domingo, 8 de junio de 2008

Diferentes del mundo, uníos…

Diferentes del mundo, uníos

Ilustración: Celso Medina



Celso Medina

Si existe un único mundo, ¿cómo logramos percibirlo? ¿Cómo podemos asegurar su existencia? Pues, opiniones diversas concurren en las respuestas a esas preguntas. Una de ella, niega la existencia del universo, puesto que sostiene que toda existencia humana tiene experiencia en el lenguaje, y éste es puesta en acción. Cuando miramos somos hombres, no dioses. Por ello nuestra percepción tiene un radio de acción muy localizado. Entonces, no existe sino el mundo que experimentamos y que podemos concretar mediante los signos. Pero ese lenguaje no es sino acción sobre la realidad en la que interactuamos. Es decir, lingua in situ.

El universo, pues, se concreta en un espacio. El universo es una suma interconectada de espacios, en la que algunos segmentos se han erigido como centro modelizador.
Esos fragmentos han sido en sus inicios comunidades que al amparo de instancias políticas como son los estados han elaborado la base refrendadora de las naciones, antagonizando permanentemente con otras fuerzas imaginarias plurales que son portadoras de otras miradas del espacio donde se urde la unidad comunal.
La universalidad es, entonces, una falacia, porque lo que existe es este cuerpo que dialoga con un espacio contentivo de una compleja matriz generadora de símbolos. Existimos nosotros, en permanente diálogo con la materialidad histórica que nos cobija ahora.
Esa materialidad tiene nombre. Ella misma se ha nombrado por obra y gracia de la historia. Pero la historia ha sido contada a la manera de una trama agonística, con curvas de tensión conflictual, que no hacen sino narrar la teleología (es decir, el proyecto) de una de esas protocomunidades que posteriormente terminó imponiendo su hegemonía. Una de esas hegemonías hizo de la cultura occidental el espacio centrípeto de la falaz universalidad.
Todo comenzó en la unión del imperalismo romano con la iglesia cristiana. La leyenda de que Constantino se hizo cristiano a través de una epifanía, que le autoiluminó el camino a Cristo es poco convincente. La solidaridad de la cruz con la espada obedeció más bien a un ideal ecuménico, donde la religión se convertiría en plataforma apuntaladora de un proyecto homogenizador que trascendió al mismo imperio romano y se consolidó férreamente en la Edad Media. Y el gran ideólogo de ese proyecto fue San Agustín, quien en su Ciudad de Dios, traza la primera teleología del Occidente. A partir de entonces la historia arma su arco desde donde saldría la flecha que tenía que atinar a la diana de la salvación, encarnada en el mito de Cristo, dios hombre. El futuro desplaza al pasado. La principal enseñanza es vivir para suscitar un porvenir prodigado bajo la fe cristiana. Dios nos tiene dispuesto un fin: la adscripción a una fe única nos lo garantizaba. Esa idea de ciudad deica encarnaba un concepto de nación universal, y también en una noción de comunidad cristiana, cuyos miembros eran indiferenciados.
El mito de Babel fue utilizado para anatematizar. Había que rescatar la unidad natural de dios, ésa que nos hacía habitantes de un único mundo.
Pero lo que nos hace singular es haber caído en ese proceso babelizador, no porque el hombre de por sí apueste por la incomunicación, sino porque él es por excelencia un ser que aspira a una particularidad, que se va moldeando en diversas instancias: en el vientre materno; desde allí emerge para hacerse de un espacio hecho de un barro subjetivo cultural e individual.
Yo soy de aquí, no de allá. Pero el aquí no se cierra; quiere dialogar con otras orillas; pero en igualdad de condiciones. Hay que revisar la prédica de la aldea global; ella no existe; más bien, lo que sentimos es miles de aldeas que luchan por su derecho identitario, prestas a compartir nuestros dioses, nuestros mitos, nuestras esperanzas. Diferentes del mundo, uníos…

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