viernes, 6 de mayo de 2016


García Lorca o la luna amarga de Nueva York


No hay siglo nuevo ni luz reciente
Federico García Lorca



Celso Medina

Ilustración: Celso Medina



Conozco pocos escritores que hayan hecho de la luna un tópico tan existencial como Federico García Lorca (1898-1936). Montados en su luna, nosotros podremos auscultar su corazón poético. ¿Cómo atrajo la luna con su magia a este poeta? Es obvio, experimentando el paisaje de Andalucía. En esa región española, a este astro se le ve solemne, dimanando su simbología, guardando los ecos de una historia espiritual en la que los árabes dejaron huellas indelebles. La luna vestida de noche, maternal, enigmática, inconsciente, ambivalente: protectora  y peligrosa, constela la rica galaxia por donde circula la lírica garcialorqueana.
Esa luna irradiaba resplandor hasta que García Lorca decidió llevársela a Nueva York, en junio de 1929. En esa ciudad, la luna adquirirá un rostro amargo, pues probaría el acíbar de la crisis que experimentaba el capitalismo en el mero centro de la economía mundial.
En el poema “La luna se asoma”, del libro Canciones (1921-1924), leemos: “Cuando sale la luna/el mar cubre la tierra/y el corazón se siente/isla en el infinito”. La luna madre, de rostro amable asoma sus bondades. Y en Romancero gitano (1924-1927), el poeta dice: “La luna vino a la fragua/con su polisón de nardos”. Es la luna andaluza la que prima, la que impele la imaginería del poeta.
El poeta que va a Nueva York en 1929 (permanecerá en esa ciudad hasta el cuatro de marzo de 1930, para luego tener una estadía en Cuba de tres meses), era un hombre conflictuado. No era fácil en la España de Primo de Rivera (dictador fascista español, que gobernó de 1923 a1930), ser poeta, socialista y homosexual. Antes de ir a Estados Unidos, había roto sus relaciones sentimentales con el escultor Emilio Aladrén y tenía serias diferencias con Salvador Dalí, con quien se había iniciado en el portentoso mundo surrealista. Su situación económica era problemática. Las diferencias con sus padres se habían acentuado. A ellos les escribiría lo siguiente:
Yo no quiero de ninguna manera que estéis indignados conmigo. Esto me apena. Yo no tengo culpa de muchas cosas mías. La culpa es de la vida y de las luchas, crisis y conflictos de orden moral que yo tengo.
De esa experiencia neoyorquina surgirá el libro Poeta en Nueva York, que García Lorca no verá publicado. Antes de morir asesinado por el franquismo,  el 18 de agosto de 1936, le entregó los originales a su amigo José Bergamín quien los paseó en su exilio por Francia y México, para luego lograr su primera publicación en 1940 simultáneamente en Estados Unidos y México. La traducción al inglés la hizo  Rolfe Humphries.
Podríamos decir que ese cambio en la luna garcíalorqueana marca  también un giro radical en su obra literaria. Junto a este poemario, también se anotan en su escritura en  Nueva York, un guion de cine  y la obra de teatro El público, con una propuesta estética distinta a otros dramas como Yerma y Bodas de Sangre. El escritor español era en ese entonces víctima de la popularidad, corría el riesgo de convertirse en un poeta estereotipado, a quien el público podría encasillar en el tema de la literatura gitana. Por ello diría:
Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Confunden mi vida y mi carácter. No lo quiero de ninguna manera. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que no soy. No quiero que me encasillen. Siento que me van echando cadenas.

Podríamos decir que ese cambio en García Lorca lo tornó definitivamente universal. Su luna de pandereta, su luna lunera pasó a ser una luna que revelaba la crueldad que le depararía el impetuoso capitalismo al mundo. El encuentro con el espacio neoyorquino reforzó los afectos del poeta con el socialismo. Le miró la cara al capitalismo, llegó a la ciudad norteamericana tres meses antes de que estallara el crack económico, que produjo un impacto trágico en pobladores y empresarios norteamericanos. Hasta llegó a presenciar uno de los tantos suicidios que generó dicho evento. Para él sería un infortunio haber ido acompañado del líder socialista español Fernando de los Ríos, quien fue a dictar una conferencia a la referida ciudad. En 1936, cuando se le ejecuta, el franquismo argumentó en su contra haber sido secretario del citado político, además de homosexual. 
El García Lorca que visita a Nueva York era un poeta que empezaba a coquetear con el surrealismo. Su contacto con los escritores catalanes y con pintores, como Dalí, había servido para explorar caminos distintos a sus andanzas por la coplería andaluza. En Estados Unidos se distanciaría definitivamente de Marinetti, para quien la guerra era sana porque ella limpiaba de gente al mundo. Esa perversión ética del poeta italiano, se hizo patente en el contacto con la discriminación de los negros en Estados Unidos y la miserabilización del pueblo norteamericano, acentuada con la irrupción de la crisis económica de 1929. Pero el surrealismo garcialorqueano no era juego de azar, ni metáforas estridentes, sino la mixtura de una realidad donde las imágenes daban cuenta de un apocalipsis, que anunciaba la destrucción del mundo no de la mano de Dios, sino por el impulso del capitalismo.
Ese apocalipsis resucita  en Nueva York un personaje poético inventado por los simbolistas franceses, en especial por Baudelaire: el fláneur, habitante del ennui (tedio), el hombre urbano que ve a su ciudad convertirse en un infierno. El observador de la luna andaluza, se trueca en un ser que ve por todas partes caer fragmentos del cosmos. La ciudad se extiende  como una purulencia. Quizás sea osado sostener la hipótesis de que en Poeta en Nueva York se completa la tarea lírica de T.S. Eliot, quien con su Tierra baldía (1922) patentizó el mito de la tierra abandonada por Dios, una tierra donde el famoso Rey Pescador se resigna a su esterilidad. Ahora García Lorca sella ese agrio escepticismo, urdiendo imágenes carentes de metáforas, un lenguaje desnudo expulsa las excrecencias más descarnadas sobre el capitalismo que el poeta avizoraba en 1929.
El libro en cuestión se inicia con el poema “Vuelta de paseo”, donde leemos:
Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

García Lorca deja constancia del nuevo cielo que ve, un cielo que hace llover pesimismo. A su paso el fláneur ve “árboles de muñones”, “animalitos de cabeza rota” y el rostro de ese ser urbano es “distinto cada día”. Dios ha sido desplazado por Proteo, obsesionado con cambiarlo todo, dejando solo la nada como aliento. Para procurar salvación, el poeta recurre a la infancia. Y en su melancolía recuerda esto:

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
(“1910. Intermedio”)

En el poema “Paisaje de la multitud que vomita”, leemos:

yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.

El surrealismo garcíalorqueano teje su imaginario desde la zona purulenta de un mundo que se manifiesta como fragmentos, como un cuerpo que vive desesperadamente a la búsqueda de una totalidad utópica. El cuerpo y sus funciones expulsivas (vomitar, defecar, orinar, etc.) protagonizan la tarea anti épica, que reduce al hombre a las funciones primarias.  El hombre que nace para vivir, se conforma con sobrevivir en una selva plagada de animales ponzoñosos.  El capitalismo desde la mirada de este poemario, es un virus. Y el poeta, asustado por su inoculación, no hace sino dejar constancia de su impotencia. Esa selva de bestiarios penetrará la ciudad. Allí veremos como “Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan (…) y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto/que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.”(“Ciudad sin sueño”). En otro lugar, los pájaros dejan de existir “porque los pájaros están a punto de ser bueyes.” (“Panorama ciego de Nueva York”). La ciudad no será sino una ruina, y el hombre urbano que la habita,  comparte con el poeta su íngrima existencia. De allí que la voz lírica diga:

Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.

Prepara tu esqueleto;
hay que buscar de prisa, amor, de prisa,
nuestro perfil sin sueño. (“Ruina”)

Esa mirada pesimista conseguirá su definición más definitiva en el poema “Grito hacia Roma”. Allí leemos:
Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.

Este poema parece un epitafio para  la tumba del hombre víctima del capitalismo. Un epitafio escrito descarnadamente. En su “Oda a Walt Whitman”, concluye:

Y tú, bello Walt Whitman, duermes a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.

Es evidente que hay un viaje de la luna garcíalorqueana donde podemos auscultar el cambio de una poética, que abandona su luna de “polisón de nardos” por una luna amarga, la luna de la Nueva York anunciando el apocalipsis

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