, sin grabador. Activo sus ecos y a ellos les pregunto. Pero, ¿dónde abordar­lo? ¿En su prisión cálida de Valera, hacia donde lo envió Gómez? ¿En México, mo­mentos antes de que lo arrollara el carro que lo mató? ¿En La Rotunda, instantes antes de que, en 1929, un torturador le dijera que su Cumaná había sucumbido en un terremoto? ¿O en momentos en que «disparaba» sus discursos contra el oscurantismo político que aún se prohijaba en tiempos de la Constituyente? ¿O en la O.N.U., exponiendo su ideología pacifista, como Canciller del gobierno de Gallegos?
Tengo una gran aliada: Mi imaginación. Con ella asistiré a los momentos antes citados. Desde esos espacios conversaré con Andrés Eloy Blanco. Y desde ellos el poeta y yo jugaremos con el tiempo. Habla­remos de lo que sucede, de lo que sucedió y de lo que sucederá, sin los remilgos de la lógica temporal.
Celso Medina; Estás aquí, en Valera, tan cálida como tu Cumaná marinera. Tienes a la ciudad por cárcel. Así lo ha dispuesto Gómez...
Andrés Eloy Blanco: Si. Estoy preso en toda la ciudad. Pero el pueblo, este pueblo tan cálido, ha sabido hacer llevadero este carcelazo. De no ser por que la lucha me requiere en todos los ámbitos del país, me quedaría aquí, con sus afectos. Aquí he apren­dido en carne propia lo que el filósofo espa­ñol denominó la intrahistoria; es decir, la historia que se desarrolla como madrépora, en la interioridad, protagonizada por héroes realmente humildes. Estoy en estos momentos escribiendo «La Loca Luz Caraballo», en homenaje a una mujer que carga en sus hom­bros la locura, luego de haber perdido a sus seres más queridos.
C.M.: Estás en La Rotunda, mazmorra de Gómez, donde yacen los cuerpos de los hombres que se le oponen. Este mes comienza una estela de desgracias para tu Cumaná. Un terremoto hoy la ha desgra­ciado. Luego morirá el poeta Cruz Salmerón Acosta y la última sedición con­tra Gómez sucumbirá tragicómicamente en manos de Román Delgado Chalbaud y de José Rafael Pocaterra. A pesar de que tu obra es vasta, tu ciudad natal ocupa muy poco espacio en ella. ¿Por qué?
A.E.B.: Mira, eso no es muy cierto. Lo que pasa es que siempre se quiere que uno aluda explícitamente al sitio donde nació. Y cuan­do soy poeta, soy poeta, no cronista. Si miras en entrelineas mis versos casi siempre tienen como telón de fondo a mi ciudad natal, Cumaná. Y también ocurre que me he propuesto poetizar al país; éste es inmenso. Es Apure, es el Orinoco, es Caracas, etc. Y en ese marco nacional, está mi ciudad nativa. Sí, hoy se agregó a la tortura física, otra: la de la destrucción de Cumaná. El Alcaide de la Rotunda, Coronel García me dijo sádicamen­te: «Amigo, tengo la noticia para usted. Esta mañana un terremoto acabó totalmente con Cumaná. El mar está cubriendo la ciudad». Eso me consternó. Y quise, desde la demiurgía poética, reconstruirla. Para tal efecto utilicé mi infancia corno material de reconstrucción. Por eso escribo «Cajas de Estampas», para rememorar sus uvas, sus lechosas, su charas, sus piñas. Recuerdo a Cumaná a través de los olores y sabores de esas frutas. Sobre todo la piña, trasunto de la tierra: el corazón hecho mieles y armada de cabeza. En mí se diluyen hoy sus azúcares. No tengo otra manera de rehacer mi ciudad muerta.
C.M: Pero todo fue usa falsa alarma. La ciudad aún vive.
A.E.B.: Sí; lo sé. El sadismo de García no tiene límites. Pero quiero hablarte de dos hechos que me consternarán. La muerte de Cruz María. Sí, sé de su martirio. He leído con atención los poemas que me trajo Dionisio López Oríhuela. Es increíble como un cuerpo que sufre tanto pueda dimanar tanta esperanza. Su soneto «Azul» es de los mejo­res que he leído. En él no es posible decir: mejor que muera, porque sufre demasiado. No, la muerte en él es una traición. En él que ama tanto la vida. Y sobre El Falke, mira qué cagada la que pusieron Pocaterra y Delgado Chalbaud. Está bien, a Gómez hay que com­batirlo, pero cómo se pueden cometer tantas torpezas. Lo que más lamento es la muerte de Armando Zuloaga Blanco. Le escribiré un poema. Se lo enviaré a su madre, Doña Josefina. En su final diré: «Soldado, camarada/que en el puente de Cumaná/lo apuntaste sin odio y le pegaste un tiro,/hermano que lo fusilaste,/cómo harás para fusilarlo/en el corazón de tu hijo?».
C.M.: Estamos en las puertas del golpe de octubre de 1945. Nos cuenta Domingo Alberto Rangel que no estuviste de acuer­do con él. Que era peligroso coquetear con militares.
A.E.B.: Ah, Domingo. Qué orador. Qué labia para fustigar al pasado gomecista que estaba vivito y coleando en militares como López Contreras, Medina Angarita y en la Iglesia. Sí; de eso hablamos muy en privado. Siempre fui un constitucionalista. Para mí los militares deben ocuparse de lo suyo. Compartir el gobierno con ellos es demasia­do peligroso. Ellos no mandan, ordenan Y la sociedad civil lo que quiere es un gobierno verdaderamente democrático. Ya ves. ¿Tú lo viste? ¿Cuando naciste?
C.M. En 1954...
A.E.B.: No has vivido este oprobio de Pérez Jiménez, un militar sórdido y perverso. Su perversidad es aún más cruel porque a ella se le suma la condición de traicionero. La muerte artera de Carlos Delgado Chalbaud quedará sembrada en nuestra historia como la peor «cainzada», comparable a la que le hicieron a Sucre. Yo les decía a Rómulo Betancourt, a Prieto a Gonzalo que con esos militares, ni a misa. Llevaban en sus sem­blantes el estigma de soberbia y la ambición desmedida. Sabía que había que liquidar las últimas fuerzas gomecistas que pululaban en nuestro territorio. Pero a costa de lo que pasó, no. Sembramos lo que después cose­chamos: el despotismo perezjimenista.
C.M.: Domingo Alberto te califica de Jacobino. Y ese jacobinismo fue el que privó en ti para aceptar de malas ganas el pacto con Delgado Chalbaud y Pérez Jiménez.
A.E.B.: Mira, Domingo está viendo en mí lo que es él. Tal vez tenga razón, pero estaba muy lejos de las ideas de Robespierre. Amo la paz, la violencia es una grosería. Me aproximo más a las ideas de Mirabeau, La Fayete, conspicuos constitucionalistas, aman­tes de una sociedad armónica, donde la justi­cia sea el escenario de la vida. En Robespierre amo su pasión, su condición de orador. Pero la sangre derramada, me da mucha tristeza.
C.M.: A propósito de eso, le tocó ser Canciller del país, en los primeros momen­tos de la Posguerra. Se habla muy bien de su actuación en la ONU.
A.E.B.: Para mí fue una experiencia capi­tal. Soy un militante de la paz. Como quiero tanto al hombre, me parece absurdo que se produzcan estas guerras, que sólo tienen origen en el ansia desmedida de las principa­les potencias del mundo. Sé que esta no será la última guerra del mundo. Vendrá Viet Nam, vendrá la guerra del Medio Oriente. Y peor aún: los que hoy ostentan los estandartes de la paz, negociarán con la guerra. Descubrirán con sus hechos la hipocresía que llevan por dentro de su corazón perversamente mercan­til.
C.M.: Recuerdo su personaje de La Aeroplana Clueca que devela su senti­miento de pacifista.
A.E.B.: Sí, muchacho. Buena esa alusión. En ese librito de cuentos inserto ese relato, que no es más que una alegoría a la paz. Los personajes principales son una avión y su hijo, un avioncito. El emblema de la guerra moderna, el avión, humanizado, con su vien­tre de gasolina-sangre, protagonizando una guerra filicida. Quise exponer mis ideas que luego defendí en Estados Unidos. La ONU es ahora un clan casi acólito de los grandes intereses económicos. Nosotros los venezolanos vivimos al margen de esas dos grandes guerras mundiales, pero hemos teni­do las nuestra, donde la sangre ha corrido a borbotones por razones totalmente necias.
C.M.: A propósito de su pacifismo, Vargas, albacea de la angustia, su enjundioso ensayo, es emblema de esas ideas suyas respecto a la paz y a la constitucionalidad.
A.E.B.: Sí, él fue un hombre civil. Por eso la famosa frase que le dijera a Pedro Carujo («El mundo es de los hombres justos») tiene plena vigencia. La valentía sin probidad, adosada a la rapacidad y a la desmedida ambición ha sido la que nos ha pervertido. Hoy veo, después de muerto, mucha gente de mi partido «cobrando» su arrojo y lucha contra Pérez Jiménez. Gente humilde, cuya única riqueza era su valentía, hoy blanden sus riquezas de manera ostentosa. Y esa gran sociedad civil por la que luchamos, ahí, cada día más paupérrima, cada día más escéptica, hasta el punto de que hoy sueña con esas perversidades históricas que fueron Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez. Así será de malo todo lo que viven ustedes, que se añora ese oprobio.
C.M. Y de su partido, qué nos dice.
A.E.B.: No hablemos de eso. Mejor pre­gúntame sobre poesía, sobre mi literatura. Eso es lo que más quiero de mi vida.
C.M.: Se dice que sus compromisos políticos ahogaron su obra poética.
A.E.B.: Tal vez; pero quiero decirte que un poeta no es un ser aséptico. Lo contamina siempre la vida. Y mi vida tuvo que contami­narse en un medio donde imperaba el opro­bio. Era mi tiempo un espacio de compromi­so obligante. Y no me podía estancar en el oficio de escritor, tenía que ser político. Mi libro Barco de Piedra refleja buena parte de mi lucha contra el despotismo gomecista. Allí utilizo una imagen que me parece clave para entender cuál era mi compromiso: «y el gran barco de piedra ponga proa a la costa». Quise utilizar una figura contradictoria; un barco de piedra, cuya navegación era muy lenta y difícil. Confié en la poesía como motor de ese barco, para ponerlo de proa al futuro. Participé en varios grupos literarios. Con el grupo de artistas del Círculo de Be­llas Artes, aupé una poesía que revisitara nuestro paisaje, en una visión menos chata que la del nativismo. Y allí está mi «Canto a Apure» y en «Cajas de estampas» aunque se dio en una situación bastante trágica, ausculto mi paisaje natal libre del panfleterismo y de la rabia política, que caracterizó, por ejem­plo «Presentación Mural del Hombre Honra­do». Te digo una cosa, depende de lo qué muchos califiquen de estética. La mía, mi poética, fue profundamente ética. Comparto la frase del poeta Víctor Valera Mora: «ético es el paso del poeta por el mundo». Que no fui como Ramos Sucre, que no utilicé su filigrana poética. Okey, pero éramos dos estilos de hombres. Dos seres con compromi­so y ética distintos. No fue la mía más impor­tante, pero fue la mía. Tuve no sé si un defec­to o una virtud: fui y soy aún muy popular. Tal vez porque bebí en la fuente de los poe­tas españoles; en Lorca, en Machado, en Juan Ramón Jiménez, en el coplero popular espa­ñol.
C.M: A propósito de eso, su poema «Canto a España», premiado en 1924 por ese país, ha sido criticado como un panegí­rico colonialista.
A.E.B.: Mira, muchacho, no repitas eso. Con esa afirmación le estás haciendo juego a aquellos acólitos intelectuales de Gómez que erigieron la leyenda negra contra España. En un falso nacionalismo (falso porque cómo fue eso de regalarle a Norteamérica casi todo el territorio nacional para la explotación petrolera) se apoderaron de la imagen de Bolívar para justificar sus desafueros... Y ahí tenemos al Bolivariano López Contreras. Escribí ese poema con la intención de plan­tear una revisita a España; no a la España de los reyes, ni a la de los conquistadores. Como te dije antes, mi visión de la historia es la que plantea Unamuno, la intrahistoria; la que cuentan los seres humildes. Y ese país, a pesar de los desafueros de sus gobernantes colonialistas, nos legó un idioma, una litera­tura, que nos marcó raigalmente. La España que conozco es la que brutalmente ha sido destruida por Franco, la que pinta Picasso en su Guernica. Ese país que ha sido objeto de otro colonialismo: el de su propia dirigencia.
C.M.: ¿Qué se siente morir de manera tan poco heroica?
A.H.B.: Nada. Siento que viviré más allá de esos cien años. Y lamento este accidente tan burdo, que me pone casi en ridículo frente a la historia. Lo que no pudo Gómez ni Pérez Jiménez, lo hizo un automóvil, esa cosa emblemática que los poetas futuristas
sin día cantaron como exaltación del futuro.

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